La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 14 de noviembre de 2014

El hombre de la acera, por EDUARDO MORENO ALARCÓN



            Algún vecino dijo que aquel hombre no tenía en realidad tan mal aspecto. Un poco sucio y demacrado, eso sí, pero desde luego no como esos pordioseros que, de vez en vez, ensombrecían la conciencia de la zona, el limpio y ordenado transcurrir de la barriada, el bullir en las terrazas donde el fútbol —encuadrado en las pantallas gigantescas— alejaba todo atisbo escrupuloso de unas mentes embebidas de balón, ávidas de toda suerte de sedantes. Otros opinaban lo contrario y afirmaban que, de tan puerco y consumido, aquel hombre parecía estar en las últimas. Hubo quien recordó verlo hurgar en el contenedor de la basura, aunque tal vez fuera otra persona, ¿cómo estar seguros?
Para el resto de viandantes, sin embargo, aquella presencia incómoda, aquella sombra humana, sentada, tumbada, desparramada sobre un escalón, envuelta en abandono y un abrigo de mugre perpetua, jamás existió.
            Muchos desfilaron a su lado aquel breve periodo de invisible presencia, cobijado en el cubículo templado del cajero, postrado ante un portal cualquiera: los que miraban a otra parte, los que cambiaban de acera, los que pugnaban en el fondo de su alma apegados a una fe que no tenían, que ya no practicaban, los que sentían lástima —de aquel ser y hasta de sí mismos— pero nada hacían, o los que simplemente huían del asco, sin una mota de empatía, definiendo aquel andrajo como intruso indeseable, fardo a todas luces prescindible, estorbo maloliente y harapiento, carne de albergue o, en último caso, de fosa anónima.
            La primera vez que me topé con su organismo acusatorio, con su queja manuscrita en el papel amarillento y aquel hedor a estercolero, no quise mirar. Pero la culpa me roía las migajas de moral que aún subsistían —eso quería creer— en mi pecho rasurado, perfumado, en el fondo de mi entraña endurecida.
            Y miré. Y vi. Y sentí. Y supe. Y me estremecí…
            Y ya no pude arrancarme aquella imagen, aquellos ojos esmaltados de alcohol barriobajero y vino rudo en tetrabrik, anestesiados frente al mundo, el frío, la soledad y la total, desoladora indiferencia.
            Hubo muchos más encuentros, topetazos fastidiosos, desde luego. Pero aquella vez primera bastó para sumirme en el mayor desasosiego, en la certidumbre de mi propia bajeza, en los caprichos de la existencia, en la ausencia, no sé si de justicia o de equilibrio, en todo caso de Dios. Repetí, calqué punto por punto las conductas de los otros, los demás, los mismos que he tachado, tacharé siempre de crueles —mis semejantes—, de los cuales, me guste o no, quiera o no, soy y seré minúscula tesela, pieza confundida, perdida en un mosaico inabordable, gota en un océano convulso, hostil, insincero.
            Un día cualquiera descubrí el vacío extraño, la ausencia de una mancha en el portal. Ni hedor, ni cartones, ni orines, ni vino, ni restos de una vida despojada de sentido. Alrededor, nadie parecía reparar en aquel cambio, aquella mutación en el paisaje cotidiano que tanto me impactaba. 
            Se levantó el viento. Empezaba a refrescar. Hundí las manos en los bolsillos del abrigo y regresé a casa con el alma aterida, con preguntas asaltando sin tregua mi mente; cuestiones que se evaporaron, como por arte de magia, tan pronto encendí el televisor.

            A qué negarlo. Aquella primera vez, me vi reflejado en los ojos de aquel hombre desahuciado de sí mismo y de la vida.

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