Algún
vecino dijo que aquel hombre no tenía en realidad tan mal aspecto. Un poco
sucio y demacrado, eso sí, pero desde luego no como esos pordioseros que, de
vez en vez, ensombrecían la conciencia de la zona, el limpio y ordenado transcurrir
de la barriada, el bullir en las terrazas donde el fútbol —encuadrado en las
pantallas gigantescas— alejaba todo atisbo escrupuloso de unas mentes embebidas
de balón, ávidas de toda suerte de sedantes. Otros opinaban lo contrario y
afirmaban que, de tan puerco y consumido, aquel hombre parecía estar en las
últimas. Hubo quien recordó verlo hurgar en el contenedor de la basura, aunque
tal vez fuera otra persona, ¿cómo estar seguros?
Para el resto de viandantes, sin
embargo, aquella presencia incómoda, aquella sombra humana, sentada, tumbada,
desparramada sobre un escalón, envuelta en abandono y un abrigo de mugre
perpetua, jamás existió.
Muchos
desfilaron a su lado aquel breve periodo de invisible presencia, cobijado en el
cubículo templado del cajero, postrado ante un portal cualquiera: los que
miraban a otra parte, los que cambiaban de acera, los que pugnaban en el fondo
de su alma apegados a una fe que no tenían, que ya no practicaban, los que
sentían lástima —de aquel ser y hasta de sí mismos— pero nada hacían, o los que
simplemente huían del asco, sin una mota de empatía, definiendo aquel andrajo
como intruso indeseable, fardo a todas luces prescindible, estorbo maloliente y
harapiento, carne de albergue o, en último caso, de fosa anónima.
La
primera vez que me topé con su organismo acusatorio, con su queja manuscrita en
el papel amarillento y aquel hedor a estercolero, no quise mirar. Pero la culpa
me roía las migajas de moral que aún subsistían —eso quería creer— en mi pecho
rasurado, perfumado, en el fondo de mi entraña endurecida.
Y
miré. Y vi. Y sentí. Y supe. Y me estremecí…
Y
ya no pude arrancarme aquella imagen, aquellos ojos esmaltados de alcohol
barriobajero y vino rudo en tetrabrik, anestesiados frente al mundo, el frío,
la soledad y la total, desoladora indiferencia.
Hubo
muchos más encuentros, topetazos fastidiosos, desde luego. Pero aquella vez
primera bastó para sumirme en el mayor desasosiego, en la certidumbre de mi
propia bajeza, en los caprichos de la existencia, en la ausencia, no sé si de
justicia o de equilibrio, en todo caso de Dios. Repetí, calqué punto por punto
las conductas de los otros, los demás, los mismos que he tachado, tacharé
siempre de crueles —mis semejantes—, de los cuales, me guste o no, quiera o no,
soy y seré minúscula tesela, pieza confundida, perdida en un mosaico
inabordable, gota en un océano convulso, hostil, insincero.
Un
día cualquiera descubrí el vacío extraño, la ausencia de una mancha en el
portal. Ni hedor, ni cartones, ni orines, ni vino, ni restos de una vida
despojada de sentido. Alrededor, nadie parecía reparar en aquel cambio, aquella
mutación en el paisaje cotidiano que tanto me impactaba.
Se
levantó el viento. Empezaba a refrescar. Hundí las manos en los bolsillos del
abrigo y regresé a casa con el alma aterida, con preguntas asaltando sin tregua
mi mente; cuestiones que se evaporaron, como por arte de magia, tan pronto
encendí el televisor.
A
qué negarlo. Aquella primera vez, me vi reflejado en los ojos de aquel hombre
desahuciado de sí mismo y de la vida.
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