Entró en aquella vieja librería atraída por el olor añejo
de los libros. Las estanterías
abarrotadas soportaban el peso de los siglos y parecían ceder al insoportable
soborno de los años. De entre unos estantes del pasillo central le pareció ver
una luz iridiscente que en unos segundos desapareció. Movida por la curiosidad
de aquella extraña luminosidad, fue acercándose, y una vez situada frente a
donde había creído verla asomó la nariz pero no vio otra cosa que no fuesen libros y más libros de autores
clásicos españoles.
Contemplando aquellos maravillosos volúmenes de tapas
gruesas en color vino, con sus nombres impresos en oro, se percató de que entre
dos de ellos sobresalía unos centímetros de lo que resultó ser:
¡dos entradas para el Gran Teatro del Liceo, la Traviata de Verdi, día veinticinco, sólo faltaban dos días para tan importante
acontecimiento, qué maravilla!. Si se las quedaba podría asistir a una de
las operas más importantes de todos los tiempos. Siempre había soñado con poder
ir al Liceo, era un sueño que se encontraba en sus manos, tembloroso y de papel
brillante.
Decidió salir a toda prisa, miró de reojo por si alguien
pudiera verla, el pasillo se le antojó más largo y las campanillas de la puerta
le sonaron más intensas que cuando entró.
Apresurada calle abajo caminó varias manzanas. El corazón
le golpeaba el pecho, y su respiración jadeante se fue aminorando a medida que
redujo la velocidad de sus pasos. Continuó caminando mientras iba dándole
vueltas a la cabeza sobre si estaba bien lo que acababa de hacer, de si era un
delito, o simplemente encontrar algo que no es tuyo se podía considerar
apropiación indebida. Decidió entrar en una cafetería mientras continuaba con
sus cavilaciones, estaba cansada y
sedienta, y pidió un refresco. Intentó poner en orden lo sucedido, ya que le
parecía haber vivido una escena de algún cuento o leyenda en la que ella era la
protagonista, no se lo podía creer.
A los pocos
segundos la llamó Oscar, el celoso de su novio.
Le preguntaba qué dónde se había metido, y la reprendía por su
tardanza. Mantuvieron una acalorada
discusión que mucho se temía iba a ser la última, siempre la quería tener
controlada, se sentía en constante tensión por sus reacciones y sabía que él no
era el hombre de su vida.
Lucie era francesa de origen español, sus padres
emigraron a Paris después de casarse, pero ella había vuelto a Barcelona para
estudiar Historia del Arte. A los dos meses de llegar conoció a Oscar, de eso
hacía ya dos años, y al poco tiempo empezó a detectar su carácter posesivo.
Al principio todo fue de color de rosa, detalles y
detalles que a Lucie la sedujeron y enamoraron, pero las cosas habían cambiado
y ya no era como antes. Ya se lo decía su madre. -Este chico no te conviene-.
Definitivamente, ni su educación
liberal, ni su forma de ser le permitían compartir la vida con alguien que no
confiase en ella.
Enfrascada en la discusión, y entre tira y afloja, salió
de la cafetería. Anduvo sin noción
mientras discutían, hasta que no pudo más y gritó, -¡se
acabó, no quiero saber nada más de ti,
hace tiempo que quería decírtelo, no te aguanto en mi vida, la merde!, y colgó sintiendo un gran alivio. Caminó dirección al mar con la rabia entre
los dientes y gritando para sí… ¡Idiot,
jaloux…!.
Después de cruzar el Paseo de Colón, casi llegando al
puerto se dio cuenta que había olvidado el libro de Benedetti que estaba
leyendo, y con él las entradas que había colocado en su interior. Corrió Vía
Laietana arriba a toda prisa.
El libro se encontraba sobre la mesa cuando él tomó
asiento para pedir un café, no pudo evitar abrirlo, le gustaba Benedetti,”Vivir
adrede”. En algunos de los márgenes,
notas a lápiz que parecían escritas por una mujer por su dulzura y sutileza.
Una de ellas decía… “Vivir en el abandono
de la cordura, con la suerte de costado y un mundo extraño calándote los
huesos”, y otra
“En el deterioro del tiempo, deshidratadas las piedras, angustiadas del olvido
las raíces que pelean por vivir. La vida sigue en la otra calle, juegan los
niños y la ropa tendida es zarandeaba por el viento que acaricia los colores de
sus telas”. Se acercó el libro a la
nariz, e inhaló el perfume que desprendían sus páginas. Tenía la costumbre de
oler lo que le gustaba, era como hacerlo suyo.
Le atrajeron aquellas notas llenas de
ternura. ¿Cómo sería aquella mujer?,
se preguntaba mientras seguía ojeando sus páginas. ¡Dos entradas para el Gran Teatro del Liceo!, aquello le confirmaba que aquella mujer era especial.
Tenía que regresar al trabajo, pero no podía dejar en manos de cualquiera aquel
libro olvidado y lo que contenía en su interior, decidió llevárselo y encontrar
a toda costa a su propietaria.
Antes de salir, mientras pagaba la cuenta
le preguntó a la camarera si había visto a la mujer que se había sentado en
aquella mesa antes que él. La camarera, coqueteando, le contestó que era alta, rubia, y con acento
francés, que era lo que mejor recordaba de ella.
-Muchas
gracias, dígale que tengo su libro-
Lucie llegó jadeante a la cafetería, se
dirigió rápidamente a la mesa que no estaba ocupada, pero no encontró su libro,
en su lugar había una carpeta que contenía unos planos de muebles, y una
tarjeta de visita: Reformas en general “Hugo” especialistas en carpintería.
Preguntó a la camarera si recordaba a alguien que hubiese ocupado aquella mesa
después de que ella marcharse, ya que había olvidado un libro muy importante.
La camarera sorprendida, le contestó
que había sido un hombre moreno, de unos cuarenta años, y muy guapo, -le dijo en voz
baja y con una risueña complicidad, para después añadir, que él también había preguntado por ella y
que llevaba un libro en la mano.
Decidió llevarse lo que encontró y llamar
al teléfono que indicaba la tarjeta de visita, pero al darse cuenta que la
dirección estaba solo a dos calles, optó por acercarse hasta allí. Cuando llegó
permaneció unos minutos observando el edificio. La fachada era decadente, con
desconchones que dejaban ver el cemento en gran parte de ella. La puerta
carcomida de polilla, golpeada, y rayada por avatares del tiempo, dejaba ver
más de tres capas anteriores de pintura, hasta llegar a la actual que era de
color marrón. Los pequeños cristalitos separados por listones deteriorados,
dejaban adivinar múltiples retales de maderas y aglomerados colocados en el
suelo, de mayor a menor.
-Calle
de la Nau, 25. El número veinticinco
otra vez se repetía, era el mismo día que se celebraba la obra de la Traviata,
en numerología el veinticinco es igual a siete, el siete es mi número de la
suerte, qué supersticiosa soy, -pensó ensimismada.
Decidió entrar y a los pocos segundos salió un hombre de
pelo blanco y ojos muy azules, quien muy afable y atento le preguntó. - ¿Qué necesita?-
Ella balbuceó unos instantes y
respondió, -necesito averiguar quién puede ser el dueño de esta carpeta, la olvidó en la cafetería “Pasado”,
he de entregársela y hablar con él, ¿puede ayudarme con los datos que hay en
ella?
El hombre miró los planos durante unos segundos y contestó.
-Sí,
es Manuel Ibar el arquitecto, me encargó unos trabajos de ebanistería. Está
trabajando en el diseño de una casa y cuenta conmigo para la fabricación de
unos muebles de cedro rojo. Volverá mañana para traerme unas plantillas, es puntual,
me dijo que vendría a las seis de la tarde….
-¿Quiere que le diga algo
señorita…?.
No gracias…es
complicado…yo estaré aquí a esa hora –dijo
Lucie.
Salió de la carpintería con el olor penetrante de aserrín
tapándole la nariz. Le recordó a su padre, ebanista muy apreciado en el barrio
Sacré Coeur de Paris, donde vivían. No
había vuelto a oler así desde que su progenitor cerró el taller de Rue Muller por
la enfermedad que acabó con él. Su queridísimo y adorado papa, se emocionó al
recordarlo en aquel banco donde pasaba las horas trabajando. Tuvo que enjugar
sus lágrimas al recordar las vivencias a su lado y el esmero con el que le
explicaba todo lo relacionado con el arte, las características de las maderas y sus virtudes para la fabricación de
los muebles. Su infancia estaba impregnada del aroma a tablones recién
cortados, el mismo que había vuelto a revivir.
…Manuel Ibar,
Manuel suena muy bien, en francés
Emmanuel…
-¿cómo sería
Manuel?
Por su nombre y por su profesión intentó hacerse una idea
preconcebida.
Pero ella lo que quería era recuperar sus entradas para
la opera, mañana volvería a la ebanistería a las seis de la tarde.
Despertó con el nombre de Manuel en la cabeza, como un
cántico incesantemente repetido, se imaginó sus ojos, sus manos, su voz.
Calculó el momento de encontrarlo, de presentarse, de mirarse…
-¿No se estaría
enamorando de un desconocido… y si después de todo resultaba no ser el hombre
que estaba imaginando? ¡Basta Lucie, deja ya de soñar, no cambiaras nunca! –Se reprendió a
sí misma.
Eran casi las cinco y salió a la calle decidida a pasear
mirando tiendas, mientras se aproximaba a la ebanistería.
Paseó entre la
gente que iba y venía apresurada. La terraza del bar Zúrich repleta de personas
que hablaban animadamente de sus cosas, parejas, amigos que se encontraban
después de mucho tiempo, turistas, estudiantes con libros y tecleando sus
teléfonos móviles, bohemios tomando notas.
Cada vez más cerca de su destino empezó a ponerse
nerviosa. Todavía faltaban diez minutos para la seis y se encontraba a pocos
metros de la calle. Cuando llegó, la puerta permanecía cerrada, miró por uno de
los cristalitos pero no vio ningún movimiento y dudó si abrir el
picaporte. Iba a tocar el timbre redondo
y antiguo sujeto por dos tornillos oxidados, cuando una mano le acarició el
hombro y al mismo tiempo escuchó decir. – ¿Señorita?
Se giró sobresaltada con el portapapeles sujeto entre
ambas manos, y se encontró con Hugo, el señor afable que la atendió tan
gentilmente el día anterior, quien le dijo:
-Buenas tardes señorita, Manuel Ibar no ha podido venir ésta
tarde, vino antes del medio día, y al
explicarle que usted había estado aquí me
dio esta nota para que se la entregase.
Entre confundida y decepcionada cogió la nota sin saber
que decir y tardando varios segundos en reaccionar, contestó:
-Bien… gracias, la
leeré… hasta pronto-.
Y se fue alejando del lugar mirando el sobre un poco contrariada, sin saber que pensar.
Al cabo de unos metros se detuvo, y apoyándose en la
pared abrió el misterioso envoltorio con nerviosismo, sacó la nota que había en
su interior y pudo leer lo que decía.
“Espero encontrarte
mañana en la puerta del Liceo media hora antes del comienzo de la obra, si
quieres la veremos juntos, de lo contrarío nos devolveremos lo que es nuestro.
Llevaré una bufanda color naranja y tu libro en la mano, espero verte con un
foulard rojo y mi carpeta”.
Era una bonita caligrafía e intentó poner en práctica lo
que recordaba de un curso intensivo de grafología que hizo varios años atrás.
Orden, tamaño, inclinación, sobre todo el rasgo inicial y rasgo final. El
primero o nacimiento del impulso, el arranque de la acción por parte de quien
la escribe y el final o alcance de objetivos y metas. Y la firma, considerada por algunos autores
como una biografía abreviada.
Lucie repasó dos veces más lo que había leído con el
corazón un poco acelerado.
-¿Por qué querría
Manuel ver la Traviata con ella, sería un enamorado de Verdi?, -pensó. ¿Sería
una broma de mal gusto y sus intenciones nada tendrían que ver con lo que ella
imaginaba, o sería un mismo latido reciproco, queriendo que se unieran?
Siempre tan
soñadora… -Le decía su padre.
Tendrían que pasar casi veinticuatro horas para
descubrirlo.
Decidió ponerse el vestido color malva. Lo compro en Rue
Veron, en una tienda vintage situada en el bajos de la casa donde vivió Edith
Piaf. Fue el fin de semana que su prima
Amélie la visitó para salir de compras, y merendar por el barrio de
Montmartre. No se lo había puesto nunca
a pesar de lo mucho que le gustaba, en realidad no había encontrado el momento
para lucirlo y aquella era la ocasión ideal.
Velada en el Liceo con un hombre enigmático que la
seduciría, siempre había sido una romántica empedernida.
La noche era el escenario de la armonía, dentro del
vestido se encontraba cómoda y a la vez sugerente, se había maquillado un poco
más de lo habitual, pero Lucie no necesitaba nada artificial para ser una
belleza. Sus ojos brillaban con la transparencia de la miel y su pelo lacio se
movía resbalando por su espalda. Decidió ponerse unas manoletinas, un tipo de
calzado cómodo y sin tacón, proveyendo no resultar demasiado alta para Manuel.
La temperatura era la previsible para los comienzos del
verano y resultaba muy agradable. Estaba nerviosa, sus pasos eran acompasados,
intentando dirigirse con una calma sostenida. Se encontraría con él, con un
hombre que no conocía, que no había visto nunca, y del que tenía muy pocos
datos. No dejaba de sorprenderse a ella misma, pero a veces actuaba movida por
los impulsos que le dictaba su corazón.
A medida que se aproximaba a su destino sus pasos eran
más inseguros, deseaba el encuentro de
película que siempre soñó, pero su parte racional le decía que podía
encontrarse con una gran decepción.
…–De todos modos,
él tenía las entradas del Liceo, era la obra que deseaba ver, y nada tendría
que perder. - Se dijo.
Ya solo faltaban treinta minutos para el comienzo de la
Traviata, miró calle arriba y a unos metros vio un hombre con una bufanda
naranja acercándose hacía ella. Desde ese momento y hasta que se tuvieron
frente a frente, ninguno de los dos retiró sus ojos del otro. Se presentaron
con cierta timidez mientras se escudriñaban mutuamente. Por fin se habían encontrado.
La obra fue todo un éxito, Ángela Burlacu considerada la
mejor Violeta de los últimos años levantó el Liceo de aplausos y
ovaciones. Mientras Lucie, emocionada,
secaba sus lágrimas a modo de disimulo, y Manuel la miraba de soslayo sintiendo una ternura
tan especial, como lo era aquella historia del encuentro entre ambos.
Los presentimientos de los dos no pudieron tener mejor
resultado, el amor como un latido del universo los había unido, y la pasión
hizo el resto.
Se lo contarían a sus hijos, y éstos a su vez a los
suyos, pero la mayor incógnita, y la pregunta no contestada, fue saber quién
olvidó las entradas entre los libros.
Quizás algún día lo averiguasen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario