El
bosque era un tapiz. Desde arriba, en un día despejado de junio como aquel, sin
rastro de nubes, la intensa lozanía de los grandes árboles de copas inmensas
ocupaba de manera vertiginosa todo el campo de visión. Desde el suelo, a ras de
la tierra, estos gigantes de diámetro inabarcable al abrazo de los humanos, de
corteza gris y marcada por las grietas del tiempo, no se veían tan frondosos.
Sin embargo, visto el conjunto de todos ellos desde el cielo, la cosa era
distinta: solo se divisaba una masa compacta, verde de distintos matices: verde
musgo, verde pino, verde enebro, verde esmeralda, verde vida, verde muerte...
El sol al atardecer jugaba allá en lo alto poniéndole nombres y sombras a este
paisaje infinito.
Shasta
había escuchado decir desde pequeña a los mayores que, cuando moría un miembro
de la tribu, tras vadear el río en cuya orilla el cuerpo era incinerado, y que
bajaba de las montañas adentrándose en lo más profundo del bosque, su espíritu
volvía a la vida convertido en águila: esas mismas águilas cuya impresionante
silueta cubría a veces a los niños y niñas, que, como ella, se entretenían
jugando a diario con bayas y guijarros junto al poblado.
Shasta
pensaba con frecuencia en su abuela Tallulah. Cuando murió, ella era muy
pequeña, tanto como una semilla que cupiera en la palma de la mano, según su
madre. No obstante, recordaba perfectamente el rostro amable y sonriente de su
abuela: lleno de profundos surcos, pero suave a la vez, y con unas largas trenzas
blancas como raíces. ¿Por qué eran blancas las raíces de las plantas más
oscuras y hermosas? Su abuela era una preciosa y erguida planta de bonitas
raíces blancas.
La
guerra desde siempre había existido con otras tribus. En la guerra se respetaba
siempre a las mujeres y a los niños. La lucha se dirimía entre los guerreros
jóvenes y se llevaba a cabo en las pálidas llanuras, a plena luz del día. La
paz no tardaba en llegar; nadie estaba nunca interesado en prolongar demasiado
la lucha.
Sin
embargo, hacía tiempo que los mayores hablaban de gentes armadas que venían de
muy lejos, del otro lado del bosque y de las montañas, y que arrasaban los
poblados aprovechando las noches sin luna. No distinguían entre viejos y niños; a todos torturaban y asesinaban sin razón
aparente. Se hacía extraña en la mente de Shasta una actitud así.
Un
día especialmente caluroso, mientras ella y otras muchachas recogían flores rojas de la buena suerte, destinadas a
la fiesta de la boda, próxima, de la hermana mayor de su amiga Aiyan, vieron a
jinetes de piel clara y extrañas ropas acercarse al poblado. La mayoría de los
hombres jóvenes había salido temprano para cazar y no tardarían en volver con
la comida... Todo ocurrió muy rápido. Solo recordaba las voces, el humo y el
olor acre a animal herido, a hierba húmeda y a inocencia sepultada en el
barro...
El
bosque era un tapiz, un impresionante tapiz de verdes e innumerables hojas
perennes de árboles que las señalaban desde el suelo. Junto a ella se
encontraba su abuela Tallulah. Ambas
volaban a gran altura, rozando los extremos de sus alas, libres, felices,
unidas para siempre...
Buen relato, Tomás. Un abrazo.
ResponderEliminarMalvada la cultura que acelera a los débiles a la vida eterna. Escalofriante relato.
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