martes, 14 de enero de 2020

RETORNOS, por Tomás Sánchez Rubio





                El bosque era un tapiz. Desde arriba, en un día despejado de junio como aquel, sin rastro de nubes, la intensa lozanía de los grandes árboles de copas inmensas ocupaba de manera vertiginosa todo el campo de visión. Desde el suelo, a ras de la tierra, estos gigantes de diámetro inabarcable al abrazo de los humanos, de corteza gris y marcada por las grietas del tiempo, no se veían tan frondosos. Sin embargo, visto el conjunto de todos ellos desde el cielo, la cosa era distinta: solo se divisaba una masa compacta, verde de distintos matices: verde musgo, verde pino, verde enebro, verde esmeralda, verde vida, verde muerte... El sol al atardecer jugaba allá en lo alto poniéndole nombres y sombras a este paisaje infinito.

                Shasta había escuchado decir desde pequeña a los mayores que, cuando moría un miembro de la tribu, tras vadear el río en cuya orilla el cuerpo era incinerado, y que bajaba de las montañas adentrándose en lo más profundo del bosque, su espíritu volvía a la vida convertido en águila: esas mismas águilas cuya impresionante silueta cubría a veces a los niños y niñas, que, como ella, se entretenían jugando a diario con bayas y guijarros junto al poblado.

                Shasta pensaba con frecuencia en su abuela Tallulah. Cuando murió, ella era muy pequeña, tanto como una semilla que cupiera en la palma de la mano, según su madre. No obstante, recordaba perfectamente el rostro amable y sonriente de su abuela: lleno de profundos surcos, pero suave a la vez, y con unas largas trenzas blancas como raíces. ¿Por qué eran blancas las raíces de las plantas más oscuras y hermosas? Su abuela era una preciosa y erguida planta de bonitas raíces blancas.

                La guerra desde siempre había existido con otras tribus. En la guerra se respetaba siempre a las mujeres y a los niños. La lucha se dirimía entre los guerreros jóvenes y se llevaba a cabo en las pálidas llanuras, a plena luz del día. La paz no tardaba en llegar; nadie estaba nunca interesado en prolongar demasiado la lucha.

                Sin embargo, hacía tiempo que los mayores hablaban de gentes armadas que venían de muy lejos, del otro lado del bosque y de las montañas, y que arrasaban los poblados aprovechando las noches sin luna. No distinguían entre viejos y niños;  a todos torturaban y asesinaban sin razón aparente. Se hacía extraña en la mente de Shasta una actitud así.

                Un día especialmente caluroso, mientras ella y otras muchachas recogían  flores rojas de la buena suerte, destinadas a la fiesta de la boda, próxima, de la hermana mayor de su amiga Aiyan, vieron a jinetes de piel clara y extrañas ropas acercarse al poblado. La mayoría de los hombres jóvenes había salido temprano para cazar y no tardarían en volver con la comida... Todo ocurrió muy rápido. Solo recordaba las voces, el humo y el olor acre a animal herido, a hierba húmeda y a inocencia sepultada en el barro...



                El bosque era un tapiz, un impresionante tapiz de verdes e innumerables hojas perennes de árboles que las señalaban desde el suelo. Junto a ella se encontraba su abuela Tallulah.  Ambas volaban a gran altura, rozando los extremos de sus alas, libres, felices, unidas para siempre...


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