La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de junio de 2015

Un tiempo distinto, por F. JAVIER FRANCO.



A mi abuelo Paco, por hacerme comprender lo necesaria que es la fantasía.



Siempre supe lo que ocurrió, pero nunca quise reconocerlo.
La casa del abuelo era antigua y rústica, en el casco viejo, unifamiliar, con huerto, de las de antes. Las viviendas actuales, por muchos metros que tengan, nunca podrán tener el sabor a casa, a casa casa, de las de antes, ¿qué misterio puede guardar un piso con doble acristalamiento, marcos de pvc, persianas de aluminio con mimetismo a madera y suelos de tarima? En aquel suelo de losas de cerámica, el tacto en verano era de frescor, ideal para jugar revolcado moviendo ejércitos de monigotes de plástico, para sentir el run-run de la mecedora del abuelo mientras observaba, impertérrito general, la batalla. Las estaciones del año se podían reconocer, sin necesidad alguna de otro sentido, más que por el oído, por la forma de chirriar los goznes y bisagras de puertas y ventanas, cuya madera parecía estar viva, inflándose y desinflándose en cronometraje directo a los partes meteorológicos que daba una radio enorme, encajada en un enorme arcón de madera tan oscura que, a lo lejos, podía pasar por negra. En una casa así era posible que sucediese algo que yo no podría admitir que fuese, porque, aun sin consciencia, ya pertenecía a otra época y otro mundo. Un mundo que, en blanco y negro, se introducía en las casas a través de un arcón aún más grande y que ponía rostro a las voces de los partes, que introducía en el salón de la casa de mis padres tanto el oeste americano, la emperatriz Cleopatra o las selvas del Pacífico con cocoteros cargados de soldados japoneses, como una niña rubia y preciosa cantándole a una tómbola, un pequeño santón de nombre Marcelino o los santos oficios del Jueves Santo.
Pero la casa del abuelo era distinta, era especial. Si pasabas la noche en ella podías escuchar los movimientos por los rincones y no, no eran chirridos de madera vieja adaptándose a la meteorología. Eran ruidos como de pasos de diminutos pies, que había que autoconvencerse de que eran ratones, aunque la pareja de gatos –gato y gata– que convivían con las  personas, prácticamente sin otra misión atribuida, eran fenomenales cumplidores de sus deberes, además de expertos y glotones cazadores. En mi moderno barrio de moles de madrigueras como avisperos no habían aparecidos, duendes, ni encantamientos, las almas en pena se llevaban su penar a otro lado de la ciudad, probablemente al barrio del abuelo, en el que, al calor de una estufa de leña, un brasero de cisco o las más modernas estufas de petróleo, en las charlas de vecinos pervivían aún, cómo siempre y por siempre habría de ser, porque el mundo allí siempre ha sido y será el mismo, con cielo, purgatorio e infierno, con religiosidad, magia y leyenda en un todo en uno, cómo siempre ha sido y cómo siempre –estaban convencidos– será. Por eso el callejón hubo épocas que tuvo su fantasma, que con tres misas tomaba definitivamente el transporte de ida sin vuelta, tuvo en las alcobas que daban a él sus ánimas que revolvían las sábanas si no se les rezaba cada noche, y tuvo sus duendes, pero unos duendes caseros, unidos a las viviendas, integrados como parte de ellas, o ellas parte de ellos. Allí, en aquel pueblo y en aquel callejón se les llamaba martinicos, vestían de rojo, eran pequeños como roedores caseros, protectores de la casa, más que de sus habitantes, y bastante traviesos. Eso dictaminaba la sabiduría popular, pero ya en mi generación, incluso en la de mi padre, se les había desterrado de la cotidianeidad y abismado al mundo de lo fantástico e imposible, porque a viviendas construidas con ladrillos fabricados en serie y traídos en camiones desde no se sabe dónde tampoco ellos hubiesen querido trasladarse.
Y mientras el casco antiguo se iba vaciando de niños, mientras los ancianos poco a poco iban rindiendo cumplida cuenta a la parca, los martinicos quedaban cada vez más solos y, de vez en vez, cada vez de modo más frecuente, iban siendo desalojados de sus habitáculos que se convertían en solares y luego en viviendas modernas, sin atractivo alguno para los de su género. Otras veces, las más, ya sin habitantes humanos, las casas se iban derruyendo por los zarpazos del mismo tiempo que antaño pensil mantenía activas las tradiciones, y entonces los duendes morían de pena, porque ellos también mueren, pueden morir de muchos modos, pero de entre todos el preeminente acaece cuando la memoria humana los deja caer en el desuso y la pena los sume en un sendero directo e inevitable a la desaparición.
Fue una noche de las que pasé en casa de mi abuelo, cuando haciendo alarde de valor me levanté a oscuras para indagar el origen de los pasitos por el pasillo, iba buscando ratones, o de eso quería convencerme, maldecía por dentro a los dos gatos sin nombre que sólo sabían gandulear y no cumplir con su oficio, aunque bien sabía yo que eran tenaces centinelas. Cuando tropecé y caí de bruces, fue cuando vi que el velador del pasillo no estaba donde debía estar, y el abuelo ¿para qué iba a mover aquel mueble al no que hacía ni caso? Entonces escuché tímida y nítidamente unas risas, unas risillas, más bien, no eran infantiles, no sé cómo definirlo, eran pequeñas. Seguí la ruta de éstas y sentía de qué modo algún ser las utilizaba para que lo siguiera, hasta que fui yo mismo el que quedó arrinconado en una esquina de  la sala y tenía frente a mí una criatura, un hombrecillo diminuto, vestido de rojo, con calzas, como Crispín el del Capitán Trueno, antes de que lo colorearan de amarillo, pero con un gorro puntiagudo de la misma tonada. No me hablaba, simplemente me miraba y se reía y me cortaba el paso hacia donde quisiera dirigirme, y yo, siendo un gigante ante él, sin embargo, quedaba totalmente paralizado cada vez que se anteponía ante mi paso de salida. Era evidente que jugaba conmigo, o quizá a cuenta mía, luego despertó el gato y apareció por la habitación, quizá buscando presa entre el ruido, pero al ver al martinico quedó quieto y sin maúllos, el duende lo miró, le guiñó un ojo y le marcó señal de silencio con el dedo ante el labio. Entonces me habló, me dijo que me conocía, que conocía de siempre a mi abuelo, que también en noches como aquella había jugado con él, pero que mi padre había sido renuente a caer seducido ante sus encantos, quizá porque en la edad propia había perdido la fantasía a fuerza de crecer entre miedo y sacrificio por las guerras de los mayores. Yo le pedí su nombre, sonrió, pero no me contestó, luego, tras una pausa, me señaló: “Mañana, si lo cuentas, todos te dirán que ha sido un sueño… Tu abuelo probablemente calle. Pero tu padre te dirá que fue un sueño, que te dejas llevar por los cuentos de vieja de las reuniones de los vecinos del abuelo. Tú te convencerás de que así ha sido, pero en lo hondo de tu interior siempre sabrás que viviste lo que estás viviendo…” Y me dejó con la palabra en la boca, haciéndome una finta, cuando era yo, esta vez, el que quiso, ya sin miedos, cortarle el paso. El gato me miró con el brillo primitivo de sus ojos nocturnos y soltando un minúsculo maullido, entre risilla y bostezo, se acurrucó en la mecedora del abuelo y quedó dormido.
Cuando desperté, por la mañana todo estaba en el sitio en que debía estar, no quedaban señales de la actividad nocturna, se lo conté al abuelo, que me sonrió, más que con los labios, con sus vivos ojos grises, que sin querer queriendo delataban un “si yo te contase”. Al final no se lo revelé a nadie más, y después, alguna que otra noche que pasé en casa de él, volví a encontrarme con el duende con el que intercambié juegos de niños y confidencias, como la que me hizo relatándome que, desde siempre, en sus actividades nocturnas aceleraba los trabajos del abuelo, aunque indefectiblemente al despertar todo quedaba en la recamara del recuerdo como sueño, un simple sueño infantil. Con el tiempo, para mí mismo, para mi conciencia, todo quedó reducido a una serie de agradables aventuras oníricas insertas en la fantasía del niño que se deja llevar por los cuentos de los ancianos, mas sin vislumbrarse tipo de realidad alguna.
Pasaron los años, el abuelo murió y la casa quedó abandonada, muriendo poco a poco como él, hasta que terminó siendo un amasijo a derrumbar para convertirlo en solar y que un edificio cargado de modernidad, de doble acristalamiento, marcos de pvc, persianas de aluminio con mimetismo a madera y suelos de tarima volviera a ocupar su sitio. Pero antes de que la excavadora iniciase la demolición definitiva de los restos, quise dar una vuelta por el lugar, recorrer el pasillo de la infancia, ver por última vez lo que quedaba de la sala. Y así, me adentré entre las ruinas, al momento fue como si me colocasen un visor de tiempo pasado y todo lo vi como siempre estuvo en mi niñez: los muebles, la radio, la mecedora, los dos gatos ronroneando, el abuelo sonriendo y construyendo cachivaches de madera para los nietos… Pero mi mirada intuitivamente, sin saber el porqué, se fue a un rinconcillo, a un trozo de cascarilla de la pared caído en un rincón del suelo, en el mismo rincón donde se produjo lo que yo siempre creí que debía creer que fue un sueño, y allí lo vi. Vi el montoncillo de polvo blanco del tamaño del martinico, conformando como el túmulo de tierra de una fosa y, junto a él, el diminuto gorrito rojo.
Entonces comprendí que siempre supe lo que ocurrió, pero nunca quise reconocerlo.
Saqué un kleenex del bolsillo del pantalón, recogí con mimo el polvillo, bajo él no había tumba, estaban los restos de la losa desgastada del suelo, tomé el gorrito con toda la parsimonia y el cuidado que pude, y, cerrando las puntas del pequeño sudario de papel, lo porté con mimo hasta el cementerio, luego con la solemnidad de quien cumple con rito sagrado fui introduciendo delicadamente el polvillo por entre las ranuras que dejaban las piezas de mármol en la tumba del abuelo, después busqué la junta de más amplio hueco y por ella introduje el gorrito.
Ambos debían permanecer juntos, porque en aquella tumba blanca era donde quedaban para mí los vestigios de un tiempo distinto, que ya, bajo el imperio de los universos cibernéticos, desgraciadamente, se fue.
Se fue. Aunque en mí no se irá mientras conserve esa parte de inocencia consciente, que aprendí de mi abuelo, y que tan empeñada está siempre la sociedad –y nosotros mismos– en querernos amputar.    



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