La casa del abuelo era antigua y
rústica, en el casco viejo, unifamiliar, con huerto, de las de antes. Las
viviendas actuales, por muchos metros que tengan, nunca podrán tener el sabor a
casa, a casa casa, de las de antes, ¿qué misterio puede guardar un piso con
doble acristalamiento, marcos de pvc, persianas de aluminio con mimetismo a
madera y suelos de tarima? En aquel suelo de losas de cerámica, el tacto en
verano era de frescor, ideal para jugar revolcado moviendo ejércitos de
monigotes de plástico, para sentir el run-run de la mecedora del abuelo
mientras observaba, impertérrito general, la batalla. Las estaciones del año se
podían reconocer, sin necesidad alguna de otro sentido, más que por el oído,
por la forma de chirriar los goznes y bisagras de puertas y ventanas, cuya
madera parecía estar viva, inflándose y desinflándose en cronometraje directo a
los partes meteorológicos que daba una radio enorme, encajada en un enorme
arcón de madera tan oscura que, a lo lejos, podía pasar por negra. En una casa
así era posible que sucediese algo que yo no podría admitir que fuese, porque,
aun sin consciencia, ya pertenecía a otra época y otro mundo. Un mundo que, en
blanco y negro, se introducía en las casas a través de un arcón aún más grande
y que ponía rostro a las voces de los partes, que introducía en el salón de la
casa de mis padres tanto el oeste americano, la emperatriz Cleopatra o las
selvas del Pacífico con cocoteros cargados de soldados japoneses, como una niña
rubia y preciosa cantándole a una tómbola, un pequeño santón de nombre
Marcelino o los santos oficios del Jueves Santo.
Pero la casa del abuelo era
distinta, era especial. Si pasabas la noche en ella podías escuchar los
movimientos por los rincones y no, no eran chirridos de madera vieja adaptándose
a la meteorología. Eran ruidos como de pasos de diminutos pies, que había que
autoconvencerse de que eran ratones, aunque la pareja de gatos –gato y gata–
que convivían con las personas, prácticamente sin otra misión atribuida,
eran fenomenales cumplidores de sus deberes, además de expertos y glotones
cazadores. En mi moderno barrio de moles de madrigueras como avisperos no
habían aparecidos, duendes, ni encantamientos, las almas en pena se llevaban su
penar a otro lado de la ciudad, probablemente al barrio del abuelo, en el que,
al calor de una estufa de leña, un brasero de cisco o las más modernas estufas
de petróleo, en las charlas de vecinos pervivían aún, cómo siempre y por
siempre habría de ser, porque el mundo allí siempre ha sido y será el mismo,
con cielo, purgatorio e infierno, con religiosidad, magia y leyenda en un todo
en uno, cómo siempre ha sido y cómo siempre –estaban convencidos– será. Por eso
el callejón hubo épocas que tuvo su fantasma, que con tres misas tomaba
definitivamente el transporte de ida sin vuelta, tuvo en las alcobas que daban
a él sus ánimas que revolvían las sábanas si no se les rezaba cada noche, y
tuvo sus duendes, pero unos duendes caseros, unidos a las viviendas, integrados
como parte de ellas, o ellas parte de ellos. Allí, en aquel pueblo y en aquel
callejón se les llamaba martinicos,
vestían de rojo, eran pequeños como roedores caseros, protectores de la casa,
más que de sus habitantes, y bastante traviesos. Eso dictaminaba la sabiduría
popular, pero ya en mi generación, incluso en la de mi padre, se les había
desterrado de la cotidianeidad y abismado al mundo de lo fantástico e
imposible, porque a viviendas construidas con ladrillos fabricados en serie y
traídos en camiones desde no se sabe dónde tampoco ellos hubiesen querido
trasladarse.
Y mientras el casco antiguo se iba
vaciando de niños, mientras los ancianos poco a poco iban rindiendo cumplida
cuenta a la parca, los martinicos quedaban cada vez más solos y, de vez en vez,
cada vez de modo más frecuente, iban siendo desalojados de sus habitáculos que
se convertían en solares y luego en viviendas modernas, sin atractivo alguno
para los de su género. Otras veces, las más, ya sin habitantes humanos, las
casas se iban derruyendo por los zarpazos del mismo tiempo que antaño pensil
mantenía activas las tradiciones, y entonces los duendes morían de pena, porque
ellos también mueren, pueden morir de muchos modos, pero de entre todos el
preeminente acaece cuando la memoria humana los deja caer en el desuso y la
pena los sume en un sendero directo e inevitable a la desaparición.
Fue una noche de las que pasé en
casa de mi abuelo, cuando haciendo alarde de valor me levanté a oscuras para
indagar el origen de los pasitos por el pasillo, iba buscando ratones, o de eso
quería convencerme, maldecía por dentro a los dos gatos sin nombre que sólo
sabían gandulear y no cumplir con su oficio, aunque bien sabía yo que eran
tenaces centinelas. Cuando tropecé y caí de bruces, fue cuando vi que el
velador del pasillo no estaba donde debía estar, y el abuelo ¿para qué iba a
mover aquel mueble al no que hacía ni caso? Entonces escuché tímida y
nítidamente unas risas, unas risillas, más bien, no eran infantiles, no sé cómo
definirlo, eran pequeñas. Seguí la ruta de éstas y sentía de qué modo algún ser
las utilizaba para que lo siguiera, hasta que fui yo mismo el que quedó
arrinconado en una esquina de la sala y tenía frente a mí una criatura,
un hombrecillo diminuto, vestido de rojo, con calzas, como Crispín el del
Capitán Trueno, antes de que lo colorearan de amarillo, pero con un gorro
puntiagudo de la misma tonada. No me hablaba, simplemente me miraba y se reía y
me cortaba el paso hacia donde quisiera dirigirme, y yo, siendo un gigante ante
él, sin embargo, quedaba totalmente paralizado cada vez que se anteponía ante
mi paso de salida. Era evidente que jugaba conmigo, o quizá a cuenta mía, luego
despertó el gato y apareció por la habitación, quizá buscando presa entre el
ruido, pero al ver al martinico quedó quieto y sin maúllos, el duende lo miró,
le guiñó un ojo y le marcó señal de silencio con el dedo ante el labio.
Entonces me habló, me dijo que me conocía, que conocía de siempre a mi abuelo,
que también en noches como aquella había jugado con él, pero que mi padre había
sido renuente a caer seducido ante sus encantos, quizá porque en la edad propia
había perdido la fantasía a fuerza de crecer entre miedo y sacrificio por las
guerras de los mayores. Yo le pedí su nombre, sonrió, pero no me contestó,
luego, tras una pausa, me señaló: “Mañana, si lo cuentas, todos te dirán que ha
sido un sueño… Tu abuelo probablemente calle. Pero tu padre te dirá que fue un
sueño, que te dejas llevar por los cuentos de vieja de las reuniones de los
vecinos del abuelo. Tú te convencerás de que así ha sido, pero en lo hondo de
tu interior siempre sabrás que viviste lo que estás viviendo…” Y me dejó con la
palabra en la boca, haciéndome una finta, cuando era yo, esta vez, el que
quiso, ya sin miedos, cortarle el paso. El gato me miró con el brillo primitivo
de sus ojos nocturnos y soltando un minúsculo maullido, entre risilla y
bostezo, se acurrucó en la mecedora del abuelo y quedó dormido.
Cuando
desperté, por la mañana todo estaba en el sitio en que debía estar, no quedaban
señales de la actividad nocturna, se lo conté al abuelo, que me sonrió, más que
con los labios, con sus vivos ojos grises, que sin querer queriendo delataban
un “si yo te contase”. Al final no se lo revelé a nadie más, y después, alguna
que otra noche que pasé en casa de él, volví a encontrarme con el duende con el
que intercambié juegos de niños y confidencias, como la que me hizo relatándome
que, desde siempre, en sus actividades nocturnas aceleraba los trabajos del
abuelo, aunque indefectiblemente al despertar todo quedaba en la recamara del
recuerdo como sueño, un simple sueño infantil. Con el tiempo, para mí mismo,
para mi conciencia, todo quedó reducido a una serie de agradables aventuras
oníricas insertas en la fantasía del niño que se deja llevar por los cuentos de
los ancianos, mas sin vislumbrarse tipo de realidad alguna.
Pasaron los años, el abuelo murió y
la casa quedó abandonada, muriendo poco a poco como él, hasta que terminó
siendo un amasijo a derrumbar para convertirlo en solar y que un edificio
cargado de modernidad, de doble acristalamiento, marcos de pvc, persianas de
aluminio con mimetismo a madera y suelos de tarima volviera a ocupar su sitio.
Pero antes de que la excavadora iniciase la demolición definitiva de los
restos, quise dar una vuelta por el lugar, recorrer el pasillo de la infancia,
ver por última vez lo que quedaba de la sala. Y así, me adentré entre las
ruinas, al momento fue como si me colocasen un visor de tiempo pasado y todo lo
vi como siempre estuvo en mi niñez: los muebles, la radio, la mecedora, los dos
gatos ronroneando, el abuelo sonriendo y construyendo cachivaches de madera
para los nietos… Pero mi mirada intuitivamente, sin saber el porqué, se fue a
un rinconcillo, a un trozo de cascarilla de la pared caído en un rincón del
suelo, en el mismo rincón donde se produjo lo que yo siempre creí que debía
creer que fue un sueño, y allí lo vi. Vi el montoncillo de polvo blanco del
tamaño del martinico, conformando como el túmulo de tierra de una fosa y, junto
a él, el diminuto gorrito rojo.
Saqué un kleenex del bolsillo del
pantalón, recogí con mimo el polvillo, bajo él no había tumba, estaban los
restos de la losa desgastada del suelo, tomé el gorrito con toda la parsimonia
y el cuidado que pude, y, cerrando las puntas del pequeño sudario de papel, lo
porté con mimo hasta el cementerio, luego con la solemnidad de quien cumple con
rito sagrado fui introduciendo delicadamente el polvillo por entre las ranuras
que dejaban las piezas de mármol en la tumba del abuelo, después busqué la
junta de más amplio hueco y por ella introduje el gorrito.
Ambos debían permanecer juntos, porque en aquella tumba blanca era donde quedaban para mí los vestigios de un tiempo distinto, que ya, bajo el imperio de los universos cibernéticos, desgraciadamente, se fue.
Ambos debían permanecer juntos, porque en aquella tumba blanca era donde quedaban para mí los vestigios de un tiempo distinto, que ya, bajo el imperio de los universos cibernéticos, desgraciadamente, se fue.
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