“El niño
que no juega no es niño,
pero el hombre que no juega perdió para
siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta”, Pablo Neruda.
Recuerdo el jardín de casa como el
refugio de mi infancia. Cada vez que me mandaban callar, cada vez que me
gritaban, cosa que ocurría muy a menudo, cada vez que me pegaban, yo, Violeta,
ahogaba mis lágrimas en el único baño de la casa que tenía pestillo. Allí me
sentía segura, nadie podía entrar y así fue como comencé a construir un mundo
mágico a la edad de seis años, que me hacía sonreír y soñar. Así fue como
Violeta se convertía en hada, en princesa, en la adorada de los duendes, que,
con su varita mágica los hacía bailar para ella, los protegía y los amaba, pues
eran la única familia que tenía.
Luego, más tranquila, cuando
escuchaba el silencio y la tormenta de los gritos había amainado, descorría el
pestillo y, sin hacer ruido, bajaba por la puerta trasera al césped de la
piscina y allí me pasaba horas y horas, buscando tréboles de cuatro hojas para
pedir mis deseos: ser mayor, poder defenderme, irme muy lejos de allí a un
paraíso inventado donde nadie me tratara mal. Encontré tres y aún los conservo y
aunque todavía no se han cumplido del todo mis deseos, si lo han hecho en gran
parte y espero con la ilusión de mi carita de seis años y mis apretadas
coletas, que lleguen pronto.
Allí, tumbada, sentía la tierra
húmeda, el olor a hierba, las pequeñas flores que adornaban los tréboles y me
quedaba muy quieta, sobre todo a oscurecido, cuando ya no había luz, cuando la
luna crecía, cuando nadie me echaba en falta porque a nadie le importaba que no
cenara. Sabían que no andaba lejos pues mi miedo era tan grande que no me iba a
escapar, ya me lo habían explicado: si lo hacía, me pegarían hasta hacerme
sangrar y me mandarían a un colegio interna del que no saldría nunca.
Lo que no sabían mis verdugos era
que allí, sola, abrigada por una vieja colcha de colores que encontré un día y
que perteneció a una tía abuela mía, cuyo parecido físico conmigo era más que
evidente y que amó tanto la literatura y la fantasía como yo misma, no sentía
el dolor de los golpes ni la rabia y la tristeza, allí era muy feliz porque tenía
un secreto que nadie podía descubrir. Cubrirme con ella era como tenerla cerca,
pues no llegué a conocerla, pero aún conservo un frasco vacío de su perfume
favorito y su paraguas cuyo mango es la cabeza de un hermoso cisne de nácar.
Fueron muchas las noches de mi
infancia que monté mi puesto de guardia allí, arropada por la manta de la tía
Concha, calladita para escuchar y ver ese mundo mágico, que resultó ser verdad.
Una de esas noches, casi me estaba
quedando dormida cuando alguien susurró mi nombre en mi oído, muy bajito y como
cantado. Pensé que estaba soñando pero abrí los ojos y vi muchas pequeñas
lucecitas entre los tréboles. Mi incorporé con suavidad y recosté mi espalda
contra el tronco del inmenso peral que daba sombra a la piscina. Poco a poco,
las lucecitas se hicieron más tenues y en su lugar aparecieron pequeñas hadas,
de lindos colores, con sus alas de mariposa. Yo miraba a mi alrededor y no
sabría decir cuántas había. Por fin se atrevieron a mostrarse, por fin las
estaba viendo; el viento susurraba suavemente y me arrebujé más en mi manta
mágica para no sentir frío. Las hadas eran seres muy hermosos. Parecían hechas
sus vestiduras con gotas de un océano virgen, con la luz de las estrellas, con
colores inventados. Y se fueron acercando, cuando hicieron un círculo alrededor
mío, y la luz de sus alas se tornó más intensa, comenzaron a cantar:
“Violeta es
muy bonita,
Violeta es
buena y sensible,
Violeta es
nuestra reina,
Violeta no
está sola,
Violeta
eres tú…”
Lo repetían como una letanía pero
cada vez su canto era diferente, arpegios que cambiaban, voces suaves y
melodiosas que semejaba unas veces el sonido del mar, otras el del eco de una
caracola, otras una nana de miles de madres amorosas. Mientras cantaban revoloteaban
a mi alrededor, se posaban en mi cabello, acariciaban mis manos.
-
Violeta,
cariño, despierta, es tarde y te reñirán- era mi nanny – ya te he planchado el
uniforme y te he dado brillo a los zapatos, anda mi niña, corre a asearte
mientras yo recojo tu cuarto o volverán a pegarte.
Abrí los ojos medio adormilada,
Gertru, que llevaba 10 años trabajando en casa, a las órdenes de mi autoritaria
madre, era la única que se ocupaba de aquella niña no querida. ¿Había sido un
sueño?¿Cómo llegué a la cama? Me dirigí al cuarto de baño para lavarme los
dientes, la cara y peinarme y, al pasar el cepillo por mi melenita para quitar
los enredos y que Gertru me pudiera hacer las coletas, algo me llamó la
atención: cada vez que me cepillaba caían como gotas de rocío, pequeñas
piedras, casi diminutas, brillantes, de muchos colores. Me apresuré a
recogerlas todas, a meterlas en una bolsita de terciopelo y terminé de
arreglarme para ir al colegio. Me llevé el paquetito conmigo, escondido bajo el
suéter y cuando nadie me veía lo abría y sentía en mi rostro los destellos de
aquellos guigarritos preciosos. No veía el momento de que llegara la noche para
volver a mi lugar fantástico y ver si de nuevo se producía el extraordinario
prodigio.
Aquella noche llovió y no me dejaron
salir. Con pena me acosté y no podía conciliar el sueño, sólo pensaba en
aquellas diminutas criaturas que me cantaban y al recordar la balada me sentía
muy, muy feliz. Entonces fue cuando sentí que algo o alguien brincaba en mi
cama, sobre mí haciéndome cosquillas. Volví a incorporarme como la noche
anterior y lo vi. Era un duende, con sus orejas puntiagudas, sus botas de
terciopelo, con su incesante parloteo que yo no entendía porque era un idioma
desconocido para mí.
-
No
te entiendo, ¿qué dices?¿qué quieres?, le pregunté.
Nunca he tenido miedo de esa otra
vida que existe a nuestro alrededor y no podemos ver, a quien yo tenía miedo
era a los vivos…
-
Vak…gringotts…trzoer…
-
No
puedo entenderte, dije con angustia…
Entonces saltó hasta mi hombro
derecho y muy despacio me habló de nuevo. Esta vez sí pude alcanzar algunas
palabras: dolor, refugio, tesoro… El duendecillo siguió hablando y
milagrosamente cada vez entendía más y más. Había venido a buscarme para
aliviar mi dolor, quería llevarme con él ante la Diosa Ayné. Ella tenía algo
importante que decirme y mi duende saltarín me previno para que llevara conmigo
las piedras preciosas que habían caído de mi pelo.
-
Pero,
¿cómo vamos a ir?, le pregunté.
Su sonrisa era tan pícara que tuve
que taparme la boca para que no escucharan mi risa.
-
Dame
la mano Violeta y cierra los ojos.
Así lo hice y como el tiempo no es
como el nuestro en el mundo de las hadas, los duendes, los trasgos, la magia…
casi sin darme cuenta ya estaba en un hermoso palacio plagado por las hadas que
vi la noche anterior y que cantaban sin cesar mi canción. Al fondo, entre
cojines y mantas de seda estaba ella, la Diosa Ayné. Mi pequeño gnomo se soltó
de mi mano, me miré, ya no vestía el pijama ajado que ya me estaba pequeño sino
un suave camisón blanco adornado con los más bellos bordados y las babuchas a
juego. Mi cabello estaba suelto, brillaba y yo me sentí la niña más hermosa del
mundo. Con cautela me acerqué a la Diosa, pero me quedé parada a tres metros de
ella. No sabía cómo dirigirme a aquella hermosa dama que sólo emanaba bondad.
-
Ven
Violeta, no tengas miedo, siéntate a mi lado.
Así lo hice y ella colocó sobre mi
cabeza la linda corona de flores que la adornaba.
-
¿Sabes
por qué te he mandado venir Violeta?
-
No,
no lo sé.
Sonrió
y me cogió entre sus brazos.
-
Vas
a escucharme Violeta, con mucha atención y las palabras que te diga no las
olvidaras nunca. Ya sabes que cuando los niños crecen dejan de vernos, un
adulto no puede ver hadas, ni encontrar tréboles de cuatro hojas, ni hablar con
los duendes. Pero yo te voy a conceder la gracia de que tú si nos sigas viendo.
Y debes retener en tu memoria para siempre lo que te digo ahora: “Violeta, eres
muy especial, no sientas rencor contra los que te hacen daño, la vida va a
traerte muchas cosas buenas pero para ello no debes olvidar nunca que los
milagros ocurren, que la magia existe, que no es otra cosa que el amor. Que
ningún grito, ni ninguna agresión borren la bondad de tu corazón. No cambies nunca
Violeta o dejarás de vernos. Sigue soñando porque tus sueños son tu futuro, muy
bello, que nosotros hemos tejido para ti. Y cada vez que estés triste recuerda
tu canción, ella te hará sonreír”.
-
Le
prometo Majestad que así lo haré, mis ojos lloraban de emoción y mi corazón
sabía que así sería que no dejaría nunca de tener fe en lo invisible.
-
Mamá,
mami, mamita, qué bonito cuento, nunca me lo habías contado. ¿Eres tú esa
Violeta?
-
Si
mi amor, si mi Violeta, soy yo. Y eres tú. Tú también los verás y sentirás su
magia – Miré hacia el cabecero de la camita de mi niña querida y ahí estaba
colgando de un extremo la guirnalda de la Diosa Ayné, mi niña llevaba puesto el
camisón bordado de aquella noche maravillosa en que supe que la magia está
dentro de nosotros y que nada ni nadie nos la puede arrebatar.
Entonces,
le mostré a mi Violeta el magnífico collar que mandé hacer con las piedras
preciosas que todavía atesoraba.
-
Mira,
hijita, es para ti, para cuando seas mayor. Para que cuando tengas una niñita
tan bella como tú se lo regales como yo te lo regalo a ti.
-
Gracias
mami – sus ojitos brillaban mientras se lo ponía - ¿puedo dormir con él?
-
Claro
que si Violeta.
-
¿Y
me cantas mi canción?
-
Por
supuesto, mi cielo.
“Violeta es
muy bonita,
Violeta es
buena y sensible,
Violeta es
nuestra reina,
Violeta no
está sola,
Violeta
eres tú…”
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