La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de junio de 2015

La canción de Violeta, por MERCHE HAYDÉE MARÍN TORICES



“El niño que no juega no es niño,
 pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta”, Pablo Neruda.


Recuerdo el jardín de casa como el refugio de mi infancia. Cada vez que me mandaban callar, cada vez que me gritaban, cosa que ocurría muy a menudo, cada vez que me pegaban, yo, Violeta, ahogaba mis lágrimas en el único baño de la casa que tenía pestillo. Allí me sentía segura, nadie podía entrar y así fue como comencé a construir un mundo mágico a la edad de seis años, que me hacía sonreír y soñar. Así fue como Violeta se convertía en hada, en princesa, en la adorada de los duendes, que, con su varita mágica los hacía bailar para ella, los protegía y los amaba, pues eran la única familia que tenía.

Luego, más tranquila, cuando escuchaba el silencio y la tormenta de los gritos había amainado, descorría el pestillo y, sin hacer ruido, bajaba por la puerta trasera al césped de la piscina y allí me pasaba horas y horas, buscando tréboles de cuatro hojas para pedir mis deseos: ser mayor, poder defenderme, irme muy lejos de allí a un paraíso inventado donde nadie me tratara mal. Encontré tres y aún los conservo y aunque todavía no se han cumplido del todo mis deseos, si lo han hecho en gran parte y espero con la ilusión de mi carita de seis años y mis apretadas coletas, que lleguen pronto.
Allí, tumbada, sentía la tierra húmeda, el olor a hierba, las pequeñas flores que adornaban los tréboles y me quedaba muy quieta, sobre todo a oscurecido, cuando ya no había luz, cuando la luna crecía, cuando nadie me echaba en falta porque a nadie le importaba que no cenara. Sabían que no andaba lejos pues mi miedo era tan grande que no me iba a escapar, ya me lo habían explicado: si lo hacía, me pegarían hasta hacerme sangrar y me mandarían a un colegio interna del que no saldría nunca.

Lo que no sabían mis verdugos era que allí, sola, abrigada por una vieja colcha de colores que encontré un día y que perteneció a una tía abuela mía, cuyo parecido físico conmigo era más que evidente y que amó tanto la literatura y la fantasía como yo misma, no sentía el dolor de los golpes ni la rabia y la tristeza, allí era muy feliz porque tenía un secreto que nadie podía descubrir. Cubrirme con ella era como tenerla cerca, pues no llegué a conocerla, pero aún conservo un frasco vacío de su perfume favorito y su paraguas cuyo mango es la cabeza de un hermoso cisne de nácar.

Fueron muchas las noches de mi infancia que monté mi puesto de guardia allí, arropada por la manta de la tía Concha, calladita para escuchar y ver ese mundo mágico, que resultó ser verdad.

Una de esas noches, casi me estaba quedando dormida cuando alguien susurró mi nombre en mi oído, muy bajito y como cantado. Pensé que estaba soñando pero abrí los ojos y vi muchas pequeñas lucecitas entre los tréboles. Mi incorporé con suavidad y recosté mi espalda contra el tronco del inmenso peral que daba sombra a la piscina. Poco a poco, las lucecitas se hicieron más tenues y en su lugar aparecieron pequeñas hadas, de lindos colores, con sus alas de mariposa. Yo miraba a mi alrededor y no sabría decir cuántas había. Por fin se atrevieron a mostrarse, por fin las estaba viendo; el viento susurraba suavemente y me arrebujé más en mi manta mágica para no sentir frío. Las hadas eran seres muy hermosos. Parecían hechas sus vestiduras con gotas de un océano virgen, con la luz de las estrellas, con colores inventados. Y se fueron acercando, cuando hicieron un círculo alrededor mío, y la luz de sus alas se tornó más intensa, comenzaron a cantar:

“Violeta es muy bonita,
Violeta es buena y sensible,
Violeta es nuestra reina,
Violeta no está sola,
Violeta eres tú…”

Lo repetían como una letanía pero cada vez su canto era diferente, arpegios que cambiaban, voces suaves y melodiosas que semejaba unas veces el sonido del mar, otras el del eco de una caracola, otras una nana de miles de madres amorosas. Mientras cantaban revoloteaban a mi alrededor, se posaban en mi cabello, acariciaban mis manos.

-          Violeta, cariño, despierta, es tarde y te reñirán- era mi nanny – ya te he planchado el uniforme y te he dado brillo a los zapatos, anda mi niña, corre a asearte mientras yo recojo tu cuarto o volverán a pegarte.

Abrí los ojos medio adormilada, Gertru, que llevaba 10 años trabajando en casa, a las órdenes de mi autoritaria madre, era la única que se ocupaba de aquella niña no querida. ¿Había sido un sueño?¿Cómo llegué a la cama? Me dirigí al cuarto de baño para lavarme los dientes, la cara y peinarme y, al pasar el cepillo por mi melenita para quitar los enredos y que Gertru me pudiera hacer las coletas, algo me llamó la atención: cada vez que me cepillaba caían como gotas de rocío, pequeñas piedras, casi diminutas, brillantes, de muchos colores. Me apresuré a recogerlas todas, a meterlas en una bolsita de terciopelo y terminé de arreglarme para ir al colegio. Me llevé el paquetito conmigo, escondido bajo el suéter y cuando nadie me veía lo abría y sentía en mi rostro los destellos de aquellos guigarritos preciosos. No veía el momento de que llegara la noche para volver a mi lugar fantástico y ver si de nuevo se producía el extraordinario prodigio.

Aquella noche llovió y no me dejaron salir. Con pena me acosté y no podía conciliar el sueño, sólo pensaba en aquellas diminutas criaturas que me cantaban y al recordar la balada me sentía muy, muy feliz. Entonces fue cuando sentí que algo o alguien brincaba en mi cama, sobre mí haciéndome cosquillas. Volví a incorporarme como la noche anterior y lo vi. Era un duende, con sus orejas puntiagudas, sus botas de terciopelo, con su incesante parloteo que yo no entendía porque era un idioma desconocido para mí.

-          No te entiendo, ¿qué dices?¿qué quieres?, le pregunté.

Nunca he tenido miedo de esa otra vida que existe a nuestro alrededor y no podemos ver, a quien yo tenía miedo era a los vivos…

-          Vak…gringotts…trzoer…

-          No puedo entenderte, dije con angustia…

Entonces saltó hasta mi hombro derecho y muy despacio me habló de nuevo. Esta vez sí pude alcanzar algunas palabras: dolor, refugio, tesoro… El duendecillo siguió hablando y milagrosamente cada vez entendía más y más. Había venido a buscarme para aliviar mi dolor, quería llevarme con él ante la Diosa Ayné. Ella tenía algo importante que decirme y mi duende saltarín me previno para que llevara conmigo las piedras preciosas que habían caído de mi pelo.

-          Pero, ¿cómo vamos a ir?, le pregunté.

Su sonrisa era tan pícara que tuve que taparme la boca para que no escucharan mi risa.

-          Dame la mano Violeta y cierra los ojos.

Así lo hice y como el tiempo no es como el nuestro en el mundo de las hadas, los duendes, los trasgos, la magia… casi sin darme cuenta ya estaba en un hermoso palacio plagado por las hadas que vi la noche anterior y que cantaban sin cesar mi canción. Al fondo, entre cojines y mantas de seda estaba ella, la Diosa Ayné. Mi pequeño gnomo se soltó de mi mano, me miré, ya no vestía el pijama ajado que ya me estaba pequeño sino un suave camisón blanco adornado con los más bellos bordados y las babuchas a juego. Mi cabello estaba suelto, brillaba y yo me sentí la niña más hermosa del mundo. Con cautela me acerqué a la Diosa, pero me quedé parada a tres metros de ella. No sabía cómo dirigirme a aquella hermosa dama que sólo emanaba bondad.

-          Ven Violeta, no tengas miedo, siéntate a mi lado.

Así lo hice y ella colocó sobre mi cabeza la linda corona de flores que la adornaba.

-          ¿Sabes por qué te he mandado venir Violeta?
-          No, no lo sé.

Sonrió y me cogió entre sus brazos.

-          Vas a escucharme Violeta, con mucha atención y las palabras que te diga no las olvidaras nunca. Ya sabes que cuando los niños crecen dejan de vernos, un adulto no puede ver hadas, ni encontrar tréboles de cuatro hojas, ni hablar con los duendes. Pero yo te voy a conceder la gracia de que tú si nos sigas viendo. Y debes retener en tu memoria para siempre lo que te digo ahora: “Violeta, eres muy especial, no sientas rencor contra los que te hacen daño, la vida va a traerte muchas cosas buenas pero para ello no debes olvidar nunca que los milagros ocurren, que la magia existe, que no es otra cosa que el amor. Que ningún grito, ni ninguna agresión borren la bondad de tu corazón. No cambies nunca Violeta o dejarás de vernos. Sigue soñando porque tus sueños son tu futuro, muy bello, que nosotros hemos tejido para ti. Y cada vez que estés triste recuerda tu canción, ella te hará sonreír”.

-          Le prometo Majestad que así lo haré, mis ojos lloraban de emoción y mi corazón sabía que así sería que no dejaría nunca de tener fe en lo invisible.



-          Mamá, mami, mamita, qué bonito cuento, nunca me lo habías contado. ¿Eres tú esa Violeta?

-          Si mi amor, si mi Violeta, soy yo. Y eres tú. Tú también los verás y sentirás su magia – Miré hacia el cabecero de la camita de mi niña querida y ahí estaba colgando de un extremo la guirnalda de la Diosa Ayné, mi niña llevaba puesto el camisón bordado de aquella noche maravillosa en que supe que la magia está dentro de nosotros y que nada ni nadie nos la puede arrebatar.

Entonces, le mostré a mi Violeta el magnífico collar que mandé hacer con las piedras preciosas que todavía atesoraba.

-          Mira, hijita, es para ti, para cuando seas mayor. Para que cuando tengas una niñita tan bella como tú se lo regales como yo te lo regalo a ti.

-          Gracias mami – sus ojitos brillaban mientras se lo ponía - ¿puedo dormir con él?

-          Claro que si Violeta.

-          ¿Y me cantas mi canción?

-          Por supuesto, mi cielo.

“Violeta es muy bonita,
Violeta es buena y sensible,
Violeta es nuestra reina,
Violeta no está sola,
Violeta eres tú…”




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