La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 14 de marzo de 2014

Memorare, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ



Las luces del vehículo apenas iluminaban las líneas que delimitaban las cerradas curvas que recortaban la ladera de la montaña, mientras, de tanto en tanto, el fogonazo de un relámpago permitía ver en la oscuridad de la noche la silueta de la serranía adyacente al valle. El golpeteo insistente de la lluvia sobre la carrocería apenas era percibido en el interior del habitáculo, donde la música de jazz inundaba el espacio de notas policromadas y cadenciosas. Sólo el estruendo de un trueno hizo que el conductor levantara la cabeza del documento que inspeccionaba en ese momento. En realidad, no podía decirse con propiedad que era “el conductor”, pues ni sus manos rozaban el volante ni su mirada estaba pendiente de los virajes que el coche hacía a derecha e izquierda. Se trataba de un automóvil dotado con la última tecnología en navegación y comunicaciones, a la cual su propietario había contribuido decisivamente en su desarrollo en los últimos años. Muy atrás quedaba ya aquel día que perdió el control y se salió de la carretera, con resultados nefastos para el resto de su vida. Desde entonces consagró sus conocimientos, y también su fortuna, para implementar sistemas automatizados de conducción. Ahora, diez años después, podía estar orgulloso de su  contribución a la disminución de la siniestralidad en la carretera.
Un zumbido le sacó de sus pensamientos, y al momento el parabrisas se tiñó de azul marino sobre el que se dibujó la cara de su amigo y colega Martín.
― George, viejo zorro. ¿Qué tal estás? ― le preguntó en tono amistoso mientras esbozaba una sonrisa algo forzada.
A George no le gustaba que le molestasen mientras se dirigía a casa. Todo el mundo en su empresa lo sabía, y si Martín se había aventurado a llamarle debía ser por algo importante. Aún así, no pudo disimular su estado de ánimo, llevaba todo el día de reunión en reunión y sólo quería descansar.
― Hola, Martin ― dijo displicente. ― Escupe lo que sea que tengas que decirme.
Martín comprendió enseguida que había metido la pata. El asunto bien podía esperar a mañana, así que trató de disculparse.
― Bueno, George, en realidad sólo quería recordarte nuestra cita de mañana con  Autonav Systems. Ya sabes lo que nos jugamos en esta reunión...
― Nadie mejor que yo lo sabe, Martín ― le contestó sin contemplaciones. ― No te preocupes, llevo preparando la reunión todo el día, y tengo todos los cabos bien atados. Ahora discúlpame, estoy llegando a casa ―. La videollamada se cortó de forma abrupta y sin despedida.
Por fin el auto atravesó la verja y dejó al viajero en la misma puerta del porche de aquella casa de cristal y hormigón perfectamente integrada en el monte. Seguía lloviendo a cántaros pero sus zapatos llegaron secos a la puerta de casa, que se abrió al momento sin necesidad de llave alguna. Una voz amable le recibió, la única que conseguía calmar sus ánimos después de tan ajetreado día.
― Hola, George, otra jornada agotadora, ¿verdad?. Deberías trabajar menos ― le sugirió con tono edulcorado.
― Hola, Mildred ― respondió. ― Siento llegar tan tarde, una vez más... ― dijo resignado. ―¿Qué tal por casa? ― preguntó.
― Bien, bueno, ya sabes, siempre hay cosas que hacer ― dijo Mildred sin emoción ninguna. ― Me he tomado la libertad de avisar al jardinero. Ese seto había crecido demasiado e impedía ver el valle desde el dormitorio.
― Siempre pendiente de todos los detalles. No sé que haría sin ti ― contestó en tono algo más distendido. La verdad es que estaba deseando volver a casa. Sus conversaciones con Mildred eran casi lo único que conseguían rebajar la tensión diaria.
― Sabes, también había pensado que, ya que tiene que venir el pintor a quitar la mancha de humedad de tu despacho, podríamos cambiar el color de las paredes y pintarlas de un tono ocre que me encanta. Seguro que te sentirás más relajado e inspirado con el cambio. ¿Qué te parece, George?.
No podía negarle nada a Mildred. Simplemente asintió con la cabeza y guiñó un ojo con complicidad. En ese momento, se oyó el eco de la tormenta, y de forma casi imperceptible, las luces de la casa parpadearon.
― Hoy hablé con mamá ― dijo George mientras se quitaba los zapatos.
― George, no vayas descalzo por la casa, sabes que puedes enfriarte. Espera, subiré un poco la calefacción ―. Y al instante la casa comenzó a caldearse.
Ajeno a la respuesta, él prosiguió la frase.
― La encontré algo decaída, así que le dije que viniese el próximo sábado a comer. No te importa, ¿verdad? ― inquirió. Por un momento se hizo un incómodo silencio.
― Claro que no ― contestó Mildred. ― ¿Te parece bien consomé y pavo asado?.
― Ya conoces los gustos de mi madre― replicó. ― Le chifla el pavo asado.
― Y tú también sabes que no le gusta nada esta relación que mantenemos― dijo Mildred con aire de disconformidad.
George se quedó pensativo por un momento. Por su cabeza pasaron los sufrimientos padecidos tras el accidente, las múltiples operaciones, la dolorosa recuperación. Las cicatrices todavía eran visibles en su cabeza. Pero salió adelante. Se volcó en su trabajo y no sin muchas dificultades, por fin pudo materializar aquello que tanto anhelaba. Y la soledad quedó atrás, y por fin Mildred volvió a su vida.
― Ya sabes que mamá está chapada a la antigua, hay cosas que nunca entendería por más que trate de explicarle ― dijo mientras se acercaba cojeando a la cocina, abría el frigorífico y sacaba lo necesario para preparar un bocadillo.
― Lo entiendo, no te preocupes, me mantendré en un discreto segundo plano ― replicó Mildred con cierta aspereza.
De nuevo la tormenta hizo acto de presencia en la conversación, rasgándola con el estampido de un rayo tocando tierra no muy lejos de allí.
― Creo que te vendría bien un baño bien caliente. Te lo voy preparando ― dijo Mildred tratando de quitar tensión al asunto.
Mientras tanto, George deambulaba por el salón, buscando un polvoriento disco que finalmente colocó en un viejo gramófono, herencia de su padre, al que puso en marcha girando repetidas veces la manivela. Al momento, mientras la aguja recorría la finita espiral, las notas de una vieja melodía, “Stormy weather”, recorrían las estancias.
― Me encanta como suena ese aparato. Cuando lo pones en marcha me trae gratos recuerdos, en especial esta canción, tan apropiada para una noche como ésta― manifestó Mildred mientras canturreaba la canción.
―¿Te trae recuerdos, dices? ― inquirió George con cierto entusiasmo ante tan inspirada locución.
― Sí, de otros lugares, viajes, ese destartalado coche de tu padre que tanto te gustaba conducir...
Hasta ese momento, George no fue consciente de cuan sutil y profundo había llegado a ser en su trabajo, de cómo la gran cantidad de videos y grabaciones, unidos a su ingenio en materia de programación, le habían permitido obtener resultados tan espectaculares. Y se sorprendió aún más, si cabe, al escuchar la siguiente disertación de Mildred.
― George, quería preguntarte algo. Hace tiempo que no me hablas de esa chica, Susan, ¿no?. Sí, Susan. No parabas de contarme cosas de ella, casi diría que la conozco a través de lo que me has contado. Pero de un tiempo a esta parte...
― Si lo que quieres saber es si he vuelto a verla, la respuesta es sí, la semana pasada  estuvimos comiendo juntos.
― Esta bien, George, no quería molestarte con mis preguntas― señaló Mildred ― sólo me extrañaba tu silencio sobre este asunto. Por un momento llegué a pensar que esa chica te gustaba.
Y así era. Susan fue la primera persona que vio algo más que una profunda cicatriz en la cara de George. Su talante alegre, su sinceridad, la nula importancia que le daba a los años que les separaban, habían hecho albergar en él alguna esperanza. Pero claro, estaba también Mildred, no podía defraudarla, apartarla de su vida de un plumazo. Pero una idea le rondaba la cabeza hacía tiempo.
― Escucha, Mildred, me resulta muy difícil...
La frase quedó interrumpida por el fragor de un trueno. Esta vez la tormenta eléctrica hizo que la casa se quedara a oscuras durante unos segundos, y las notas musicales que procedían de la bocina del gramófono, unidas a la incesante lluvia, eran los únicos sonidos perceptibles.
Transcurrida esta breve interrupción del fluido eléctrico, la iluminación volvió a la casa. Por primera vez en mucho tiempo, George se dio cuenta de que estaba totalmente sólo en aquel lugar, era un náufrago tratando de agarrarse a una tabla de salvación, a una seguridad artificial creada por él mismo. Recapacitando acerca de la conversación que había mantenido con Mildred hacía apenas un instante, se dirigió hacia el sótano. Bajó los peldaños con cautela, mientras una extraña mezcla de sensaciones percutían en sus sienes. El sentimiento de culpa, por un lado, y la angustiosa sensación de vacío que había sentido durante años, por otro, se peleaban en sus entrañas.
Con la única llave que existía en toda la casa, accedió al cuarto de servidores. Algo imprevisto había fallado en el sistema eléctrico de emergencia, tendría que revisarlo mañana. Levantó el magnetotérmico que la tormenta había tumbado y la luz piloto empezó a parpadear. En diez segundos se volvería a activar el sistema operativo. Durante años se había aferrado a una serie de recuerdos minuciosamente reconstruidos, y la decisión que estaba a punto de tomar no era fácil, pero tenía que mirar por fin hacia adelante, un nuevo futuro podía esperarle, con sus buenos y malos momentos, pero su vida no podía detenerse aquel día del accidente. Pulsó un pequeño botón marcado con la palabra “Reset”. En la pantalla anexa apareció el texto “Elija modo”, parpadeando dos opciones. En lugar de la opción “Personalizada”, George optó por la “Estandar”.
Al momento, una voz metálica y masculina, se oyó por toda la casa.
― Hola, George. ¿En que puedo ayudarle?.
La voz del gramófono se extinguía y la aguja saltaba finalmente fuera del surco. Parábola de lo ocurrido aquella lejana y lluviosa noche, en la que también dejó de sonar la misma canción segundos después de que el coche saltara la mediana de la carretera. Junto al vetusto aparato, la foto de Mildred, radiante pocos días antes del accidente que segó su vida y que dejó a George postrado en la cama de un hospital, era testigo mudo de aquel adiós definitivo.

 

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