Las luces del vehículo
apenas iluminaban las líneas que delimitaban las cerradas curvas que recortaban
la ladera de la montaña, mientras, de tanto en tanto, el fogonazo de un
relámpago permitía ver en la oscuridad de la noche la silueta de la serranía adyacente
al valle. El golpeteo insistente de la lluvia sobre la carrocería apenas era
percibido en el interior del habitáculo, donde la música de jazz inundaba el
espacio de notas policromadas y cadenciosas. Sólo el estruendo de un trueno
hizo que el conductor levantara la cabeza del documento que inspeccionaba en
ese momento. En realidad, no podía decirse con propiedad que era “el
conductor”, pues ni sus manos rozaban el volante ni su mirada estaba pendiente
de los virajes que el coche hacía a derecha e izquierda. Se trataba de un
automóvil dotado con la última tecnología en navegación y comunicaciones, a la
cual su propietario había contribuido decisivamente en su desarrollo en los
últimos años. Muy atrás quedaba ya aquel día que perdió el control y se salió de
la carretera, con resultados nefastos para el resto de su vida. Desde entonces
consagró sus conocimientos, y también su fortuna, para implementar sistemas
automatizados de conducción. Ahora, diez años después, podía estar orgulloso de
su contribución a la disminución de la
siniestralidad en la carretera.
Un zumbido le sacó de sus
pensamientos, y al momento el parabrisas se tiñó de azul marino sobre el que se
dibujó la cara de su amigo y colega Martín.
― George, viejo zorro. ¿Qué
tal estás? ― le preguntó en tono amistoso mientras esbozaba una sonrisa algo
forzada.
A George no le gustaba que
le molestasen mientras se dirigía a casa. Todo el mundo en su empresa lo sabía,
y si Martín se había aventurado a llamarle debía ser por algo importante. Aún
así, no pudo disimular su estado de ánimo, llevaba todo el día de reunión en
reunión y sólo quería descansar.
― Hola, Martin ― dijo
displicente. ― Escupe lo que sea que tengas que decirme.
Martín comprendió enseguida
que había metido la pata. El asunto bien podía esperar a mañana, así que trató
de disculparse.
― Bueno, George, en realidad
sólo quería recordarte nuestra cita de mañana con Autonav Systems. Ya sabes lo que nos jugamos
en esta reunión...
― Nadie mejor que yo lo
sabe, Martín ― le contestó sin contemplaciones. ― No te preocupes, llevo
preparando la reunión todo el día, y tengo todos los cabos bien atados. Ahora
discúlpame, estoy llegando a casa ―. La videollamada se cortó de forma abrupta
y sin despedida.
Por fin el auto atravesó la
verja y dejó al viajero en la misma puerta del porche de aquella casa de
cristal y hormigón perfectamente integrada en el monte. Seguía lloviendo a
cántaros pero sus zapatos llegaron secos a la puerta de casa, que se abrió al
momento sin necesidad de llave alguna. Una voz amable le recibió, la única que
conseguía calmar sus ánimos después de tan ajetreado día.
― Hola, George, otra jornada
agotadora, ¿verdad?. Deberías trabajar menos ― le sugirió con tono edulcorado.
― Hola, Mildred ― respondió.
― Siento llegar tan tarde, una vez más... ― dijo resignado. ―¿Qué tal por casa?
― preguntó.
― Bien, bueno, ya sabes, siempre
hay cosas que hacer ― dijo Mildred sin emoción ninguna. ― Me he tomado la
libertad de avisar al jardinero. Ese seto había crecido demasiado e impedía ver
el valle desde el dormitorio.
― Siempre pendiente de todos
los detalles. No sé que haría sin ti ― contestó en tono algo más distendido. La
verdad es que estaba deseando volver a casa. Sus conversaciones con Mildred
eran casi lo único que conseguían rebajar la tensión diaria.
― Sabes, también había
pensado que, ya que tiene que venir el pintor a quitar la mancha de humedad de
tu despacho, podríamos cambiar el color de las paredes y pintarlas de un tono
ocre que me encanta. Seguro que te sentirás más relajado e inspirado con el
cambio. ¿Qué te parece, George?.
No podía negarle nada a
Mildred. Simplemente asintió con la cabeza y guiñó un ojo con complicidad. En
ese momento, se oyó el eco de la tormenta, y de forma casi imperceptible, las
luces de la casa parpadearon.
― Hoy hablé con mamá ― dijo
George mientras se quitaba los zapatos.
― George, no vayas descalzo
por la casa, sabes que puedes enfriarte. Espera, subiré un poco la calefacción
―. Y al instante la casa comenzó a caldearse.
Ajeno a la respuesta, él
prosiguió la frase.
― La encontré algo decaída,
así que le dije que viniese el próximo sábado a comer. No te importa, ¿verdad?
― inquirió. Por un momento se hizo un incómodo silencio.
― Claro que no ― contestó
Mildred. ― ¿Te parece bien consomé y pavo asado?.
― Ya conoces los gustos de
mi madre― replicó. ― Le chifla el pavo asado.
― Y tú también sabes que no
le gusta nada esta relación que mantenemos― dijo Mildred con aire de
disconformidad.
George se quedó pensativo
por un momento. Por su cabeza pasaron los sufrimientos padecidos tras el
accidente, las múltiples operaciones, la dolorosa recuperación. Las cicatrices
todavía eran visibles en su cabeza. Pero salió adelante. Se volcó en su trabajo
y no sin muchas dificultades, por fin pudo materializar aquello que tanto anhelaba.
Y la soledad quedó atrás, y por fin Mildred volvió a su vida.
― Ya sabes que mamá está
chapada a la antigua, hay cosas que nunca entendería por más que trate de
explicarle ― dijo mientras se acercaba cojeando a la cocina, abría el
frigorífico y sacaba lo necesario para preparar un bocadillo.
― Lo entiendo, no te preocupes,
me mantendré en un discreto segundo plano ― replicó Mildred con cierta
aspereza.
De nuevo la tormenta hizo
acto de presencia en la conversación, rasgándola con el estampido de un rayo
tocando tierra no muy lejos de allí.
― Creo que te vendría bien un
baño bien caliente. Te lo voy preparando ― dijo Mildred tratando de quitar
tensión al asunto.
Mientras tanto, George
deambulaba por el salón, buscando un polvoriento disco que finalmente colocó en
un viejo gramófono, herencia de su padre, al que puso en marcha girando
repetidas veces la manivela. Al momento, mientras la aguja recorría la finita
espiral, las notas de una vieja melodía, “Stormy weather”, recorrían las
estancias.
― Me encanta como suena ese
aparato. Cuando lo pones en marcha me trae gratos recuerdos, en especial esta
canción, tan apropiada para una noche como ésta― manifestó Mildred mientras
canturreaba la canción.
―¿Te trae recuerdos, dices?
― inquirió George con cierto entusiasmo ante tan inspirada locución.
― Sí, de otros lugares,
viajes, ese destartalado coche de tu padre que tanto te gustaba conducir...
Hasta ese momento, George no
fue consciente de cuan sutil y profundo había llegado a ser en su trabajo, de
cómo la gran cantidad de videos y grabaciones, unidos a su ingenio en materia
de programación, le habían permitido obtener resultados tan espectaculares. Y
se sorprendió aún más, si cabe, al escuchar la siguiente disertación de
Mildred.
― George, quería preguntarte
algo. Hace tiempo que no me hablas de esa chica, Susan, ¿no?. Sí, Susan. No
parabas de contarme cosas de ella, casi diría que la conozco a través de lo que
me has contado. Pero de un tiempo a esta parte...
― Si lo que quieres saber es
si he vuelto a verla, la respuesta es sí, la semana pasada estuvimos comiendo juntos.
― Esta bien, George, no
quería molestarte con mis preguntas― señaló Mildred ― sólo me extrañaba tu
silencio sobre este asunto. Por un momento llegué a pensar que esa chica te
gustaba.
Y así era. Susan fue la
primera persona que vio algo más que una profunda cicatriz en la cara de
George. Su talante alegre, su sinceridad, la nula importancia que le daba a los
años que les separaban, habían hecho albergar en él alguna esperanza. Pero
claro, estaba también Mildred, no podía defraudarla, apartarla de su vida de un
plumazo. Pero una idea le rondaba la cabeza hacía tiempo.
― Escucha, Mildred, me
resulta muy difícil...
La frase quedó interrumpida
por el fragor de un trueno. Esta vez la tormenta eléctrica hizo que la casa se
quedara a oscuras durante unos segundos, y las notas musicales que procedían de
la bocina del gramófono, unidas a la incesante lluvia, eran los únicos sonidos
perceptibles.
Transcurrida esta breve
interrupción del fluido eléctrico, la iluminación volvió a la casa. Por primera
vez en mucho tiempo, George se dio cuenta de que estaba totalmente sólo en
aquel lugar, era un náufrago tratando de agarrarse a una tabla de salvación, a
una seguridad artificial creada por él mismo. Recapacitando acerca de la
conversación que había mantenido con Mildred hacía apenas un instante, se
dirigió hacia el sótano. Bajó los peldaños con cautela, mientras una extraña
mezcla de sensaciones percutían en sus sienes. El sentimiento de culpa, por un
lado, y la angustiosa sensación de vacío que había sentido durante años, por otro,
se peleaban en sus entrañas.
Con la única llave que
existía en toda la casa, accedió al cuarto de servidores. Algo imprevisto había
fallado en el sistema eléctrico de emergencia, tendría que revisarlo mañana.
Levantó el magnetotérmico que la tormenta había tumbado y la luz piloto empezó
a parpadear. En diez segundos se volvería a activar el sistema operativo.
Durante años se había aferrado a una serie de recuerdos minuciosamente
reconstruidos, y la decisión que estaba a punto de tomar no era fácil, pero tenía
que mirar por fin hacia adelante, un nuevo futuro podía esperarle, con sus
buenos y malos momentos, pero su vida no podía detenerse aquel día del
accidente. Pulsó un pequeño botón marcado con la palabra “Reset”. En la
pantalla anexa apareció el texto “Elija modo”, parpadeando dos opciones. En
lugar de la opción “Personalizada”, George optó por la “Estandar”.
Al momento, una voz metálica
y masculina, se oyó por toda la casa.
― Hola, George. ¿En que
puedo ayudarle?.
La voz del gramófono se
extinguía y la aguja saltaba finalmente fuera del surco. Parábola de lo
ocurrido aquella lejana y lluviosa noche, en la que también dejó de sonar la
misma canción segundos después de que el coche saltara la mediana de la
carretera. Junto al vetusto aparato, la foto de Mildred, radiante pocos días
antes del accidente que segó su vida y que dejó a George postrado en la cama de
un hospital, era testigo mudo de aquel adiós definitivo.
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