I
Cada vez que se veían, fingían no
conocerse.
Ambos eran conscientes de que se
observaban mutuamente tras aquellas cortinas que se mecían con cada bocanada de
ardiente siroco, inusual para mediada la primavera.
Hacía apenas dos semanas que aquella
clausurada persiana, al otro lado de la angosta calle, a una escasa docena de
metros frente a la suya, crujió tras mucho tiempo de mutismo. Las últimas luces
vespertinas se reflejaron sobre su pelo pajizo, y Abel quedó extasiado ante la
grácil figura que se apoyó en el polvoriento alféizar. Aquel tratado de
Matemáticas que intentaba meterse en la mollera quedó en un segundo plano
durante los minutos que duró la visión de aquella seductora Venus.
A partir de ese día, sus tardes de
estudio tuvieron una motivación extra, aparte de la estrictamente académica.
Hacía tiempo que había decidido que su trabajo como vigilante de seguridad no
era precisamente lo que quería hacer de forma indefinida, que ya era hora de
retomar los estudios que había postergado, a pesar de que su madre le insistió
en que no dejara el bachillerato. Si quería ser algo en la vida, tener acceso a
un puesto de trabajo con un horario decente y bien remunerado, tenía que hacer
un esfuerzo y pasar aquel examen de acceso a la universidad. Le gustaba la fotografía
y el cine, le interesaba hacer alguna carrera relacionada con las artes
audiovisuales. Pero no contaba con aquella distracción salida de un cuadro de
Botticelli.
Su concentración comenzó a declinar
desde esa primera tarde. La actividad al otro lado del ventanal era frenética,
se escuchaba el arrastre de mobiliario, el desembalaje de cajas, al tiempo que
una nube de polvo se desperdigaba por la calle, procedente de aquel hueco en la
fachada. Todo ello, al ritmo infernal de un radiocasete que vomitaba, a un
volumen algo estridente, los últimos éxitos de los emergentes grupos pop y rock
de la movida madrileña. Y el anuncio recurrente del inminente inicio del
campeonato mundial de fútbol, la primera vez que se celebraba en nuestro país,
alentando a la adquisición de entradas y a animar a la selección nacional.
Ya por la noche, tras cenar, y
recuperada la calma, Abel trataba de arrancar unos últimos minutos de estudio
antes de irse a la cama, dejándose las pestañas en aquellas hojas
hiperiluminadas por el potente flexo. Una desnuda bombilla al otro lado de la
calle le desconcentró, colándose los raudos fotones por las rendijas de la
persiana. Frente a él, la desconocida, despreocupada por las furtivas miradas
que podría atraer como a polillas, comenzó a retirar, una a una, de forma
calmada, todas las prendas que cubrían su anatomía, hasta mostrarse tal y como
vino al mundo. Después se dirigió a una puerta a su espalda, que dejó
entornada, por lo que pudo escucharse como un flujo de agua se escapaba por una
alcachofa de ducha. Abel, petrificado, no daba crédito a la escena que acababa
de observar. Embobado, los segundos le parecieron horas mientras esperaba el
retorno de su vecina a la estancia, ya aseada. Al aparecer de nuevo, con tan
solo una toalla a modo de tocado, sintió como su flujo sanguíneo llenaba, a
trompicones, huecos hasta entonces vacíos, lo que antes regaba el cerebro ahora
inundaba cuerpos cavernosos, con tal fuerza que el mismo Príapo estaría
asombrado. A pesar de que el discernimiento le había abandonado ya hacía unos
minutos, cayó en la cuenta de que si él podía observarla, igualmente la nueva
inquilina caería en la cuenta de estar siendo observada, así que
instintivamente apagó su lámpara. El resultado fue precisamente el contrario al
esperado. La persiana de enfrente cayó con estrépito, como una losa, y la
imagen inesperada y fascinante de aquella diosa quedó truncada de inmediato. No
obstante, Abel estaba tan excitado, que tuvo que dar rienda suelta a aquella
olla a presión en la que se habían convertido sus gónadas.
El ritual se repitió durante los días
siguientes. Abel, tras su jornada laboral en unos grandes almacenes, volvía a
casa y descansaba un rato. Tenía el hábito de acudir a media tarde a un
gimnasio cercano, pero esos días cambió su rutina y adelantó la hora de
estudio, con tal de poder aprovechar mejor la tarde. A última hora, justo antes
del telediario vespertino, ella llegaría a casa. No sabía nada más de aquella
mujer de apariencia treintañera, ni su nombre, ni a qué se dedicaba, solo que a
esa hora en concreto la ventana de su vecina se abría de par en par, y a los
pocos minutos podría disfrutar de nuevo del regalo que suponía vislumbrar aquel
cuerpo curvilíneo a través de los cristales.
En una de las ocasiones en las que
acechaba tras su trinchera, el teléfono sonó. Estuvo decidiendo si levantaba el
auricular, pues llamada tan inoportuna podía distraerlo de la visión excitante
que suponía contemplar a aquella joven aplicarse crema corporal por todo su
cuerpo desnudo. Finalmente descolgó. Era su madre, retolicando por no haberla
llamado desde hacía días. La mujer comenzó su sermón —siempre había tenido un
genio de mil demonios— a lo cual el hijo replicaba con monosílabos, hasta que
al requerimiento de que le esperaba en el pueblo ese fin de semana, Abel
contestó con un rotundo “no puedo”, que resonó más allá del paramento que lo
separaba de la calle. Al pronunciar aquellas palabras, se dio cuenta de que
seguramente su negación llegó a otros oídos aparte de los de su madre. Miró instintivamente
a través de la ventana, y pudo comprobar como la chica cesó un momento en la
aplicación de la untosa crema, alzó la cabeza y una sonrisa iluminó su
semblante.
Aquel episodio le dio que pensar a
Abel. Sin duda ella sabía que alguien la observaba, su reacción la delataba,
pero aparentemente no le importaba mostrar su desnudez a aquel desconocido.
Algo sobre estos temas había leído el muchacho una vez, y si había que poner
etiquetas a cada cual, tal vez aquella chica era algo exhibicionista, pero
estaba claro que él era un «voyeur» de manual.
Sus avances académicos se resintieron
aquellos días en los que su calenturienta imaginación fantaseaba con tórridos
encuentros con aquella desconocida, tan cercana y a la vez tan inaccesible. Se
dio cuenta de que estaba realmente obsesionado cuando una tarde que quedó con
su amigo Marcos para tomar unas cervezas y rememorar sus tiempos de mili,
viendo que se acercaba la hora señalada, estaba más pendiente del reloj que de
las anécdotas castrenses y las patéticas historias sentimentales que le
relataba su colega.
Moverse por un barrio implicaba
cruzarse indefectiblemente con las mismas personas. Los comercios, los bares,
el transporte público, todo compartido con sus variopintos convecinos, en un
batiburrillo de serpenteantes calles. Los encuentros ocasionales, y otros
tantos algo forzados por parte de Abel, empezaron a ser habituales, aunque el
común denominador era siempre el mismo: una aparente indiferencia, mirar hacia
otro lado, cruzar oportunamente a la otra acera, consultar con desgana las
manecillas del reloj al sentir la pesada mirada del otro.
Un viernes por la tarde ocurrió algo
distinto a lo habitual. La persiana se la encontró ya alzada cuando regresó del
trabajo. La escena que pudo contemplar no era la deseada y esperada. Una figura
masculina cruzaba repetidamente entre las jambas, como si de un león encerrado
se tratase. De fondo, se escuchaba una voz femenina ―hasta ahora no la había escuchado hablar― pero el volumen de su voz no
era lo suficientemente alto como para hacer inteligible la conversación,
aunque podía intuirse que lanzaba algún tipo de reproche. Aquella escena le
hizo comprender que ya podía despedirse de sus sueños románticos.
A la mañana siguiente, madrugó algo
más de lo normal para ser un sábado de libranza en el trabajo, tenía que ir a
la comisaría a renovar el DNI. Decidió salir primero a reponer viandas para
llenar su casi vacío frigorífico. Antes pasó por el estanco, y aprovechó para
hacerse con un cartón de negro, al tiempo que rellenaba una quiniela. Tal vez
un golpe de suerte le podría solucionar la vida y olvidarse de trabajos tan
precarios. En aquel recinto diminuto esperó a su turno, justo detrás de una
chica que asía un carrito de compra color berenjena. El perfume que emanaba le
resultó tan embriagador que instintivamente se inclinó hacia adelante,
aproximando su nariz al pañuelo estampado que cubría su cabeza. Tal vez la
mujer notó su aliento en la nuca, el caso es que avanzó un paso, dejando tras
de sí el carro, a modo de parapeto. Un paso más y se plantó delante del
estanquero, al que solicitó algo de picadura de tabaco, papel y filtros. Fue al
escuchar la petición cuando se dio cuenta de la familiaridad de su voz. Era
ella. Apenas tuvo tiempo para reaccionar, pues de inmediato se giró sobre sí
misma y embocó la puerta, atropellando su pie bajo la rueda. No se disculpó,
aunque sus miradas se cruzaron fugazmente, creyendo él leer en sus ojos un
mensaje claro, un «sígueme». Esa idea apenas duró un instante, se dio cuenta de
que era más un deseo que un futuro imperfecto.
Se dirigió a continuación al
supermercado. Deambuló un tiempo entre los puestos, no tenía claro lo que
quería comprar, aparte de que su mente escrutaba todavía los pormenores del
fugaz encuentro. Finalmente se decidió por una trucha que prepararía al horno,
preñada con un poco de jamón que su madre le mandó del pueblo. Leche,
embutidos, salchichas, fruta y algo de pan completaron la compra. Para salir
del paso durante la semana, más que suficiente, siempre podría acercarse al bar
de Paco si no tenía ganas de preparar comida algún día.
Apenas franqueó la puerta de salida,
pensó que si se daba prisa, podía dejar la comida en casa y ver si su amigo
Tomás, paisano suyo, todavía no se había marchado. Así podría darle alguna
indicación para que cuando se cruzara con su madre en el pueblo, no se
mosqueara mucho por no haber ido ese fin de semana. Así que dobló la esquina,
con la intención de acortar por el callejón. Nada más girar se topó con un
carro de compra, huérfano, tirado en el suelo, con el contenido desperdigado
por la pegajosa acera. El peculiar color llamó su atención. Sin tiempo para
pensar, un gemido entrecortado desde el portal más próximo le puso en guardia.
De dos zancadas se plantó delante, y presenció como la mujer trataba de zafarse
de algún rastrero ratero, cuyo rostro quedaba oculto bajo la enorme visera de
una gorra decorada con el “naranjito”, blandiendo un mohoso destornillador, y
que pretendía arrebatarle el bolso a base de tirones.
―¡Suéltalo!―le dijo
desafiante con voz ronca, mientras aproximaba su corpachón al agresor ―. ¡Ahora
mismo! ―agregó.
Aquel alfeñique no
tenía nada que hacer contra el fornido salvador. Aún así, en un arrebato final
de furia, pegó un tirón fuerte del asa y echó a correr despavorido. Como quiera
que la dueña no estaba dispuesta a dejarse robar, dio con sus huesos en el
suelo, aferrada al bolso como si la vida le fuese en ello.
Abel hizo amago de perseguir al
desalmado, pero optó por atender a la caída, que tras morder el polvo, trataba
de levantarse.
―¿Te has hecho daño?
― preguntó mientras le tendía su mano. Primer contacto, piel con piel, que le
hizo estremecer.
―Creo que me he
hecho trizas la rodilla. ¡Menudo hijo de puta!
Un hilillo bermellón
recorría la pantorrilla. Le instó a que se acercara al centro de salud, pero
rehusó, así que el muchacho recogió la compra, la volvió a meter en el carro y
le ofreció su brazo, diciéndole:
―Te acompaño
entonces a casa.
―No hace falta, de
verdad― le respondió mientras intentaba dar un paso, renqueante.
―Insisto―. Y esta
vez, sí, se agarró al asidero que le ofrecía tan gentilmente.
El trayecto era
corto, y era absurdo fingir que no conocía el camino a su casa. Se detuvo
delante de la puerta, la cual sujetó aprovechando que salía una vecina.
―¿En que piso vives?
―preguntó Abel, parados delante de los buzones.
―En el segundo ―le
replicó ella de inmediato―, pero no te preocupes, de verdad, ya puedo yo. Y
muchas gracias, que ni siquiera te las había dado, con el disgusto... Es que ni
te he preguntado cómo te llamas.
―Abel...me llamo
Abel ―le contestó entrecortadamente―. Y tú eres Angustias, ¿no? ―. Acababa de
leer, tras su hombro, el nombre que figuraba en el buzón, junto al de Leocadio,
que debía ser su marido.
La mujer se echó a
reír a mandíbula batiente.
―¿Angustias? Por
favor, vaya nombre. No, hombre, esa es mi casera ― le dijo con toda
familiaridad―. Yo soy Marga.
Definitivamente le
pegaba mucho más ese nombre, pensó. Apuntó la intención de tender su mano para estrechársela,
pero la joven se adelantó, y le plantó un beso en cada mejilla, al tiempo que
le susurraba: «Mi héroe».
―Al final voy a
aceptar tu ofrecimiento, no creo que pueda subir con el carro, esto está
empezando a doler bastante.
―No te preocupes, ya
me encargo yo.
La llave giró en la
cerradura. Algunas cajas se amontonaban en el escueto recibidor, se ve que
todavía no había tenido tiempo de colocar sus cosas tras la reciente mudanza,
supuso Abel.
―Deja el carro ahí,
en la cocina, a tu derecha, ya coloco yo todo eso luego. Voy primero a limpiar
esta herida, no vaya a ser que encima se infecte.
Obedeció cual
corderito. Se giró a continuación, y desde su posición pudo ver la alcoba, y al
fondo, a través de la ventana, su propia ventana, desde la que tenía visión tan
privilegiada. En ese momento sintió algo de pudor, se dio cuenta de lo
descarado que era asomarse así a la intimidad de alguien. Esperó un momento
para despedirse, no tenía sentido permanecer allí por más tiempo. Al final,
pronunció su nombre en alto: «Marga, tengo que irme». Se abrió de golpe la puerta frente a sí. Con el
pie apoyado en la tapa del retrete, el pantalón yaciendo en el suelo, sus
curvas al descubierto, Marga curaba las rozaduras, arrugando el gesto cada vez
que la gasa se posaba sobre su lacerada piel.
―Espera, hombre. ¿Dónde vas con tanta
prisa? Déjame al menos que te ofrezca una cerveza. No todos se hubieran
comportado como tú, te lo aseguro, la mayoría de los niñatos de este barrio son
solo unos gallitos, pero se acojonan ante mierdas como ese. Tú, en cambio...
El coraje que había mostrado Abel
estaba asociado, en buena parte, a su entrenamiento y su profesión, estaba
acostumbrado a bregar con personajes de esa calaña, algunos violentos, que no
solo trataban de robar en los almacenes, sino que, al ser detectados,
amenazaban al personal de seguridad. Gajes del oficio. En cambio, ante aquella
mujer, Abel se sentía totalmente desarmado. Su comportamiento, tan abierto y
desinhibido, le intimidaba. Se puso tan nervioso que no acertaba a darle una
respuesta coherente.
―Yo...verás, es que me están
esperando; bueno, en realidad es que
tengo que buscar a alguien. Mejor otro día, si no te importa. Además,
tampoco he hecho nada...
―¿Qué no has hecho nada? Si no llegas
a aparecer, ese puerco lo mismo me clava el pincho con tal de llevarse el
botín, que ya ves, apenas llevo cuatro cuartos, pero qué coño se los va a
llevar ese, con lo que cuesta ganarlos.
―Bueno, pues ya nos veremos ―fue su escueta despedida.
Nunca mejor dicho.
Se verían, frente a frente, de nuevo, a través de sus respectivas ventanas.
Abel se preguntaba como cambiaría este encuentro su relación con Marga.
Esa noche, mientras las volutas de
humo serpenteaban a su antojo sobre el techo del dormitorio, Abel trataba de
componer un rompecabezas del que apenas tenía piezas. El comportamiento de
aquella mujer le resultaba muy extraño. Además, su forma de expresarse tampoco
se correspondía con la imagen que se había formado en su cabeza. Y el incidente
del atraco también le suscitaba alguna sospecha, este tipo de personajes suele
fijar como víctimas propiciatorias a mujeres de edad avanzada, desvalidas, a
las que es fácil atemorizar y arrebatar todo lo que lleven encima. Y el hecho
de que la vivienda estuviera prácticamente vacía también le resultaba curioso.
Lo normal es que el contenido de las cajas ocupara, poco a poco, el lugar que
les corresponde, pero aparte de los efectos personales del baño, y algo de ropa
colgada en un armario que vio abierto, el resto de cajas estaban intactas. Y
finalmente, el misterioso hombre que la visitó aquella tarde, y que no volvió a
ver más, con el que parecía discutir. En fin, demasiadas incógnitas que no
despejaría esa madrugada.
II
Aquel caso, aparentemente rutinario,
que le cayó al detective Vázquez, fue el espaldarazo que necesitaba para
promocionar de una vez por todas y, a sus años, poder aspirar a dirigir una
comisaría. Joven asesinado en su domicilio, puerta no forzada, ninguna huella,
ningún testigo, ninguna pista. Entre sus amigos y conocidos, poco que rascar.
En el trabajo, sus jefes y compañeros más cercanos dijeron de la víctima que
era un chico formal e introvertido, buen trabajador. En el barrio, poco
conocido, apenas salía, siempre a los mismos sitios. Paco, el del bar, decía
que era un buen chaval, «demasiado bueno para este barrio», textualmente. Sus
padres, venidos del pueblo, asolados, no daban crédito. Su hijo solo se
dedicaba a trabajar y estudiar, nunca se metió en problemas. Su amigo Tomás,
mosqueado por no poder localizarlo, dio aviso a la policía. No podía creérselo.
Llegó a apuntar a algún sospechoso, un yonqui de mala fama en el barrio,
pero que, una vez investigado, no pudo relacionarse con el suceso.
Sin sospechoso, sin nada oscuro que
indagar en el pasado del muchacho, parecía un caso típico de intento de robo en
domicilio que terminó muy mal, con un destornillador incrustado bajo el
esternón de la víctima. La casa estaba revuelta, era verdad, pero de una forma
“extraña”, según la opinión del detective. El chico no tenía nada de valor, así
lo declararon sus afligidos padres, y a no ser que estuviera metido en algo
turbio, el agresor tenía que tener otro tipo de motivación para acabar así con
su vida. No encontraron en su cuerpo otros signos de violencia o de haberse
defendido, a pesar de la corpulencia y atlético físico, así que cabía barajar
la hipótesis de que el agresor fuese alguien conocido y, por tanto, confiado,
no se esperase un acto de tal violencia . En el plano sentimental, tampoco
encontraron nada relevante. Su última novia fue una chica del pueblo, ninguna
relación íntima conocida desde que llegó a la ciudad, luego descartada también
la posibilidad de algún novio alterado por un ataque de cuernos.
En el inventario que se hizo de sus
pertenencias apareció, en el fondo de un cajón, una cámara fotográfica, de las
baratas. Antes de entregarla a la familia, Vázquez tuvo una corazonada, y
solicitó a sus compañeros del depósito que comprobaran si tenía algún carrete
en su interior. Bingo. Lo llevaron al laboratorio y positivaron las fotos. Apenas
una decena de un carrete de veinticuatro exposiciones, pero todas ellas
mostraban la misma imagen: una joven tras una ventana, vistiéndose o en su aseo
personal. Aquel ladrillo rojizo fue identificado inmediatamente como el del
edificio frente al domicilio del difunto. A falta de otras pistas, se hizo un
seguimiento de la mujer que ocupaba aquel piso. Aparentemente vivía sola, y en
sus rutinarias salidas, se dirigía al centro, hacía algunas llamadas desde
distintas cabinas telefónicas, y luego se iba de compras por los grandes
almacenes. Lo extraño era que una mujer de su edad, en un barrio humilde, no
tuviera un trabajo o lo estuviese buscando. Tal vez estaba esperando a algo, o
a alguien, intuía Vázquez.
Sospecha confirmada. Un individuo
subió al piso la tercera noche de vigilancia. Apostados en el domicilio del
finado, usaron su mismo método, y consiguieron hacerle alguna fotografía
nítida. Pusieron a trabajar a casi todo el personal, buceando entre miles de
fichas de sospechosos, con la esperanza de tener un poco de suerte, en caso de
que el sujeto hubiese estado fichado.
Resultó más fácil de lo que
esperaban. La cara de aquel tipo estaba prácticamente en todas las comisarías,
solo había que fijarse en el cambio de imagen que había experimentado. Al detenerlos
la siguiente madrugada, por sorpresa, estaban en posesión de varios kilos de
explosivos y detonadores, así como una copia de las llaves de los almacenes más
concurridos de la ciudad. Estaban preparando, supuestamente, una gran masacre,
que tendría una repercusión mucho mayor a nivel de los medios de información
por la inminente celebración del evento deportivo del año.
Aquella tarde de junio de 1982,
mientras arrancaba el Mundial de fútbol, Vázquez saboreaba uno de sus mejores
whiskies, sabedor de que había evitado una tragedia, organizada
concienzudamente por aquel comando terrorista. Ninguna reseña del caso en las
noticias, era lo que habían acordado las autoridades, a fin de no dar la
publicidad que buscaba la banda armada.
Una vez más, la mantis religiosa se
cebó con el macho. La belleza y el erotismo al servicio de las fuerzas del mal.
El deseo, para Abel, se convirtió en su perdición, aquel día que Marga llamó a
su puerta para agradecerle su gesto heroico, en realidad un enorme trampantojo
perfectamente orquestado y ejecutado —no fue consciente del seguimiento que le
habían hecho en las últimas semanas— y que probablemente hubiese tenido un
final distinto para él si hubiese reconocido la foto del terrorista el día
anterior, cuando fue a renovar su documento de identidad.
Erotismo, suspense, trama policial, Vigía Sicalíptico te seduce hasta el final.
ResponderEliminarEso es lo que pretendía. ¿Quién será la comentarista anónima? Gracias
EliminarBuen relato Pedro, giro final inesperado.
ResponderEliminarGracias a este otro "Unknown", aunque me huele quién será el amable lector...
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