Cada vez que se veían, Mati y José
agachaban la cabeza. Lo normal es que se encontraran en la plaza, la plaza
grande del pueblo, los domingos por la mañana.
A veces pasaban tan cerca el uno del
otro que casi se tocaban; lo hubieran hecho con solo haber alargado un poco
cada uno el brazo derecho.
Mati iba a misa con su toquilla y su
pañuelo en la cabeza, cojeando levemente por una temprana artrosis; caminaba
del brazo de su madre -anciana aparentemente delicada, aunque de manos recias y
boca firme-, sin mirar al frente. José, siempre al lado de su padre, hombre
serio de piel marcada por surcos como de tierra arada, se paraba de vez en
cuando a mirar algo que le llamara la atención. Cuando lo hacía, su progenitor
se detenía pacientemente a cierta distancia, apoyado en el bastón con gesto
cansado, hasta que José, con un par de zancadas volvía, preocupado, a colocarse
junto a él para proseguir el paseo dominical. Normalmente no sacaba las manos
de los bolsillos; algo que seguía haciendo a pesar de sus años.
Hubo un tiempo en que Mati y José
eran vecinos. Las familias de ambos no prestaban atención a los ratos que
dedicaban al juego con otros niños, siempre más pequeños que ellos -aunque
menos infantiles-, en el callejón de Las Frutas durante las tardes de verano.
Nadie se daba cuenta de que entre los dos había surgido -en sabe Dios qué
momento- algo parecido al amor, un amor tierno, inocente, pero amor al fin y al
cabo...
Cuando sucedió “aquello” y en casa
percibieron lo que le ocurría a Mati, las dos familias acordaron que ella se
trasladara a la ciudad, a casa de su tía: esa que solo se dejaba ver por el
pueblo un par de días en las fiestas de agosto.
Se decidió, asimismo, que el “fruto”
de esa unión fuera recogido por Hortensita Maldonado, la hija de doña Amparo,
que a la sazón no había tenido en su matrimonio -ni había podido tener-
descendencia... La niña Hortensia y su madre, o más bien las sirvientas
de la gran casa del Camino del Arroyo, cuidaron al niño con esmero. Este fue al
mejor colegio interno de la capital; y en la casa que los Maldonado
tenían allí, desarrolló su vida el chico, lejos del pueblo...
Un día de verano a la hora de la
siesta, Mati y José, que, aunque ya no fueran vecinos, tenían ventanas a la
plaza, vieron tras los visillos bajarse de un coche a un joven alto, moreno y
guapo, de ojos grandes y paso firme; llevaba un traje de alpaca y unos zapatos
negros y lustrosos. Su abuela, doña Amparo, había enfermado y venía a visitarla
por última vez... Se marcharía enseguida, pues ya no tenía nada que le uniera
al pueblo. Nunca lo tuvo...
Mati y José, cada uno por su lado,
sintieron una punzada muy parecida en el pecho y la vista se les nubló por unos
instantes.
Al día siguiente, cuando se cruzaron
los dos en la plaza, se miraron un instante, tras muchos años sin hacerlo, y se
dedicaron, por primera vez en demasiado tiempo, algo parecido a una sonrisa...
Magnífico, Tomás! Da gloria leerte.
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