Cada vez que
se veían se abría para ellos la rosa de los vientos, porque sabían que el
secreto del viento se haya más allá del horizonte.
Cada vez que se veían, hacían
como si no se hubieran visto nunca. De hecho, al principio solo veían caer la lluvia. Se miraban desde lejos, los unos a los
otros, y se adivinaban en la distancia.
Los árboles se
están quedando más solos que la una, pensaban. Y cuando se encontraban muy
cerca, se miraban silenciosos, como miran los gatos, reconociéndose,
ignorándose adrede, o midiéndose como se miden dos viejos contrincantes.
Cada vez que
se veían lo hacían por casualidad, en el rincón del café de los poetas, junto a
la mesa circular, sentados bajo una reproducción del famoso cuadro de Picasso “Les demoiselles d'Avignon”. Entonces
jugaban con las palabras, las dejaban salir a borbotones, sin apenas pensar,
luego las escribían de corrido sobre el papel, una cosa surrealista. Parecido a aquel
jueguecito verbal de Federico G. Lorca y los de la residencia de estudiantes:”
La tonta, la tonta, la gallina y por ahí debe de andar alguna mosca”.
Cada vez que
se veían estrenaban concierto los vencejos arriba en la copa de los cipreses.
Se sentaban a escucharlos mudos de asombro, luego quedaba el asiento vacío, el
director de orquesta, un vencejo solitario sobre la rama, esperando el aplauso.
Solían verse puntualmente una vez
al año a la hora precisa que clausura el invierno; bebían, cantaban, se despertaban con el sol y
regresaba cada cual por donde había venido
Cuando llovía
sobre la cebada, cruzaban el campo sonámbulos y acudían al lugar señalado sin
apenas percatarse los unos de los otros. El último paraguas, todavía abierto
desde entonces, ha echado raíces en el porche, ahora es el árbol más hermoso
del jardín.
Cada vez que
se veían echaban en falta las horas soñadas en la lejanía, aquello que no
sucedería jamás, el tiempo trascurrido, y los abrazos no dados. Pero
curiosamente, cada vez que se veían hacían como si nunca se hubieran visto.
Después tocaba esperar la paz, es tiempo de tregua, se decía. A partir de aquí
tocaba deambular en soledad por las aceras, tomar café, ir al cine…Se añoraban
sin embargo, aún sin haberse amado bajo el cielo estrellado del estío, o al
escuchar el breve silencio que precede al cri, cri, de los grillos. Contemplar
un par de zapatos vacios siempre nos lleva a engaño.
Cada vez que
se veían era como si anduvieran de puntillas, amparándose en la oscuridad de la
noche, se dejaban una carta en el buzón vacio.
Asistían al espectáculo de la
vida inmóvil, confinados en su animal, mientras la tierra giraba. Se ignoraban
enmudecidos ante tanta levedad.
Cada vez que
se veían subían al tranvía sin rumbo fijo, qué se puede esperar de los
artistas, pobres locos, majaretas,…perseguían el canto al final del camino,
apenas un balbuceo, el último quizá,…Aquel con el que muere el pájaro
traspasado por la certera flecha que le espera desde siempre. En ellos
permanece inscrita la nostalgia. Pobres poetas, en ellos y en las arterias de
las hojas de otoño, cuando quebrado el seco tallo planean poblando de deseos el
vacio con du sangre amarilla. Ellos, no se conocen, pero se reconocen en el grito original que quedó atrapado en la
raíz del tiempo, en el amoroso sonido que custodia la rosa de los vientos.
Ellos esperan, esperan siempre con la emoción pura e intacta de un niño, el
primer llanto producido a consecuencia de un beso, por eso, en ocasiones se
sienten como pájaros sin ojos a los que les falta todo menos el dulce disfrute
de su solitario vuelo.
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