Cada vez que se veían se sostenían la mirada
hasta que el hombre de torso musculoso se perdía en el recodo del área sur del
parque. Su carrera, sosegada y rítmica, facilitaba el tiempo necesario para que
el hombre de enmarañada melena le escrutara con su anuencia, tras sendas
inclinaciones de cabeza. Así sucedería al alba por aquellos años cuando la
soledad del parque era interferida por los adictos al deporte o por los
mendigos que habrían recogido sus cartones de los portales cercanos y esperarían
a los primeros visitantes.
Los dos hombres se solazaban en silencio
sabiéndolo todo el uno del otro. Habían entelado una espuria relación circular
entorno a la veintena de vueltas al circuito que el hombre del torso musculoso
realizaba mientras el hombre de enmarañada melena colocaba en una pequeña manta
los objetos de madera tallada con su cuchillo y con los que apenas aseguraría
alguna comida diaria. Las inclemencias
estacionales nunca modificarían sus encuentros, fieles a una cita no convidada pero sí pretendida que sin saberlo
estabilizaría su cotidianidad necesitada como en todo ser humano de un espacio
común donde enraizar el sentido de pertenencia.
El hombre de torso musculoso engrosaría de
forma insoslayable un entramado de ideas incontestables acerca de la vida de su
silencioso compañero de parque. Una mezcla de sentimientos disformes forjaría
durante aquellos años la historia vulgar y farragosa del hombre por el que
sentía de forma indistinta abyección y encantamiento, hasta que un sino avieso le desvelaría, antes que
tarde, la ríspida verdad.
La
vida ociosa de aquel artesano desaliñado cuya preocupación era encontrar un
banco donde dormir esperando a que otros cubrieran sus necesidades vitales le
enervaba porque ese conformismo abocaba, según él, a una sociedad enferma y
parasitaria que aborrecía con todas sus fuerzas. Un hombre sin familia ni
compromisos, sin horarios ni disciplina, sin más reloj agotando su vida que el
solar ni más espíritu que un egoísmo improductivo, un sobrante social, se diría
a diario cada vez que su carrera los
enfrentaba, y sin embargo esa misma repulsa se vería boicoteada a menudo por sentimientos
incontrolables rayanos a la envidia. La absurda estolidez de esos pensamientos
contrapuestos le agotaba más que el peso de sus piernas y trataría, sin
conseguirlo, de afianzar su teoría de que solo seres luchadores como él
sacarían al país de aquella crisis pertinaz que toreaba cada vez con menos
fortuna.
El
hombre de enmarañada melena horadaba mientras tanto en silencio la materia
muerta que desvelaba con cada puntada el interior almístico de los seres
agazapados entre las laminillas de la corteza. Las mañanas del parque a esas
horas en las que la luz se iba haciendo hueco entre las copas de los árboles empujando
las tinieblas hacia su desvanecimiento eran las que le proporcionarían durante
años la necesaria soledad de un creador. Sus pequeñas tallas rezumaban el
misterioso hálito que el soplo de los dioses infundía a sus criaturas, abocadas
a abandonar el Olimpo y alborozar las manos inquietas de
los niños. Cada cierto tiempo levantaría la cabeza de su labor para acompañar
con su mirada el pequeño tramo que recorrería el hombre de torso musculoso con
su costosa vestimenta deportiva. Lo vería luego perderse tras un recodo y
contaría los minutos en los que aparecería de nuevo por la cara norte empapado
en sudor y jadeante. Un hombre altivo y afamado con una vida cargada de
entramados sociales, reuniones y cenas opulentas que manejaría los hilos
concupiscentes de un mundo empresarial, el abanderado de la caprichosa fortuna.
Cuando su carrera se acercaba a la
vigésima vuelta, sabiendo próximo el final del recorrido, le saludaría con una
sutil inclinación de cabeza en la seguridad consensuada de un próximo encuentro.
Sería así en muchos albores, pero la verdad
que solo pertenece a quien la habita se revolvería y, como un náufrago,
arrojaría a la orilla su pundonor el día en que el hombre de enmarañada melena
permitiría al hombre de torso musculoso realizar una comida diaria en su
comedor social.
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