Cada vez que se veían,los
neptunianos se reconocían aunque no se conocieran y recordaban que no había
regreso, que habían llegado al planeta Tierra para quedarse.
No tenían intención de
acabar con los terrestres, para qué, en realidad ellos precisaban poco para
vivir: poco alimento, poco oxígeno, poco contacto. Apenas abultaban lo que una
chispa de soldadura, pero una chispa poderosa, necesitada de un cuerpo
deshabitado que ocupar, un cuerpo sin voluntad… ¿Para qué matar a nadie? ¿No
existían los cadáveres? Cualquiera reciente les valía, incluso rígido, pero
libre de corrupción y heridas; no les incomodaban las mejillas lívidas, incluso
cárdenas, siempre que no se hubiera instaurado el hedor.
Una vez conseguido un
muerto en su punto, no demasiado marchito, atendían al siguiente paso: el
ropaje. Preferían las ropas formales, anticuadas, oscuras y rectas; para
comprarlas y vestirlas contaban con sus congéneres ya instalados: para pagar, ponerse
los pantalones, abrocharse la chaqueta, anudarse la corbata, o bien, encajar la
faja, el cierre del sujetador, la cremallera a la espalda. Y el peinado
impoluto, engominado, brillante, onda y rayas bien marcadas, sin olvidar el
maquillaje, que, total pero discreto, no conseguía disimular el contraste
estremecedor entre la lividez de la piel y el tono oscuro de los trajes. Mejor
no mirar las manos, esas manos blancas de venas azules y vello hirsuto, y de
uñas siempre pintadas de perfecto escarlata en las mujeres.
Se llenaron los
periódicos, la televisión, los medios todos, de noticias sobre resurrecciones;
al principio, celebradas con sorpresa y alegría, pero poco después recibidas
con preocupación creciente ante lo inexplicable, ¿acaso había vuelto la
catalepsia? ¿Pero había existido realmente tal enfermedad? ¿Alguna vez había
sido algo más que la obsesión maldita de las postrimerías románticas?
Nadie sabía ni
entendía. Por si acaso, para poder resucitar, se extendió el rechazo a la
cremación, rechazo muy aplaudido por los neptunianos, puesto que les
proporcionaba un mayor número de cuerpos en sazón. No es que fueran malos, sólo
algo fríos, actuaban con suavidad, apenas comían ni bebían ni sabían de sexo,
pero eran muy capaces de amar… a su manera. Vivían hacia adentro, como si
contemplaran un paisaje interior o escucharan una música propia. Su mayor
alegría consistía en reunirse en la oscuridad de la noche, a las afueras de las
ciudades, para callar en compañía.
Mitad zombis, mitad
alienígenas, estos muertos vivientes formales, impolutos, inapetentes, iban
invadiendo la Tierra con sus cuerpos robados, extendiéndose, escalando
jerarquías, mudando de casa y trabajo cuando lo creían oportuno.
No era un secreto,
sucedía a la vista de todos, resultaba fácilmente demostrable que el mundo se
estaba llenando de resucitados, de vivos no del todo vivos. No cambiaban, no
crecían, no envejecían. Nunca morían.
Tampoco molestan.
Trabajan sin protestar. Cumplen los mismos deberes y gozan de los mismos
derechos… Entonces, ¿por qué este miedo a que nos resuciten? ¿Por qué ha llegado el momento en
que todos los humanos dictamos nuestra última voluntad vital y funeraria
ordenando, exigiendo, la incineración inmediata apenas dejemos de respirar?
Que no me ocupen,
escríbalo claramente, señor notario, que no me ocupen, por Dios, por el Sol,
por la Libertad…Por lo que más queráis, ¡quemadme!
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