él se oscurecía,
dormitaba en sus ojos necesarios,
en aquel resol de su mirada.
Su miedo se asomó a su ventana
y la llamó, queriéndola más,
era una virgen negra,
alumbrando sus madrugadas.
Le trajo serenatas y besos vivos,
voluntario se apostaba cada vez que venía
en la cuesta de las angustias
donde bebía el vaho de la distancia viéndola.
Sus piernas a medio hacer,
su cuesta de astilla seca…
aquella señorita lo besó como si nada,
cada vez que se veían mudaba de nombre,
todavía la sentía como si hubiera llegado.
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