Cada vez que se
veían terminaban discutiendo.
—Que no,
Rosaura, que no. No insistas más.
—¿Pero por qué,
don Sebastián? El chico no ha hecho nada…
—¿Es que hablo
en chino? Bien claro lo dice la carta. Si el obispo se niega, ¿qué quieres que
haga yo? Sin su autorización, tu hijo no se puede confirmar.
—¡Pues iré a ver
al Papa o a San Pedro bendito!
—Por mí como si
quieres ir al programa de Ana Rosa. Pero, vamos a ver, mujer, ¿no comprendes
que Rufino no soporta ni las cruces ni las hostias? Además, un caso así, excede
mis competencias y mi horario de trabajo.
—¿Cómo puede ser
tan inhumano?
—No, si encima
tendré yo la culpa. Acéptalo de una vez, Rosaura: tu hijo ya no es una criatura
de Dios. Ahora es siervo del Maligno.
—¡Pero qué siervo
ni qué niño muerto! ¡Como vuelva a hablar así de mi Rufo, le juro por Dios
Santo que le meto el alzacuellos por el culo!
Como tantas
otras noches, Eva y Rufo se citaron en las ruinas del castillo de los condes de
Cavete. Antaño regia fortaleza, ahora quedaban cuatro piedras defendiendo el
patio de armas tapizado por ailantos, jaramagos y unas zarzas. En pie dos
lienzos romos y una torre mutilada. Qué lástima. Enésima prueba del abandono
administrativo. Anda que no habré echado viajes a la Diputación y al
Ayuntamiento, pero nada, ni puto caso.
En fin, no
quiero encabronarme. Mejor sigo con el cuento.
Imaginemos una noche
fresquita de luna menguante. Sí, de esas de niebla evanescente teñida de luz
lechosa etcétera etcétera. Ya sé que suena a tópico, pero empleo este recurso para
crear una atmósfera más tétrica (esto lo aprendí en un curso de escritura
rápida on-line. ¿A que el efecto es
cojonudo?)
Cavete es un
municipio mediano, de unos diez mil habitantes. A esa hora tardía las eras
estaban desiertas —sí, las eras, donde antaño se trillaba el cereal—. Se veía
más bien poco. En las afueras del pueblo no había farolas que alumbrasen los
bancales (más tarde sí, cuando expropiaron y arrasaron con las huertas). Una
figura caminaba entre las sombras pueblerinas. Vestía de negro, a juego con la
noche. A Eva le estaba repitiendo un poco el pisto de la cena. No obstante, agradeció
la caminata que ayudaba al intestino en su labor.
La chica anduvo
por caminos, entre arrabales, de cuyas tierras emanaba cierto hedor a
pesticida. No diré que semejaba un espectro porque, de tan nigérrima, ni se la
veía. A los flancos, dos olmos viejos cabecearon, raquíticos, hartos de podas y
de plagas. Eva cruzó un sembrado y empezó a pisar abrojos. De pronto sus
pupilas de felino reflejaron los escombros del castillo. A la joven le
encantaba aquel ambiente gótico que habría hecho las delicias de Bécquer.
Y allí, recién
levantado, la esperaba Rufo, alias Lugosi,
su novio.
El mote se lo
puso Higinio López, un compañero de instituto, cinéfilo, locuaz y cabroncete. Tampoco
se quebró mucho la cabeza, pero el caso es que a Rufino le hizo gracia.
Lo que pasó más
adelante con Lugosi se veía venir. Mejor dicho, yo lo vi venir porque otros…
La noche de la
mordedura, hará cosa de tres años, el médico de urgencias que atendió a Rufo
(me parece que era una chica en prácticas de MIR) prescribió unos corticoides y
ampollas ferruginosas (el enfermero, medio beodo, le sugirió que probara a
chupar objetos metálicos). Los análisis salieron como sigue: anemia disparada y
la glucemia por los suelos.
Al cabo de unas
horas se murió para después resucitar como hematófago (en términos
estrictamente clínicos).
Noches más tarde
va y me dice:
—Nada tío, que
me he vuelto un vampiro.
Y yo le digo:
—¿Y eso?
Y él dice:
—No sé, algún
cabrón me debió morder. Mira, mira los agujeros.
Le digo:
—¡Hostia! ¡Es
verdad! Ya decía yo que te veía muy pálido. ¿A ver los dientes? ¡Joder qué
flipe! ¿Y tus padres cómo se lo han tomado?
Me dice:
—A mi padre le
da igual, mientras apruebe el instituto. Mi madre de los nervios: no para
quieta. Ya le ha encargado un ataúd a los de la funeraria de Llamas. Y está
empeñada en tabicar mi habitación para que no me dé la luz. Me parece que
mañana vienen los albañiles. A ver si acaban pronto.
Y exclamo:
—¡Joder, tío! Y
entonces ¿dónde duermes?
Me dice:
De momento en la
bodega.
Le pregunto:
—¿Y el
instituto?
Y me responde:
—Tendré que
apuntarme al nocturno.
Un día festivo
me llevé saco y estera y dormí con él en la bodega.
Hacía un frío de
la hostia.
Al principio
todo fue más o menos normal. En esa época soplaban vientos favorables a la no
discriminación por razones de forma, tamaño, color, planeta, etcétera (en
Cavete gobernaban las izquierdas). Aquel verano, sin ir más lejos, durante las
fiestas, tuvimos en el pueblo un alienígena de no sé qué nebulosa. Creo que se
fue a Galapagar con una humana, pero no estoy muy seguro.
A lo que iba. La
solidaridad cavetiana nos llevó a crear la Hermandad de Donantes de Sangre Pro-Rufino.
Este organismo controlaba las ingestas de Lugosi bajo la lupa de un conocido
nutricionista. A media madrugada, Rufino se metía su ración correspondiente de hematíes,
leucocitos y plaquetas.
Con el cambio en
la alcaldía hubo un vuelco insolidario. Un lío de faldas acabó con el alcalde de
la izquierda. Y es que la gente se cansa enseguida. Eso y que el cura, don
Sebastián, pintó un apocalipsis de la hostia. En las misas malmetía con
sermones tremendistas: Maligno por aquí, Diablo por allá, el párroco sembraba
la discordia con simientes pavorosas. Y encima se ponía presuntuoso. Citaba el
Drácula de Stoker sin haber abierto el libro. Y, claro, a la gente le dio que
pensar. Los rumores se expandieron. Que si Rufo comía gatos, que si mordía a
las muchachas, que si olía a bomba fétida, que si jodía las fotos de grupo… El
cura vio un filón en su monserga y lanzó infamias a mansalva: Lugosi no podía
confirmarse, vomitaba al beber agua (con la sangría se ponía a morir)… y así
todas las santas catequesis.
Eva, su novia,
aguantó carros y carretas, pero no pudo resistir a la presión y sucumbió. La
noche referida, la de la cita en el castillo de los condes de Cavete, cortó su
relación con el vampiro.
Lugosi, chaval
sensible, no pudo soportar aquel vacío colectivo. Se le hizo un nudo en los
colmillos. Ya ni la sangre le llegaba a las arterias.
Una noche que
habíamos quedado a la puerta de un afteragüer me encontré con una nota escrita
a doble espacio en Times New Roman. Aquí la tengo para transcribirla (yo no sé
cómo hay escritores superventas que se saben estas cosas de memoria).
Querido Eduardo:
Eres un tío de puta madre. Un buen amigo, aunque me debes
30 euros, te recuerdo. Pero bueno, como me fío de ti, quiero que me hagas un
último favor.
Mañana, o sea, hoy, cuando amanezca, seré ceniza
(espero). Vamos, que he decidido suicidarme exponiéndome al sol. He elegido el
patio de armas del castillo, ya sabes lo que me tira este lugar. Bueno, coge
mis cenizas en un tarro y se las llevas a mi madre, que ésa sí que es una
santa, no como el hijoputa del cura… Adiós, Edu, que te vaya muy bien en la
vida, tío.
Rufo Lugosi
Me entró una
llorera del copón. Cuando quise reaccionar, ya estaba amaneciendo. El capullo
me pilló desprevenido, y un poco pedo.
Y aquí estoy con
las cenizas de mi amigo, metidas en un bote de Nocilla, a las puertas de su
casa.
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