Ratna-Yakam, por GLORIA ACOSTA.




Ante el espejo del vestidor, Angelina contempló la perfecta simbiosis que aquel Versace formaba con su  figura.  Pasearía por la alfombra roja en apenas tres horas y miles de destellos atraparían  cada detalle, cuidado hasta la perfección.

En el barrio de Idgah, aún faltaban dos horas para la salida del sol. Rajul preparaba como cada día el desayuno con arroz y puré de lentejas para sus tres hijas. Esa mañana se sentía especialmente alegre. Tras cuatro años de aprendiz, Aruna pasaría a formar parte de los pulidores a sueldo, y esas rupias supondrían un alivio a la carga familiar, ahora que los mayores se habían independizado.
La ciudad rosa nunca dormía, sacudida  por los ecos del bullicio callejero, el tráfico desordenado y los miles de turistas noctámbulos, cazadores de inútiles recuerdos.
La noche había conseguido refrescar el calor diurno en ese último mes del invierno  y todo estaba dispuesto sobre la mesa de la pequeña estancia, al fondo de la casucha destartalada, en la que Rajul ejercía de barbero; lugar estratégico desde  donde controlar los servicios de inspección, cada vez más frecuentes e inoportunos. En esta ocasión la mercancía provenía de Myanmar lo que aseguraba una excelente calidad.
El buen hombre hacía números soñando con la posibilidad de casar  lo antes posible a Aruna. Pronto cumpliría los quince años y sus dedos ya no tendrían las pequeñas dimensiones y habilidad que la singularizaba como la más deseada por los talleres diseminados en el barrio más humilde de la ciudad.  Bendecida por un don especial, las piezas que salían de sus  manos teñidas de verde óxido, eran las más codiciadas del mercado. La pequeña  empezaba a acusar las primeras molestias en su espalda  y su dedo índice, ligeramente deformado, perdía agilidad en la rueda. Los hijos mayores  también habían tenido  el honor de ser pulidores, era la tradición familiar, pero ninguno había alcanzado la destreza de la muchacha. Sin embargo aún quedaban demasiado lejos las veinte mil rupias necesarias para asegurarle un  marido sin pretensiones.
 Estas ideas rondaban su cabeza cuando Aruna se levantó de su camastro. Llevaba demasiado tiempo despertando con esa molesta tos seca.
Sacudió su cabello desalojando así de su cabeza el recurrente sueño que la agitaba desde que su padre le prohibiera continuar en la escuela, siete años atrás. Ya casi había olvidado su habilidad con  la lectura y los números, diluyendo sus primeros anhelos en el espejismo de un mundo inalcanzable que se escapaba en las maletas de los turistas que visitaban la ciudad, para luego abandonarla y dirigirse a sus confortables despachos o salones de casas de verdad.
Se aseó y  vistió con prisa el traje de faena, tomó su habitual desayuno y ocupó su puesto junto a sus hermanas pequeñas y los dos hijos del vecino.
Rajul esparció las piedras en la mesa, entregando a su hija un fantástico <<sangre de paloma>>, con una tonalidad azul en el rojo, como no había visto antes. Sus ojos se encendieron con el brillo ardiente de la ambición. El capataz se sentiría orgulloso de su pequeña cuando acudiera, al medio día, a inspeccionar el trabajo.  Sería la ocasión perfecta de solicitar al menos cuarenta rupias diarias.
   En la semioscuridad, los ojos de Aruna, competían con el polvo verde de sus manos, mientras hacía girar el disco sobre el que aquel rubí tomaba la forma oval deseada. Rodaba al ritmo agitado de las ansias de la mujer que deseaba dejar de ser niña.

Comenzaba la tarde y los  invitados empezaba a ocupar sus asientos en el Dolby Theatre. Las vallas que circundaban la entrada estallaban con el clamor de las voces de los periodistas congregados que gritaban su nombre, pidiendo una fotografía o un posado original.
 Los destellos de la tormenta de flases, acentuaban el rojo sangre del << ratna-yaka >> que Angelina lucía en su  cuello.
Mientras, amanecía en Jaipur.


Ópalo precioso, por FLOR DE CHIMENEA




A tí, mujer maltratada



Ópalo precioso,
engendrado en el manto de la tierra,
vientre preñado,
acunado en el brazo de la cumbre,
de la laguna.

Son insertados tus colores
por el pincel caprichoso
con sus hilos de crin de unicornio,
vida de ópalo caprichoso,
forjado por la brisa que te trae el canto
de abubilla barruntando mal presagio.

Sombra de un alma negra
con aspecto caballeroso y gentil, te acecha,
arrebató, ópalo precioso,
un puño negro disfrazado de amor,
dejándote encerrada
en aquella urna,
espejo que refleja gritos de bocas calladas,
rostro maquillado con la ira del dolor,
puño que abrió un día la zanja
que te llevo al núcleo en el que  te fundes
como una lagrima de miel  en el vértice de un volcán.

Hoy lloran por ti lágrimas de sal,
los pétalos que acompañan ese mar de lava.

Marmol, por ISABEL REZMO.



Minutas como las rectas.
Uniforme.
Seco.
Raíles.
Epílogos.
Cuentas.
Los pasos de cebra
de los rincones.
El vinagre encorsetado
en el  aceite de un guiño.
Escarcha....frío,
la cera de la polilla,
una rosa.
Un acertijo,
el polen de Damasco,
la tinta de los tornillos.
La vida dentro de la sequía.

El  mármol.

ARTISTA ANFITRIÓN: Daniel Espinosa (Diseñador de Joyas)

Hola Amigos de Absolem, es un placer compartir con ustedes la tradición milenaria de la Joyería en mi país, México. Me da gusto saber que dedicareis el próximo número al fascinante mundo de la joyería, que a lo largo de la historia han significado poder y empoderamiento, y que a día de hoy es una forma de expresión artística para quien las crea y de fascinación para quien las porta y las hace parte de su día a día.
      Reciban un cordial saludo.

                                                       D. E.




DANIEL ESPINOSA
JEWERLY

........................................................................

Daniel Espinosa Jewelry es mucho más que una firma de joyería, es la pasión y la genialidad de su creador y alma mater, quien hace ya más de 15 años que comenzó a crear sueños en plata y oro. 

DANIEL ESPINOSA
La casa de joyería mexicana vuelve a presentar líneas nuevas inspiradas en la eternidad y la belleza como un icono que siempre perdurará. Esta idea que el diseñador Daniel Espinosa lleva como lema por todos los continentes gracias a sus piezas se auna con el continuo cambio y evolución de la creatividad. Piezas que se basan en experiencias del propio diseñador durante sus viajes por el mundo. Algo que vive en los nombres que cada temporada escoge para sus colecciones. La alegría y el color de Calcuta que se puede encontrar implícita en sus brazaletes. La arquitectura e historia de la ciudad hindú se impregna en sus modelos bañados en oro. La riqueza y la elegancia del lujo griego donde se funden la plata con el oro dando luminosidad en la Colección Grecia. Joyas con detalles martilleados haciendo cada pieza una idea de exquisitez. Lisboa también tiene su referencia en piezas trabajadas con enigmáticos dibujos perforados creando detalles preciosistas y dando ese toque cosmopolita y étnico a la par.

Daniel Espinosa, amante de las arquitectura y el juego de dimensiones encuentra en las Esferas, un símbolo de poder cultural. Como si de un cuerpo encandescente se tratase, tomando del sol los destellos que la piel de la mujer que lo porta necesita. La luminosidad y el color adquieren un papel crucial en las piezas de este invierno. Atrás quedaron los austeros otoños y los gélidos inviernos. Las piedras preciosas trabajadas como un prisma que refleje el color vibrante de la vida, que aporte a cada persona su tono y refleje el estado emocional. Verdes frondosos, intensos rojos, dulces rosas y enigmáticos marrones son la esencia de la paleta que la marca de joyas propone. Como base de partida sus amados cubos que son reinterpretados con el clásico negro. Dorado y negro aliados en una revisión de su ya conocida línea Mexican Geometry, tomando como referencia al Imperio Británico y su elegancia bajo el título de British Moment Diseños creados de manera artesanal uno por uno y trabajados en plata y con baños de oro que se combinan con piedras preciosas en sus talleres de Tasco, llevando el Made in México a otro nivel por todo el planeta. 











Declaración de principios, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS.



Me proclamo rebelde,
entristecido cuarzo de intifada,
osado agitador de mariposas,
regente del silencio de mis gallos.
En la cartera sólo dos afanes:
librar a los insectos dormitados en el ámbar
y conducir el grito de la tierra
que todos cosechamos.
Astrónomo de versos                                                  
sin más mesías
que las manos abiertas
a la tinta cargada de dolor.
Porque el hombre que piensa este poema
ama el agua alejada
del temblor de las sombras,
llora cuando las hojas desnudan a los árboles,
silencia su ignorancia
en la voz que dormita en las canciones.
Nadie me representa en este drama
de diamante, corona y malas hierbas.
El indulto vendrá a mis posesiones,
aislado de demonios rezaré
hasta que mis rodillas se acomoden
a la urgente belleza del rubí.

Minero, por ESNEYDER ÁLVAREZ.



Busco un poco de oro,
o tal vez una diminuta esmeralda,
seguramente podre encontrar un pequeño tesoro.


¿La suerte?
30 metros bajo tierra vine a probarla,
el sueño de un futuro rodeado de dinero me ha traído,
en medio de las negras rocas busco el brillo del oro
o de algo que sea tan precioso como lo que he dejado por él.

El tiempo no puedo contarlo,
acá ni el día ni la noche  existen,
solo el agotamiento me lleva a dormir,
el polvo y la ilusión de tener fortuna me despiertan.

¿El amor? espero me aguarde,
¿los sueños? La ambición tal vez ya los mató,
¿mi vida? aun no la entiendo,

¿el oro? aun no lo encuentro.

Un diamante, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN


        
        Se escucha el viento silbar, de vez en cuando, las ráfagas arrastran una lluvia diminuta. Las gotas chocan contra el parabrisas como cristales iluminados, a intervalos, por un sol amordazado de nubes a las que, también de vez en cuando, consigue burlar.
   - ¿Qué tal si hoy hacemos una excepción y nos vamos a cenar fuera?
¿Una excepción? Se pregunta mientras asiente, intentando no mostrarse sorprendida. Después de un día tan ajetreado lo único que desearía es llegar cuanto antes a casa, darse una ducha caliente, tomar un vaso de leche tibia y sumergirse sin preámbulos en el sueño. Pero hacía una eternidad que él no traspasaba la barrera narcotizante de la rutina y esta propuesta repentina le hacía sentir una mezcla de curiosidad, excitación y vértigo.
Hacía tiempo que el silencio se había establecido entre ellos como un acuerdo tácito. Desde aquel día en el que ella, para ponerlo a prueba, le soltó a bocajarro que quería un diamante como regalo de su décimo aniversario de bodas. Él soltó una carcajada a modo de respuesta, pensando que aquel despropósito no podía ser menos que una broma. Pero lo taladró con la mirada, cogió su bolso y se marchó de la cafetería como alma que se lleva el diablo. Ruborizado y confundido, su marido salió tras de ella sin pagar la cuenta y tuvo que volverse ante la llamada de atención del camarero. ¿A dónde quería llegar con todo esto? Era un humilde empleado de correos, tenían tres hijos a los que mantener y su sueldo apenas daba para llegar a fin de mes, no podían permitirse semejante capricho. La estuvo buscando toda la tarde, llamó a la casa de sus padres, telefoneó también a casa de algunas amigas, se acercó a la biblioteca a la que solía ir algunas tardes, pero ni rastro. Finalmente, cuando ya empezaba a oscurecer, la encontró al doblar una esquina, parada junto al escaparate de una joyería, absorta mirando aquel anillo, cuya piedra insultante y transparente brillaba bajo la luz artificial con el resplandor hipnótico del diamante. De no ser porque minutos más tarde se disculpó con él, su marido hubiera podido pensar que había perdido el juicio.
Ella se merecía un diamante ¿cómo es posible que él no hubiera sabido verlo, reconocer que merecía ese reconocimiento?- pensaba mientras atravesaban la avenida y tomaban el desvío hacia el muelle- contemplar aquel anillo en el escaparate de la joyería le había hecho saltar los resortes que le hicieron tomar contacto con la realidad de su vida. Sin tiempo para nada, embebida en la lucha diaria, los hijos, los pañales, el sarampión, la casa, las facturas, la bata de casa como indumentaria oficial, las marcas blancas en el supermercado, el ahorro, el mísero ahorro por si llegara el caso que…, nunca se sabe lo que puede ocurrir…
Pero en realidad no se sabe nada ¡nada! ¿Quién puede saber lo que va a pasar mañana? Los días pasaban sin un brillo que no fuera los ojos de sus hijos o las caricias apresuradas y mecánicas de los sábados por la noche con su esposo.
Mientras avanzaban, un nudo en la garganta la toma por sorpresa. Van camino del muelle ¿A dónde van? Cerca de allí sólo hay un restaurante, con una hermosa terraza que da al mar, el del mirador. Cenar allí cuesta un ojo de la cara. Sin embargo parece que ese es el destino elegido, pues lo ve aparcar y ahora, ante su cara de pasmo, le abre la puerta del coche por fuera y la invita a salir.
Camina como si flotara, incrédulo. Ya dentro del comedor repleto de mesas con manteles blancos impecables, se mira de reojo en una columna de cristal de múltiples tonos azules y no se reconoce.  Les asignan una de las mesas en la terraza, desde la que puede contemplarse un panorama espectacular del puerto, que a esa hora se va iluminando como un cuenco con lamparillas de aceite encendidas.
  -   Por favor, tráiganos la carta y una botella del mejor Sauvignon…
No es posible que esto esté ocurriendo –piensa- mi marido está perdiendo el juicio, le tocó la lotería o me está siendo infiel,  porque si no es así ¿a qué viene esto?
  ¿Te sientes bien Luisa?
  - Sí, muy bien gracias –contesta torpemente
 - ¿A qué vienen las gracias? Soy tu marido, no un desconocido- dice con ternura.
  Cierto, era su marido, sin embargo desde hacía bastante tiempo, su marido era ese extraño que ordinariamente ocupaba por las noches el otro lado de la cama, almorzaba cuando podía en casa, compartía con ella los gastos, la hipoteca y muy ocasionalmente algún que otro momento de pasión.
Te preguntarás qué celebramos esta noche o qué mosca me ha picado, para que tal día como hoy, un día cualquiera, nos hayamos desviado del camino que nos conduce a casa. Luisa, mira la luz de esta copa, fíjate en el brillo que refleja. Si la observas bien verás que es diferente al que proyecta la tuya. Aunque las dos parecen idénticas, no lo son, como tampoco es el mismo el lugar que ocupan en la mesa. Esto nos lleva a la conclusión de que somos diferentes, únicos e irrepetibles. Y que una vez que desaparecemos, algo singular desaparece, por lo tanto mi amor, esta noche celebramos la vida.

Litoteca, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ

           


      Esa mañana el Museo Geominero estaba atestado de público, en su mayoría jovenzuelos que habían bajado cual manada de varios autobuses en la misma puerta y que, tras la obligada visita a la galería subterránea de la aneja Escuela de Ingenieros de Minas, correteaban con cierto descontrol entre los abigarrados expositores de madera y cristal, en los que marcaban con los dedos sus huellas dactilares señalando las piezas que previamente habían estudiado en las clases de ciencias. Habían dejado de ser sólo unos nombres o unas imágenes en una pantalla para convertirse en objetos tridimensionales, relucientes y llamativos bajo las luces de las vitrinas.
            Aquellas piedras, perfectamente identificadas con su nombre, clasificación y origen, eran para Pedro no sólo objeto de interés científico. Su deambular por aquel edificio singular le traía a la mente un pasado, no muy lejano, cargado de sentimientos contradictorios. Recordaba aquellas tardes en las que, haciendo tiempo mientras esperaba a Petra, recorría las galerías superiores de la gran sala central, y asomado a la barandilla de hierro forjado, contemplaba la majestuosidad de aquella especie de caja de los tesoros, cuya tapa de cristal refulgía penetrada por los últimos rayos del ocaso. Llegada la hora de desalojar, Pedro aprovechaba la connivencia del personal de seguridad para dirigirse a la zona administrativa. Mientras atravesaba el corredor se escuchaba como armarios y cajoneras se cerraban, y finalmente la luz tras la puerta acristalada se extinguía justo un segundo antes de que la esbelta figura de Petra la franqueara. No podía olvidar esa sonrisa perenne en su boca, ni el sabor mentolado de sus labios.
En la época del inicio de su relación, las tardes eran de una actividad frenética, unas veces iban a ver una película u obra de teatro, otras a dar un errático paseo por el centro. Tras la cena en cualquier garito, la conversación fluía sin cesar, se descubrían el uno al otro, abrían su alma ansiando compartir sus experiencias vitales. Ya no cumplían los cuarenta, por lo que la vida les había deparado todo tipo de vaivenes, a él un matrimonio roto por ausencia total de afinidad, y a ella una tormentosa relación a distancia como consecuencia de sus continuos viajes profesionales. Y era ahora, al menos eso creían, el momento de encontrar una estabilidad siempre añorada. La velada solía culminar con un éxtasis de segunda juventud, en el que la música de fondo ya no eran los éxitos de moda de los ochenta, sino las apacibles notas de Katchaturian o Satie.
           
De nuevo el fragor de la chiquillada devolvió a Pedro al presente.
―¿Habéis visto?. ¡Eso es oro!― exclamó un púber mientras sus ojos centelleaban de emoción. ―Seguro que esa pepita tan hermosa vale un montón de pasta. Es más fácil robarla de aquí que de un banco― comentó con sus adláteres guiñándoles un ojo. A continuación, el pescozón que recibió de parte de su profesor le quitó todas las ganas de iniciar una temprana carrera criminal.
―Gutiérrez, tu siempre con tus ideas peregrinas. Venga, muévete y deja que los demás también podamos ver los metales preciosos.
La idea podía parecer infantil, efectivamente, pero no era tan descabellado pensar que se podía violar con facilidad la seguridad de aquellas vetustas vitrinas, aunque el objetivo no fuera precisamente aquellas piezas de alto valor crematístico, él tenía en mente otra pieza de valor simbólico. Nuevamente vinieron a su mente momentos pretéritos, precisamente cuando el destino quiso que coincidiera con Petra en aquel descansillo de escalera del hospital, la una tratando de apagar una colilla que mantenía encendida a escondidas, el otro simplemente buscando algo de aire fresco con el que llenar sus pulmones, tras todo un día metido en aquella habitación de la planta de nefrología.
―Vaya, me has pillado―dijo mientras sus mejillas enrojecían. ―No he podido evitarlo, es que me operan mañana, ¿sabes?, y no llevo muy bien eso de que me hurguen por dentro.
―No te preocupes, cada cual lo lleva como puede―le contestó esbozando una sonrisa. ―A mí también me operan mañana, piedras en el riñón. ¿Y lo tuyo? ―inquirió.
―Lo mío es de vesícula, por lo visto tengo una cantera entera ahí dentro, y yo sin saberlo―se puso la mano en el costado derecho mientras hacía una mueca de dolor. ― Me explicaron no sé qué de que tenía ramificaciones y que la laparoscopia estaba descartada, que me tenían que abrir y quitarme la vesícula o me arriesgaba a una peritonitis. Y así, de repente. Hace dos días estaba como una rosa, y ahora lo mismo tengo una rosa del desierto dentro―soltó una risotada al terminar la frase. Esa locuacidad ante un desconocido dejó a Pedro desconcertado.
Él también se rió, aunque Petra se dio cuenta de que no había entendido el chiste. Inmediatamente sacó su móvil y buscó en la galería. Entre sus cientos de fotos de todo tipo de formaciones rocosas, encontró la que estaba buscando.
―Esto es una rosa del desierto― giró su móvil para que pudiera ver la imagen.
―Ah, ya entiendo. Es muy bonita. Espero que mi piedra sea algo más fea pero con menos puntas, porque expulsar algo así tiene que doler un rato―el comentario volvió a hacer batir la mandíbula de Petra.
―Por cierto, me llamo Petra. ¿Y tú?
―Pedro
―Mira por donde, Petra y Pedro, dos tipos “rocosos” ―de nuevo volvió a reír cual chiquilla.
―Veamos, Pedro, vamos a buscar una piedra apropiada para ti―comenzó a mover el dedo con agilidad, pasando imágenes a velocidad vertiginosa. ―¡Ésta! ―exclamó.
Ante sí una imagen realmente espectacular, no sabía que la naturaleza podía esculpir algo tan bello. Tenía forma similar a un cerebro humano, la parte exterior de un brillante color naranja, moteado por incrustaciones en varios tonos. En la zona central, como dibujado en un lienzo por un genial pintor, trazos que corrían paralelos cubriendo toda la gama de azules.
―Es una pieza de cuarzo, variedad ágata, que sacamos de una geoda, en un volcán uruguayo.
―¿Sacamos? ―dijo Pedro extrañado.
―Soy geóloga.
―Pues yo soy camarero, pero ahora estoy haciendo un curso en un taller de cantería. Dado nuestro nombre y nuestro trabajo, es comprensible esta especial predisposición por todo lo relacionado con las piedras, sean de exterior o de interior.
Ese comentario disparó la hilaridad de ambos y fue el principio de una historia de amor que duraría siete años.

Seis de esos siete años fueron los mejores de sus vidas. Al haberse encontrado ya en la madurez habían descartado la idea de tener descendencia, ella al menos nunca lo había planteado, y él no se creía capacitado para ejercer como padre. Pedro finalmente encontró un trabajo lejos de la barra de un bar, alejándose de la vida nocturna y sus sinsabores. Así que disfrutaron a tope de su complicidad y armonía. Pudo acompañar a Petra en algunos de sus viajes por medio mundo, descubriendo de su mano rincones, sabores, sensaciones totalmente novedosas. Le decía a menudo que su vida realmente había comenzado el día que la conoció y ella le respondía siempre lo mismo, que era  afortunada por haber encontrado a un hombre que le hiciese reír de nuevo.
El séptimo año de convivencia, sin embargo, fue el peor. Tras un chequeo rutinario, a Petra le diagnosticaron un tumor maligno. El mazazo fue terrible para ambos, pero fue ella la que tiró del carro, y sin venirse abajo, lo primero que hizo fue utilizar sus contactos y buscar un puesto de trabajo como conservadora del museo. Así podría afrontar el riguroso tratamiento y, al mismo tiempo, permanecer activa y cerca de lo que más amaba, sus preciosos minerales. Fueron muy pocos los días del año los que Petra faltó a su quehacer diario, a pesar del considerable deterioro físico que sufrió en poco tiempo. Él acudía puntual a su cita al terminar la jornada, no sin antes enjugar sus lágrimas.
―Hola, amor. No hacía falta que vinieras―le dijo mientras besaba su mejilla todavía húmeda. Su extrema delgadez y el llamativo pañuelo en su cabeza le daban un aspecto juvenil, pero sólo ellos y unos pocos más sabían lo que la corroía las entrañas.
―Pensé que podríamos ir a ver aquella exposición que te comenté. Está aquí mismo. Y si te encuentras con fuerzas, podríamos cenar fuera.
Asintió con la cabeza, le asió por el brazo y abandonaron el edificio. Mientras caminaban calle abajo, Petra le comentó:
―Hoy he hecho una tontería. He dejado un pedazo de mí ahí dentro.
―¿A qué te refieres? ―preguntó Pedro perplejo.
―Tú sabes lo que significan mis piedras para mí, son mi vida, además de ti, por supuesto―le hizo una carantoña―y también sabes que esto mío no tiene buena pinta.
―No digas eso ni en broma―le espetó enfadado. ―El médico dice que estás respondiendo bien al tratamiento. Es cuestión de paciencia, todo va a ir bien.
Ella sabía que Pedro no podía asumir lo que irremediablemente iba a pasar, así que no quiso contradecirle. Prosiguió:
―Claro, no me hagas caso, ya sabes que tengo días y días―dulcificó el discurso. ―El caso es que quería proponerte un juego. Como te decía, he dejado un pedazo de mí ahí dentro, y quería saber si eres lo suficientemente sagaz como para encontrarlo.
―¿Pero a qué te refieres?. ¿Alguna foto?. ¿Una de esas piedras tan extrañas que has ido recogiendo?
―Tendrás que averiguarlo.
―¿Y cuál es el premio por averiguarlo?
―Te lo diré cuando lo encuentres.

De nuevo la algarabía le devolvía a la penosa realidad. La soledad de los últimos meses y la amargura de la pérdida de Petra eran un lastre para levantarse de la cama. Y tan sólo la promesa de encontrar aquel secreto tesoro, escondido entre la inmensa colección de minerales, le motivaba. Finalmente su empeño obtuvo recompensa. Cuando se quiere esconder algo, lo mejor es ponerlo a la vista de todos para que pase inadvertido. Miles de ojos recorrían a diario aquellas vitrinas y anaqueles, cientos de miradas leían aquellos cartelitos, pero sólo él podía saber que había algo que no cuadraba, que dentro de la clasificación y sistemática mineral no había lugar para una pieza tan singular.
Como venía haciendo últimamente, casi a diario, dejó atrás los expositores de metales, sulfuros e hidróxidos. Pasó de largo de los haluros y carbonatos, ni se detuvo en los fosfatos y silicatos. Eso sí, cuando llegó a la altura de los sulfatos, su mirada se posó, una vez más, en una pequeña piedra, justo al lado de la rosa del desierto. Era de color marrón oscuro, con unas excrecencias que se ramificaban en todas direcciones. No era muy llamativa al lado de otras más coloridas o de mayor tamaño, como la anhidrita o la modesta pero magnifica muestra de yeso. Lo curioso es que nadie hubiese advertido que ese ejemplar de “Pétrea hospitalaria” era en realidad una espuria pieza de la colección, tan sólo una amalgama de sales y colesterol teñidas de bilirrubina, que una vez habitaron en el interior de su amada Petra, y que vio la luz por primera vez el día siguiente al de su primer encuentro, siendo su procedencia más quirúrgica que ígnea.

Se acercaba la fecha de un nuevo inventario, y Pedro no podía arriesgarse a que el nuevo responsable del Museo se diese cuenta y le privara de su botín. Era sólo cuestión de un poco más de paciencia, aquellos inquietos adolescentes centrarían la atención del personal, momento que aprovecharía para ganar la apuesta. Amargo premio el suyo.

Breakfast a Tiffany´s, por MERCHE HAYDÉE MARÍN TORICES





“Érase una vez una bonita y escuálida muchacha, vivía sola, exceptuando un gato sin nombre”.


Desayuno con Diamantes” es más que una película. Y no es porque fuera galardonada con los Oscar a la mejor actriz, mejor guión adaptado, mejor dirección artística, mejor banda sonora y mejor canción, “Moon River”. Audrey Hepburn representa y seguirá representando durante décadas la esencia de ser mujer. Es hermosa, por dentro y por fuera, destila sentimiento, dulzura, elegancia, vulnerabilidad, belleza, desatino y armonía al mismo tiempo, es más de lo que cualquier blogera de moda pueda ser nunca, es más que un mito; es una mujer que ha sabido aprovechar la vida en todas sus manifestaciones y es en esta película donde da rienda suelta a todo su ser. Porque ella no actuaba, era, simplemente Audrey.
Blake Edwards dirigió este drama-comedia, sin saber la trascendencia que tendría en el mundo de la moda, de la elegancia, del peinado y de los sentimientos. Es esa pequeña gran obra de arte que algunas desempolvamos en los días de lluvia.
No es fácil hablar de joyas y huir de la frivolidad pero este filme lo consigue. Todas hemos querido emularla, con sus vestidos bien encajados en su fina cintura, con los grandes sombreros y las redondas y enormes gafas de sol que siguen siendo icono de diseñadores. Todas hemos querido contemplar el escaparate de Tiffany`s y traspasar el umbral para contemplar los diamantes.
Pero lo magistral de esta obra es la fotografía, y, sobre todo el guión. Me quedo con estas dos frases:
“-Escuche ¿sabe cuándo uno pasa por los días rojos?
 -¿Los días rojos quiere decir deprimidos?
 -No. Te deprimes cuando engordas o cuando llueve mucho. Te pones triste eso es todo. Los días rojos son horribles. De repente uno tiene miedo y no sabe por qué.
-Por supuesto.
-Cuando me siento así, lo único que me ayuda es subir a un taxi e ir a Tiffany`s. Me calma los nervios enseguida. Es tan silencioso y soberbio. Allí no puede ocurrir nada. Si encontrara un lugar que me hiciera sentir como Tiffany`s entonces compraría muebles y le pondría nombre al gato”.
“Entonces compraría muebles y le pondría nombre al gato…”, magistral; aquí se resume la necesidad de toda mujer de construir su palacio, de ser dueña de sus almenas, de llamar por su nombre a las cosas que amamos. Pero esto no ocurre hasta que nuestro interior está lleno de amor. Ese es el terrible drama de nuestra protagonista. No es un amor de príncipe que cabalga sino amor a lo cotidiano, orgullo de ser cómo somos, de saber acariciar cuando alguien lo necesita, de entender nuestra soledad como canto a la libertad y a la inspiración, de confundir a nuestros amores del día a día con olores, con sabores, con delicias que sólo una mujer sabe dar.
 “Nena, tú estás metida en una jaula. Tú misma la construiste. Y tus límites. No importa a dónde huyas, siempre acabarás tropezando contigo misma”.
Dentro de cada mujer hay una joya, da igual su tamaño, su color, su forma, su nombre, de dónde venga o quién nos la dio, o si la compramos para nosotras mismas o si la heredamos de una bisabuela coqueta. Esa joya es la puerta que abre a nuestros anhelos, a nuestros sueños, a la vida que queremos vivir, a la libertad soñada, a la posibilidad de volar con la imaginación.
Yo tengo en mi joyero un conjunto de aguamarinas y plata muy sencillo, dos pendientes y un anillo, que, aunque me los ponga estando desnuda, me siento vestida. Porque es mi piedra favorita, porque me la regalaron con amor, porque me hace sentir querida y admirada como mujer. Eso es el escaparate de Tiffany`s, la búsqueda de cada una de nosotras. La realización de nuestros sueños, la esperanza de que pase lo que pase siempre estarán las aguamarinas en su caja de terciopelo para recordarme que alguien me quiso, que alguien me querrá, que yo me quiero.
Como bien dice la canción de la película la vida es un río, que fluye y no se para, que limpia y purifica, que mansamente nos lleva y tenemos que dejarnos llevar, romper nuestras pequeñas jaulas y remar sin rumbo pero seguras de que el puerto que nos aguarda es hermoso. Sólo de esa manera vayamos donde vayamos no tropezaremos con nuestros dolores del alma porque se los habrá llevado el río para cambiarlos por una sonrisa.
Recuerdo esa imagen tan neoyorkina de Holly Glightly contemplando los diamantes y saboreando un café y donuts, tras una noche de fiesta. Ni doscientos capítulos de “Sexo en Nueva York” han sabido reflejar de ese modo la intensidad de la aventura de ser mujer.
Toda la película está plagada de metáforas, de fábulas, de emociones encontradas que giran y se cierran alrededor de un diamante.
Yo aún no he encontrado el mío, pero sí otras piedras preciosas en el camino que me llevan hasta él, el más puro, el más transparente, el más perfecto; vamos aprendiendo lecciones de vida y consiguiendo nuestras piedras preciosas, que nos hacen perder el sentido del ridículo y cantar de amanecida de mañana, colocarnos el sombrero más extravagante y reírnos de nosotras mismas.
No sé cómo será encontrar el diamante pero merece la pena por lo divertido y enriquecedor que es ir hasta él.
Moon River,
Río de la luna, más de una milla de ancho
Te voy a cruzar a la moda algún día,
Viejo creador de sueños,
Destrozador de corazones…
A donde quiera que vayas,
Yo sigo tu camino.


Dos vagabundos, para ver el mundo
Hay tanto mundo para ver
Los dos buscamos el mismo arcoíris
Que nos aguarda al final de la curva…
Mi fiel amigo
El río de luna y yo.











Río de luna, más de una milla de ancho
Te voy a cruzar a la moda algún día,
Viejo creador de sueños, 
Destrozador de corazones ...
Adondequiera que vayas,
Yo sigo tu camino.

Dos vagabundos, para ver el mundo
Hay tanto mundo para ver
Los dos buscamos el mismo arco iris
Que nos aguarda al final de la curva ...
Mi fiel amigo,
El río de luna y yo.