De la
épica que aconteció
nada sabemos
cierto.
Abrió
la tierra a dentelladas,
bebió
sus jugos
y esparció
la simiente.
Cubrió
los surcos, un haz de aire.
Consintieron
los jueces
en que quizá fuera un vicario,
o un
hijo menor del demiurgo.
Traía
el estigma,
refulgía
en la espalda
el
sello arcano
del
numen absoluto.
Uno a
uno, vio en el dorso,
su imagen
reflejada.
De la
esfera celeste arribó el fuego,
calcinando
la frente de los hombres.
Entonces
fue, entre sollozos,
cuando supimos
que ya la
tierra estaba germinada
y en el
éter, disuelto el emisario.
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