—¿Nunca os habéis preguntado por qué de
vez en cuando sentís como que vuestro corazón arde cual la más intensa de las
hogueras, que vuestro pensamiento fluye como el agua en calma, que vuestra
convicción es férrea como la tierra, o que vuestro ánimo se alza como el viento
huracanado? Eso, descreídos, es porque no sabéis nada acerca del misterioso
secreto de los Cuatro Elementos.
Esa era la letanía que una y otra vez
repetía aquel cansado y doblado viejo como los juncos al viento cada vez que
alguien se acercaba a su mísero cartel que rezaba con letra tan torcida como su
espalda: “Maestro de Secretos revela arcano del Universo a cambio de comida”. Cuentan
que alguno de los incautos que decidió quedarse cerca de su verborrea incesante
pudo descubrir un lejano brillo en su mirada cuando el vagabundo hablaba de los
tiempos anteriores a la Oscuridad, antes de que unos pocos apresaran la palabra
y los Cuatro fueran ocultados al mundo en nombre de la sagrada fe.
Según decía mientras movía sus manos con
fuertes aspavientos, como gritando a un enemigo invisible que sólo él veía en
la puerta de aquella vetusta iglesia, la Verdad revelada de fe, había robado
con alevosía las otras Verdades sobre el mundo. El anciano contaba a todo aquél que le
quisiera escuchar, que cuando era un niño en su aldea en el Norte, el
Hombre-Cuento del lugar les enseñó a honrar a los Cuatro Elementos, pues «gracias
a ellos es que existimos y vivimos esta vida, que no somos almas presas en este
valle de lágrimas, no somos hijos de la pena sino del amor». Según relataba a
los niños del pueblo, en el principio de los tiempos, desde las cuatro esquinas
del Universo, surgieron cuatro seres: Fuego era un torrente rojizo, abrasador,
que hacía que todo se pusiera en movimiento a su paso, pero que si permanecía
demasiado cerca de algo, lo consumía hasta tornarlo cenizas. Agua era un dulce
y errático ser que no lograba encontrar sitio donde contenerse y fluía en el
vacío de un sitio a otro. Tierra era un lecho inmóvil y yermo, deseoso de
crecer y florecer, y Viento era un aullido perdido en el tiempo y el espacio.
Estos cuatro seres estaban rotos y perdidos, y cada uno, por distintos motivos,
fue acercando su vagabundear hasta los otros, como si el Destino así lo hubiera
querido; así, Fuego conoció a Tierra y la sedujo de tal forma que ella ardió
por los cuatro costados, y su resquebrajado ser se incendió y abrió, dejando
por siempre dentro de su corazón a Fuego, haciendo de su latir uno sólo. Agua,
al ver a la humeante y herida Tierra, se vertió sobre ella para calmar las
heridas que la pasión con Fuego le había provocado. Fue tan curativa la
presencia de Agua que, gracias a ella, floreció una nueva piel en Tierra llena
de verdor y color; de las profundidades de Agua, pequeños seres empezaron a tomar
forma de esa mágica amalgama que se había creado por el crisol de los elementos
más suplicantes. Parecían gemir y necesitar algo más, su llanto llegó hasta
Viento, que era el único capaz de escuchar y trasmitir las voces, y al sentirlo,
la creación estuvo completa y tomó su primer aliento de vida.
En la aldea del anciano
mendigo, era tradición honrar a los Cuatro Elementos, respirar a padre Viento,
saciar la sed con madre Agua, cultivar a madre Tierra y calentarse con padre
Fuego. Todo giraba en torno a ellos. Cuando un nuevo niño nacía en la aldea, se
encendía un gran fuego en su honor, se le daba su primer baño para que madre
Agua lo conociera, se le dejaba secar con la caricia del Viento, y se le posaba
en un lecho terroso para que sintiera el abrazo de madre Tierra.
La cansada voz del anciano se
casca al recordar esos tiempos ingenuos, antes de que el Progreso viniera
montado en odio y acero para borrar del mapa la existencia de su aldea. Ahora
es el último de los Hombres-cuento, el último sabio que queda para contar la
historia secreta que hay más allá de la venda que todos portan. Nota que sus
fuerzas llegan a su fin y la congoja se apodera de su corazón, pues ni tan
siquiera recibirá el último adiós de los suyos, y cuando su voz calle, nadie
recordará a los Cuatro Elementos.
—¿Podrías contarla otra vez,
por favor?
Consternado, el anciano
observó que una niña con ojos color tierra se había quedado a su lado, cuando
el resto le habían abandonado en su diatriba hacía tiempo, sepultando sus
mentiras con el tañer de las campanas.
—Yo también quiero oírla. —En
esta ocasión le habló un joven de encendido cabello pelirrojo como el Fuego.
Otra joven con un vestido
azul se sentó sin decir nada, mientras que un joven de aspecto desaliñado se
quedaba colgado de un alfeizar como un halcón, en tanto el viento movía sus
ropajes.
Una sonrisa aflora mientras
el viejo vuelve a entonar la balada sobre los Cuatro Elementos: al acabar, las
sinceras sonrisas de los niños y su abrazo lo envuelven.
Poco más que consternación
hay sobre el misterio de la puerta de la iglesia. Según cuentan los testigos,
el mismísimo Dios, o el Diablo, vino a encargarse de ese loco vagabundo. Unos
dicen que su cuerpo ardió de pronto como una tea cubierta de brea; otros que la
tierra se abrió y lo enterró; otros, que una bandada de pájaros bajó del cielo
y lo devoró, e incluso hay quien afirma que el vagabundo se transformó en un
haz de lluvia y se alejó de la ciudad, corriendo como un río hasta que llegó al
Mar. Pese a lo insólito de estas declaraciones, todos coinciden en una cosa: la
gran sonrisa de paz que el rostro del vagabundo tenía antes de dejarse llevar.
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