Les aseguro que no me había percatado de que convivía con una rata hasta que una tarde de siesta la sentí hurgar en los bolsillos de mis pantalones, que había dejado bien doblados encima de la silla del dormitorio. El ruido metálico que produjeron las monedas al caer sobre el suelo me despertó de súbito. Entonces la vi, aprecié perfectamente su lomo y su pelaje marrón verdoso y su hocico peludo, y sus ojos vidriosos y puntiagudos que me miraban desafiantes antes de escabullirse por la puerta entreabierta. Desde ese preciso momento la escucho trastear en las habitaciones de arriba, incluso alguna noche he creído percibir entre sueños sus agudos chillidos. Cada día se iba transformando en un ser mucho más esquivo y rencoroso, siempre acechándome desde algún rincón. Alguna vez, mientras veía la televisión, sentía su presencia tras de mí, pero al volverme se marchaba para no ser vista emitiendo un grito estremecedor. Su imagen se ha convertido para mí en una angustiosa obsesión. No dejo de pensar en ella, en el trabajo, por la calle, en el autobús... Ya no puedo llevar a mis amistades a la casa porque nada más entrar nos la topamos en el centro del salón mostrándonos sus dientes rabiosos, y si la visita es de alguna chica se abalanza sobre ella y la emprende a mordiscos. Créanme esto es espantoso.
Recuerdo perfectamente el día en que nos casamos, de blanco y por la iglesia naturalmente. Iba tan radiante y hermosa que parecía augurar una eterna felicidad. Ella era complaciente, tierna y mimosa. Sin embargo algo salió mal. Algo que no logro comprender, era un ser adorable, hasta que se fue transformando, muy lentamente, sin darme cuenta, en un ser tan repulsivo y odioso como una rata.
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