Sólo el agua de
la lluvia podría salvar el caos, tan sólo ella. El fuego crecía, como un
ejército invasor e invicto, al empuje de los empellones de aire, para dejar
atrás un reguero de silencio –silencio y llanto– de tierra quemada. Alguien
sugirió desviar el cauce del río para que se enfrentasen, cara a cara, las
tropas del agua y del fuego, sería la línea de frente para estabilizar el
calcinamiento de la tierra, a pesar de la alianza fatídica con la aviación de
los ejércitos de aires ventosos. Los cuatro elementos zambulléndose entre sí en
pugna tenaz, arremolinándose y siempre la misma víctima: el hombre, los
animales, las plantas… La vida.
Tras mucho, una vez sujetas las
bridas despotricadas de fuego y viento, los analistas comenzaron a dramatizar
la recreación del origen del estrago. Una señal aquí, otra allá, una más
acullá. Entonces el que vestía el uniforme con más insignias del equipo
investigador dictaminó: “Este incendio ha sido provocado”. Luego la Guardia
Civil rural recibió el informe exhaustivo y se puso en marcha en busca del
pirómano; tras las múltiples pesquisas, un muchacho demacrado y desgarbado, que
en poco sobrepasaría la veintena, fue detenido. No lo negó en ningún momento.
Pero la clave era el porqué. “¿Por qué lo hiciste?”, le interrogó el sargento,
“¿por qué?”. El muchacho no mostraba signos ni de emoción ni de
arrepentimiento, respondía con la mirada perdida en el infinito, era un “no sé”
tímido que no acertaba a ser respuesta completa.
A la noche, cuando la oscuridad más
intensísima invadió el calabozo, comenzó a tiritar y a sollozar, culminando su
desvarío en un griterío desaforado. Acudió el número de guardia, abrió la
rejilla del portalón de la celda y se encontró con su rostro sudoroso,
jadeante, babeante: “¡Sáquenme de aquí! ¡Tengo miedo, sáquenme de aquí! ¡No
soporto esta oscuridad”. Fue despertado el sargento de su descanso reparador, y
tan sólo dijo un “tráiganme al preso”. Cuando el tembloroso y sudoroso muchacho
quedó sentado al otro lado de la mesa del despacho, no cejaba en mirar las
bombillas de la lámpara del techo y de la lamparita de la mesa del sargento,
quien le demandó: “A ver, hombre… ¿qué coño hace sollozar y temblar de pánico a
un criminal que es capaz de incendiar todo un monte?”. Los ojos enrojecidos
seguían pendientes de la lucecita de la lamparilla, le temblaba la mandíbula y
ello le producía un babeo continuo, hasta que pudo articular de nuevo palabras:
“Tengo pánico a la oscuridad… Es un pánico insuperable… En mi entorno todo el
mundo lo sabe… De pequeño caí a un pozo seco y estuve tres días hasta que me
encontraron… La penumbra de día y aquella oscuridad profunda en la noche me han
marcado para siempre… ¡Por eso lo hice!... Los muchachos del pueblo, que sabían
de mi mal, de mi debilidad, en una de sus gracias, me llevaron al monte en
plena noche y me dejaron en el bosque solo… No podía resistirlo… ¡No podía! ¡No
podía! ¡No podía!... Menos mal, que en el forcejeo para abandonarme, a uno de
ellos se le escapó un mechero del bolsillo, y… ¡Hágase la luz!... Comencé una
hoguera y otra y otra, así iba iluminándome mientras retornaba al pueblo,
hoguera tras hoguera… Luego vino el viento y todo se expandió, pero aun así, me
senté a la entrada del pueblo, sobre una piedra, y permanecí, hasta el
amanecer, observando el magnífico espectáculo de ver crecer y crecer la luz…
Hubo un momento, en que hasta pensé que cuanto más avanzara el incendio, más
probable era que la luz lo cubriese todo y desapareciese para siempre la
oscuridad, que ya nunca más hubiese oscuridad en el mundo, aun a costa de la
tierra quemada”.
El sargento
apenas cambió el rictus de su faz y, una vez hubo terminado el acusado su
relato, le miró fijamente a los ojos, luego se volvió hasta el guardia
numerario y le indicó: “Lléveselo otra vez al calabozo, pero déjele la luz
encendida… Por la mañana ya dispondrá el juez lo que hacer con él… Supongo que
será, más que carne de prisión, carne de psiquiátrico”.
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