Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul",
laorugazul2013@gmail.com
ISSN 2340-8634
ISSN 2340-8634
________________________________________________
SUMARIO
Ilustración de la Portada JORGE PASTOR SÁNCHEZ (Guadix).
ARTÍCULOS:
Un vistado a la literatura fantástica Española de EDUARDO MORENO ALARCÓN (Albacete).
Ya no hay rosas para Poe de LEANDRO GARCÍA CASANOVA (Granada).
CUENTOS:
El hilo del tiempo o el coleccionista de botellas vacías de DORA HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix).
Un día turbio de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix).
Amnesia de CARMEN MEMBRILLA OLEA (Guadix).
La expedición / El amuleto sagrado / El guardián de NURIA ESPINOSA (con fotografía de NURIA ESPINOSA (Junior)) (Barcelona).
Columbario de PEDRO PASTOR SÁNCHEZ (Albacete).
Entre sombras de SUSANA NÁSERA
Atrapado en la oscuridad de ALEXISVEDDER VILLAESCUSA (Barcelona).
El húsar y la muerte de FRANCISCO JAVIER FRANCO (Guadix).
POEMAS:
La noche se detiene de ALICIA EXPÓSITO (Guadix).
¿Dónde Estoy? de ANTONIA PILAR VILLAESCUSA RIUS (Barcelona).
En esta noche mágica de TERESA TORRES (Málaga).
Estoy vivo de ESNEYDER ÁLVAREZ (Medellín-Colombia)
FOTOGRAFÍA:
Lo que esconde el tiempo de NURIA HERNÁNDEZ LORENTE (Granada).
Sueños Grises de JOSÉ MANUEL GARCÍA POYATOS (Guadix).
ILUSTRACIONES:
Dibujos de JUANFRAN CABRERA (La herradura- Granada).
________________________________________________________________________________
ARTÍULOS
Un vistazo a la literatura fantástica española de EDUARDO MORENO ALARCÓN.
Con frecuencia se ha creído —y, mucho me temo, se tiende
a creer— que la literatura fantástica española es poco menos que una simple
anécdota, acaso un simpático y liviano pasatiempo, minúsculo arrecife en el vasto
océano de nuestras letras. Género de géneros tantas veces arrinconado, visto a
veces con desdén —subgénero literario más propio de otras latitudes, gestado
cual conjuro de queimada en una remota, aislada, región peninsular (frío,
lluvia y abrupta orografía se alían para que surja este anómalo fenómeno)—; tal
vez, como señala Alejo Martínez en su espléndida y reveladora Antología española de literatura fantástica (Valdemar, 1996), esta
«escasa» producción se deba al hecho de que «el español, más que de inventar
historias, ha tenido necesidad de vivirlas».Y es que el peso inveterado del Realismo, cual ejército
invasor sobre un humilde territorio, parece haber derruido todo atisbo relevante
de creaciones fantasiosas en España a lo largo de los años y, por ende, de los
siglos. Huelga reseñar que el contexto socio-económico-político (el suelo
patrio en permanente desavenencia, revuelo y, en tantísimos casos, escasez)
nunca ha ayudado en demasía; no en vano, culturalmente aún arrastramos un
luctuoso subdesarrollo con respecto a otras naciones del entorno europeo.
Por otra parte, también es posible que la ausencia de una
figura emblemática de calado mundial como un Poe, un Lovecraft, un Verne, un
Stoker, un Leroux, un Stevenson, una Shelley, un Hoffmann o un Jean Ray,
pongamos por caso, haya contribuido a extender esa bruma que, más o menos
densa, siempre ha envuelto al género en España.
El panorama, sin embargo, no es tan sombrío como cabría
suponer. De hecho, a poco que uno escarbe en la historia de nuestras letras y
siga el rastro de las obras de carácter fantástico con un poco de atención,
comprobará que, bajo el velo de una narrativa o poesía «seria», subyacen
verdaderas joyas literarias (relatos, novelas) dignas, en mi opinión, de la
mejor ficción de todos los tiempos, comparables en calidad e intensidad a las
grandes piezas clásicas provenientes de otras lenguas y culturas.
Autores que hoy día son considerados plenamente
«realistas», cultivaron en su día el género fantástico. Escritores de la talla
de Benito Pérez Galdós, Vicente Blasco Ibáñez o Leopoldo Alas «Clarín»,
ejemplifican con rotundidad este curioso (y muy desconocido) acercamiento. Por
el contrario, son bien conocidas las brillantes aportaciones de dos grandes figuras
del siglo XIX como Gustavo Adolfo Bécquer y Pedro Antonio de Alarcón (no
olvidemos que este último llegó a ser académico de la lengua española).
Muchos han sido los autores españoles que han dejado su
impronta fantástica en las páginas de un libro: Pío Baroja, Noel Clarasó, Emilia
Pardo Bazán, Wenceslao Fernández Flórez, Álvaro Cunqueiro, Juan Perucho, Max
Aúb, José Guillermo García Valdecasas, Francisco García Pavón, Alfonso Sastre… La
lista sería interminable.
En la actualidad, autores consagrados como Pilar Pedraza,
Rosa Montero o José María Latorre han conseguido hacerse un destacado hueco (en
su vertiente fantástica) dentro de la compleja y avasalladora vorágine
editorial.
Pero seguramente sean Ana María Matute y, sobre todo,
José María Merino (miembros ambos de la Real Academia Española de la Lengua),
quienes, tomando el testigo, ya lejano, del ilustre Pedro Antonio de Alarcón, hayan
contribuido a dignificar el género fantástico en España, situándolo en el lugar
que merece, aunando respeto y admiración de público y crítica con obras
bellísimas, de plenitud creativa, definidas, en el caso de Merino, con el término
(muy acertado, a mi entender) «realismo quebradizo».
Hoy día, gracias a la apuesta decidida de muchas pequeñas
y medianas editoriales (también alguna grande), cientos de volúmenes de terror
y fantasía escritos por autores españoles inundan cada año las librerías de
todo el país, contribuyendo a ennoblecer un género que nunca fue menor, y que,
en realidad, no distó tanto de lo «real» ni de lo «serio», como a priori pudiera
parecer.
Legión de amantes y cultivadores del género que aporta,
no sólo dosis de frescura, sino obras cuya prosa narrativa gana día a día en
calidad. Buena literatura, ni más ni menos.
Ya no hay rosas para Poe de LEANDRO GARCÍA CASANOVA (Granada)
¡Oh, Poe!, si te dijera que la Humanidad admira
precisamente a los miserables como tú, Kafka o Van Gogh, no me creerías. ¡Pero
así de caprichosos somos los humanos! Con su cara aniñada –pues era inseguro,
melancólico e inestable, debido quizá a su orfandad–, nos recuerda nuestros
recuerdos: “... pero nuestros pensamientos eran lentos y marchitos, / nuestros
recuerdos eran traidores y marchitos”, escribe en esa maravilla, surgida del
fondo de la noche, como es ‘Ulalume’. Él estaba sin dinero, como casi siempre,
mientras que su esposa Virginia –se casó con apenas trece años– se iba
consumiendo poco a poco y, en la única carta que se conserva, Poe le confiesa:
“Mi corazón, mi querida Virginia... hubiera perdido yo todo coraje si no fuera
por ti. Eres mi mayor y mi único estímulo para batallar contra esta vida
inconciliable, insatisfactoria e ingrata”. En 1845 publicó su poema ‘El
cuervo’, que le abrió las puertas de la fama y, con el tiempo, se convirtió en
uno de los más memorables de la poesía de todos los tiempos: “... dile a esta
pobre alma cargada de angustia, si en el lejano Edén podrá abrazar a una joven
santificada a quien los ángeles llaman Leonor, abrazar a una preciosa y
radiante doncella a quien los ángeles llaman Leonor”. El cuervo dijo:
“Nevermore” (nunca más).
En sus cuentos
entremezcla los ambientes de misterio y de terror, y los personajes más
sombríos junto a sus alucinaciones y obsesiones personales. Los amigos del
escritor recordarían cómo iba en el cortejo fúnebre –Virginia murió en 1847–:
envuelto en su vieja capa de cadete, con la que abrigaba la cama de ella
durante los últimos meses de su enfermedad. En 1849, Poe publica ‘Annabel Lee’,
una visión poética de su vida junto a su esposa y prima carnal: “Yo era un niño
y ella una niña, en un reino a orillas del mar”, escribe transido de dolor. Ese
halo de misterio y de leyenda, que despedía el cuervo de Poe, ejercía cierta
atracción sobre las mujeres, y así lo definía Mary Devereaux, una joven vecina
que estaba enamorada de él: “... cabello oscuro, casi negro, que usaba muy
largo y peinado hacia atrás como los estudiantes. Los ojos, grandes y
luminosos, grises y penetrantes. Miraba de manera triste y melancólica. Era
sumamente delgado...”.
En los años noventa, tuve conocimiento de que un extraño
fenómeno ocurría en el cementerio de Baltimore: cada 19 de enero, aprovechando
la oscuridad de la noche, una sombra se deslizaba hasta llegar a la tumba donde
reposan los restos de Allan Poe, su mujer Virginia Clemm y su tía María. Y a la
mañana siguiente, sobre la fría piedra, aparecían como por ensalmo tres rosas y
media botella de coñac. Esto ha venido sucediendo puntualmente desde 1949, en
que una misteriosa silueta rendía homenaje al más triste y maldito de los
poetas norteamericanos. Logré encontrar fotos de la tumba de Poe: un
monolito rematado con una hornacina, donde se aprecia un cuervo en relieve.
También pude ver al misterioso personaje, que fue sorprendido de espaldas,
mientras depositaba rosas en la tumba del poeta, durante la noche. Esta foto
salió publicada en la revista ‘Life’, en julio de 1990. En el 2008, más de 150
personas se congregaron fuera del cementerio, pero el desconocido se escabulló
una vez más. Sin embargo, el 19 de enero de 2010, en el 201 aniversario del
nacimiento del poeta, no tuvo lugar la acostumbrada ofrenda ante su tumba
Los admiradores del
poeta bautizaron a este personaje como ‘el brindador de Poe’ (The Poe toaster),
y ahora se encuentran sorprendidos de que, por primera vez en sesenta años, ha
faltado a su puntual cita. Según el diario británico ‘The Guardian’, unas
treinta personas estuvieron esperando durante la noche, junto a la sepultura, a
que hiciera acto de presencia el brindador. El periódico ‘The Baltimore Sun’ opina que el admirador
de Poe no ha acudido a la cita porque posiblemente haya muerto, mientras que los
seguidores del poeta hacen cábalas con la fecha del bicentenario de su
nacimiento, que tuvo lugar el pasado año. El nombre que más está sonando en Baltimore es el de David Franks, de
61 años, un conocido poeta de la zona que se había ganado la fama de bromista y
que murió una semana antes del aniversario.
Jeff Jerone, el responsable de la
casa-museo de Poe en Baltimore, ha vigilado el lugar cada año durante esta
fecha y asegura haber visto a un individuo con abrigo negro, bufanda blanca y
un sombrero de ala ancha que llegaba de madrugada, pero hace ya tres años que
no lo ha visto, manteniendo así el misterio. Esto dijo en enero del pasado año.
Edgar Allan Poe murió el 7 de
octubre de 1849, en Baltimore, cuando contaba apenas cuarenta años de edad,
después de estar tres días desaparecido y vistiendo una ropa que no era suya.
Aunque nunca se aclaró la causa, ya que él decía no recordar nada de lo que le
había sucedido durante ese tiempo, Poe
padecía diversos síntomas asociados con su alcoholismo y depresión, además de
una frágil salud. En 2006 le dediqué un artículo en La Opinión de Granada y, en 2010 le dediqué otro en
Granada Sostenible. El 16 de enero de 2009, falleció mi tía y el 18 de enero de
este año murió la madre de mi mujer. No sé serán coincidencias o casualidades,
pero yo estaba pendiente de esta fecha para dedicarle el artículo al olvidado y
querido Poe. He leído algunos comentarios sobre los turistas que visitan el
cementerio de Baltimore y ninguno menciona la tumba de Poe, mientras comentan a
algunos famosos del lugar enterrados allí.
Maestro, la fama te
fue esquiva, enorme el sufrimiento, tardía e injusta la gloria, que cabe en la
pequeña figura del cuervo que preside tu tumba. En 1849, E. Hennequin lo
describió así, unos meses antes de morir: “Sonreía poco y no reía nunca. Su
mirada era clara y triste. Su voz, tan baja, que parecía resonar desde muy
lejos”. Y cuando estaba ya moribundo en la cama, Poe, en su desgracia,
preguntó: “Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo”. Pero, como
le dijeran que estaba muy grave, se despidió del mundo con estas palabras: “Que
Dios ayude a mi pobre alma”. Lo triste es que ya no está el poeta que
depositaba en la tumba de Poe tres rosas y media botella de coñac.
______________________________________________________________________________
______________________________________________________________________________
CUENTOS
El hilo del tiempo o el coleccionista de botellas vacías de DORA HERNANDEZ MONTALBÁN (Guadix).
El coleccionista de botellas y cuencos de
vidrio tenía la edad imprecisa de quienes saben del frío y del calor, de
soledades y extravíos, y aun en ellos persiste la duda del existir. ¿Seguir
adelante?, ¿replantearse un comienzo?. ¿Para qué?, se preguntaba aquella mañana
de verano, tendido en la arena. Estaba completamente desnudo, mirando el
horizonte de agua y espuma, buscando vestigios de alguien o algo que le hubiera
acompañado en el pasado. A pesar de no recordar nada, esperaba encontrar algo
que pudiera ayudarle a saber quien era, de donde venía. Cerraba los ojos y
después de algún tiempo escuchaba en su mente una voz de mujer, apenas un
murmullo lejano, tal vez un nombre que casi había olvidado. Sonámbulo buscó en
su memoria las piezas inconclusas, los recuerdos esparcidos como restos de
naufragios.
Una mujer hermosa y rubia como los ángeles, un campo cuajado de espigas y amapolas. El cielo preñado de nubes oscuras pariendo un ala de grandes plumas blancas y suaves. No pudo recordar nada más a pesar de sus esfuerzos, se incorporó como un autómata, anduvo unos metros y se adentró en el mar, nadó y se dejó llevar por las olas mientras lloraba de impotencia y angustia. De pronto el agua se volvió pesada, al menos él la percibía como una ciénaga que se lo quisiera tragar, nadó de nuevo despavorido hacia la playa y quedó jadeante, como si se tratara de un náufrago que el mar hubiera escupido. Los recuerdos ya no lo conducían al paraíso, sino al infierno. Se enfrentaba a un pasado que se le había vuelto extraño. Vivía como si le hubieran arrancado el alma, porque no conseguía reconstruir el puzzle de su vida y éste era ahora su único afán. Hablaba en voz alta consigo mismo, pues ya no sabía a dónde ir, qué hacer o decir, ni para quién. Es un exiliado de sí mismo y hasta su cuerpo le es desconocido. Y sin embargo, un rostro se le cuela entre las ruinas de las viejas imágenes, un rostro de mujer.
La noche ha quebrado en tormenta y el coleccionista de botellas abre la ventana del viejo refugio del acantilado y brama a los cielos su amargura. Como única respuesta, el rugir del viento cuando el mar golpea el arrecife. Agotado, queda dormido y sueña con los rostros de mujeres que no conoce, con el galope de briosos caballos que podrían conducirlo a la libertad o a la destrucción. Al fin le despertó el frío del amanecer. Al abrir los ojos contempló los estantes repletos de botellas vacías, colocadas primorosamente, de distintas formas y colores. Hermosas y sugerentes ondulaciones de vidrios verdes: verde botella, verde gabán, verdes grisáceos, vidrios soplados, nacarados, azules, blancos, transparentes..., botellas y cuencos de caprichosas filigranas. Hileras de botellas que contuvieron en sus senos exquisitos licores, vinos de solera, whisky, cremas, y hasta perfumes. Paredes enteras atestadas de maravillosos recipientes de vidrio, que le fascina tocar, le tranquiliza mirar, cambiar de lugar. Al hacer uno de estos cambios comprueba con tristeza que la tormenta de la noche anterior ha roto algunas de ellas, y para sorpresa suya encuentra dentro de una botella de gruesos vidrios negro azabache, una pajarita de papel que contiene un mensaje, sólo una dirección: Margarite Thierry. 7 rue de Femmapes, París.
Repetía mentalmente aquel nombre una y otra vez –Margarite, Margarite, Margarite...- reconfortado por aquellas palabras quedó dormido, entonces soñó con la visión de un gran glaciar y pretendió que aquella imagen del mundo superviviera en su memoria aún con la incertidumbre de que una vez reproducida sobre el lienzo del cuadro, volviera a suscitar en él las mismas emociones que hicieron palpitar su espíritu.
Aquella potente mole del glaciar Perito Moreno le hizo desistir, al menos mientras lo contemplaba desde su eterno enfrentamiento con el mundo que le rodeaba. Ahora prefería una serena y natural concordancia con aquel mundo y el de su alma. Pero ¡cómo expresar, cómo plasmar aquella luz fecundando el agua! Pensó que tal vez podría dialogar con aquellos azules. Se quedó contemplándolos hasta que le escocieron los ojos, hasta que comprendió por fin que aquella refracción de la luz se deslizaría por la superficie lisa del lienzo sin apenas esfuerzo. Ahora cumplía contemplar silenciosamente aquella gigantesca mole y quedar extasiado al comprobar el milagro: la refracción de la luz en los miles de cristales que componían el hielo, dando así los tonos azulados a los riachuelos, recovecos y cavernas que conformaban el glaciar en una especie de paraíso helado, solitario y andante. Una gran mole diluyéndose a sí misma y dejando como único rastro los iceberg a la deriva. Esto era el arte, lo había comprendido y sentía la imperiosa necesidad de plasmarlo. Se despertó sobresaltado, esto era otra de sus imágenes recurrentes: unas manos, sus manos tal vez, mezclando colores, trabajando lienzos, pintando iceberg.
Al volver en sí de estos sueños o trances, el coleccionista de botellas comprobaba entre sus manos, sudoroso y arrugado, el papelito con el mensaje. Y siente al mirarlo un consuelo infinito, una esperanza nueva. Se viste con aquellas ropas que de ningún modo le resultan familiares y decide entonces encaminarse hacia la dirección del papelito encontrado en la botella rota de negro azabache. En el bolsillo del pantalón encuentra algún dinero, -no será difícil- se dice para sí, sólo necesito saber en qué lugar me encuentro. Entonces repara en aquella estancia y queda boquiabierto con lo que ve: las botellas por doquier. La iluminación a base de bombillas colgando del techo, semejando lágrimas de cohetes, todas encendidas como luciérnagas en mitad de la noche. Los libros desahuciados, abandonados, desgastados por el olvido, echaban raíces por el suelo. Las ventanas eternamente abiertas reverenciaban a las hojas amarillas que poblaban las habitaciones. En el centro de una de ellas una bañera colonial donde él se acostumbró a inventarla, mientras el agua tibia acariciaba su cuerpo, él, el coleccionista de botellas la amaba en el confín del sur, el sur más al sur que nunca conoció. Allí donde la nieve es una caricia y en noviembre parece primavera.
Sin dejar de pronunciar aquel nombre, bajó la pequeña ladera escarpada del refugio. Al amanecer, el cielo soltó una finísima lluvia que fue calándole los huesos. La gente que encontraba a su paso lo saludaban sonrientes como si le conocieran. Una niña frágil se le acercó y quiso regalarle una caracola, pero su mamá le tiró del brazo y le conminó que no hablara con desconocidos. Una vez en la carretera volvió el rostro y contempló por última vez aquel extraño lugar.
Una camioneta abollada apareció tras de él. Conducía un hombre con un estrafalario bigote engominado y una cicatriz en el ojo izquierdo. Espontáneamente paró y le invitó a subir. Del techo de la camioneta colgaba una jaula con un loro al que el camionero presentó como Caribeño. Un extraordinario ejemplar multicolor que repetía un nombre de mujer: ¡Margarite, Margarite...!. Al coleccionista de botellas le llamó poderosamente la atención, pues repetía el mismo nombre que él intentaba grabar en su memoria. El camionero le preguntó -¿A dónde diablos va con semejante lluvia?.-
-Voy a París... una mujer- respondió. Caribeño volvió a chapurrear de nuevo Margarite, Margarite.
-Sí, sí, Margarite, asintió el coleccionista mostrando sus ojos ansiosos.
El camionero ordenó a Caribeño que callara y no molestara más al pasajero. El pájaro girándose alrededor de la jaula obedeció y se mantuvo en silencio por el resto del viaje. Cuando hubieron llegado a París, el camionero le zarandeó el hombro –¡Eh, amigo ya estamos, fin de tracyecto!..
La ciudad de París comenzó a girar vertiginosamente bajo sus pies, le faltaba la respiración. Miles de ojos miraban su rostro aterrado por el ruido ensordecedor que producían los motores y las sirenas, los claxon, miles de bocas sonreían mientras gritaba desesperado un nombre: Margarite, Margarite, ... antes de desvanecerse pudo ver como algunos transeúntes acudían en su ayuda. Cuando volvió en sí, una mujer y un hombre le daban agua –se ha desmayado- le dijeron -¿Podemos ayudarle?, ¿dónde vive?. Él sacó el papelito mil veces doblado y lo entregó a la mujer – aquí, es aquí, ¿podrían ayudarme a llegar por favor?..., aquí, es aquí.- Mientras les mostraba el papel tembloroso –Cálmese- respondieron, -Claro, le llevaremos. Al llegar llamaron varias veces al timbre, dentro una voz de mujer pedía calma mientras llegaba a abrirles.
-¡Carlo, Dios mío Carlo!, ¿dónde has estado?
Los transeúntes que lo habían recogido le explicaron cómo lo encontraron boca abajo, con el sentido perdido en plena calle y semejante estado de abandono. Margarite no sabía cómo agradecerles que lo hubieran llevado de vuelta a casa.
Cuando sonó el chasquido de la puerta al cerrar tras de sí, el coleccionista se sintió a salvo.
- ¿Usted me conoce entonces? ¿Usted es Margarite? –preguntaba ansioso.
- Sí, sí, estate tranquilo, no te esfuerces, ¡Dios mío, ha vuelto a suceder, has perdido por completo la noción del tiempo!
- ¿Noción del tiempo?, no es algo peor, no sé quien soy, usted me resulta familiar. ¿Pero por qué la veo en mis sueños?, pero ¿por qué?.
- Carlo, eres pintor, un pintor famoso: Carlo Lanza. Algunos de tus cuadros se exponen en las galerías más importantes del mundo. Descansa, sólo necesitas descansar. Has debido estar muchos días a la deriva, te pondrás bien.
- No, no he estado en la calle –respondió- he vivido en un lugar hermosísimo, aunque extraño- pero si él era en realidad el pintor Carlo Lanza, se decía para sí, ¿Quién era el verdadero dueño de aquel refugio?.
Se encontraba tan débil que apenas le quedaban fuerzas para seguir hablando, pero hizo un esfuerzo sobrehumano:
- Una cosa, si yo soy Carlo, quién es el coleccionista de botellas?.
Margarite al escucharlo sintió como una conmoción, la bandeja con la taza tembló entre sus manos y calló sobre la alfombra -¿Quién?- preguntó incrédula- ¿quién...?-preguntó para cerciorarse de haber escuchado correctamente. Carlo que se estaba quedando dormido de nuevo susurró:
- El refugio de los cristales..., el coleccionista de botellas vacías...
Una mujer hermosa y rubia como los ángeles, un campo cuajado de espigas y amapolas. El cielo preñado de nubes oscuras pariendo un ala de grandes plumas blancas y suaves. No pudo recordar nada más a pesar de sus esfuerzos, se incorporó como un autómata, anduvo unos metros y se adentró en el mar, nadó y se dejó llevar por las olas mientras lloraba de impotencia y angustia. De pronto el agua se volvió pesada, al menos él la percibía como una ciénaga que se lo quisiera tragar, nadó de nuevo despavorido hacia la playa y quedó jadeante, como si se tratara de un náufrago que el mar hubiera escupido. Los recuerdos ya no lo conducían al paraíso, sino al infierno. Se enfrentaba a un pasado que se le había vuelto extraño. Vivía como si le hubieran arrancado el alma, porque no conseguía reconstruir el puzzle de su vida y éste era ahora su único afán. Hablaba en voz alta consigo mismo, pues ya no sabía a dónde ir, qué hacer o decir, ni para quién. Es un exiliado de sí mismo y hasta su cuerpo le es desconocido. Y sin embargo, un rostro se le cuela entre las ruinas de las viejas imágenes, un rostro de mujer.
La noche ha quebrado en tormenta y el coleccionista de botellas abre la ventana del viejo refugio del acantilado y brama a los cielos su amargura. Como única respuesta, el rugir del viento cuando el mar golpea el arrecife. Agotado, queda dormido y sueña con los rostros de mujeres que no conoce, con el galope de briosos caballos que podrían conducirlo a la libertad o a la destrucción. Al fin le despertó el frío del amanecer. Al abrir los ojos contempló los estantes repletos de botellas vacías, colocadas primorosamente, de distintas formas y colores. Hermosas y sugerentes ondulaciones de vidrios verdes: verde botella, verde gabán, verdes grisáceos, vidrios soplados, nacarados, azules, blancos, transparentes..., botellas y cuencos de caprichosas filigranas. Hileras de botellas que contuvieron en sus senos exquisitos licores, vinos de solera, whisky, cremas, y hasta perfumes. Paredes enteras atestadas de maravillosos recipientes de vidrio, que le fascina tocar, le tranquiliza mirar, cambiar de lugar. Al hacer uno de estos cambios comprueba con tristeza que la tormenta de la noche anterior ha roto algunas de ellas, y para sorpresa suya encuentra dentro de una botella de gruesos vidrios negro azabache, una pajarita de papel que contiene un mensaje, sólo una dirección: Margarite Thierry. 7 rue de Femmapes, París.
Repetía mentalmente aquel nombre una y otra vez –Margarite, Margarite, Margarite...- reconfortado por aquellas palabras quedó dormido, entonces soñó con la visión de un gran glaciar y pretendió que aquella imagen del mundo superviviera en su memoria aún con la incertidumbre de que una vez reproducida sobre el lienzo del cuadro, volviera a suscitar en él las mismas emociones que hicieron palpitar su espíritu.
Aquella potente mole del glaciar Perito Moreno le hizo desistir, al menos mientras lo contemplaba desde su eterno enfrentamiento con el mundo que le rodeaba. Ahora prefería una serena y natural concordancia con aquel mundo y el de su alma. Pero ¡cómo expresar, cómo plasmar aquella luz fecundando el agua! Pensó que tal vez podría dialogar con aquellos azules. Se quedó contemplándolos hasta que le escocieron los ojos, hasta que comprendió por fin que aquella refracción de la luz se deslizaría por la superficie lisa del lienzo sin apenas esfuerzo. Ahora cumplía contemplar silenciosamente aquella gigantesca mole y quedar extasiado al comprobar el milagro: la refracción de la luz en los miles de cristales que componían el hielo, dando así los tonos azulados a los riachuelos, recovecos y cavernas que conformaban el glaciar en una especie de paraíso helado, solitario y andante. Una gran mole diluyéndose a sí misma y dejando como único rastro los iceberg a la deriva. Esto era el arte, lo había comprendido y sentía la imperiosa necesidad de plasmarlo. Se despertó sobresaltado, esto era otra de sus imágenes recurrentes: unas manos, sus manos tal vez, mezclando colores, trabajando lienzos, pintando iceberg.
Al volver en sí de estos sueños o trances, el coleccionista de botellas comprobaba entre sus manos, sudoroso y arrugado, el papelito con el mensaje. Y siente al mirarlo un consuelo infinito, una esperanza nueva. Se viste con aquellas ropas que de ningún modo le resultan familiares y decide entonces encaminarse hacia la dirección del papelito encontrado en la botella rota de negro azabache. En el bolsillo del pantalón encuentra algún dinero, -no será difícil- se dice para sí, sólo necesito saber en qué lugar me encuentro. Entonces repara en aquella estancia y queda boquiabierto con lo que ve: las botellas por doquier. La iluminación a base de bombillas colgando del techo, semejando lágrimas de cohetes, todas encendidas como luciérnagas en mitad de la noche. Los libros desahuciados, abandonados, desgastados por el olvido, echaban raíces por el suelo. Las ventanas eternamente abiertas reverenciaban a las hojas amarillas que poblaban las habitaciones. En el centro de una de ellas una bañera colonial donde él se acostumbró a inventarla, mientras el agua tibia acariciaba su cuerpo, él, el coleccionista de botellas la amaba en el confín del sur, el sur más al sur que nunca conoció. Allí donde la nieve es una caricia y en noviembre parece primavera.
Sin dejar de pronunciar aquel nombre, bajó la pequeña ladera escarpada del refugio. Al amanecer, el cielo soltó una finísima lluvia que fue calándole los huesos. La gente que encontraba a su paso lo saludaban sonrientes como si le conocieran. Una niña frágil se le acercó y quiso regalarle una caracola, pero su mamá le tiró del brazo y le conminó que no hablara con desconocidos. Una vez en la carretera volvió el rostro y contempló por última vez aquel extraño lugar.
Una camioneta abollada apareció tras de él. Conducía un hombre con un estrafalario bigote engominado y una cicatriz en el ojo izquierdo. Espontáneamente paró y le invitó a subir. Del techo de la camioneta colgaba una jaula con un loro al que el camionero presentó como Caribeño. Un extraordinario ejemplar multicolor que repetía un nombre de mujer: ¡Margarite, Margarite...!. Al coleccionista de botellas le llamó poderosamente la atención, pues repetía el mismo nombre que él intentaba grabar en su memoria. El camionero le preguntó -¿A dónde diablos va con semejante lluvia?.-
-Voy a París... una mujer- respondió. Caribeño volvió a chapurrear de nuevo Margarite, Margarite.
-Sí, sí, Margarite, asintió el coleccionista mostrando sus ojos ansiosos.
El camionero ordenó a Caribeño que callara y no molestara más al pasajero. El pájaro girándose alrededor de la jaula obedeció y se mantuvo en silencio por el resto del viaje. Cuando hubieron llegado a París, el camionero le zarandeó el hombro –¡Eh, amigo ya estamos, fin de tracyecto!..
La ciudad de París comenzó a girar vertiginosamente bajo sus pies, le faltaba la respiración. Miles de ojos miraban su rostro aterrado por el ruido ensordecedor que producían los motores y las sirenas, los claxon, miles de bocas sonreían mientras gritaba desesperado un nombre: Margarite, Margarite, ... antes de desvanecerse pudo ver como algunos transeúntes acudían en su ayuda. Cuando volvió en sí, una mujer y un hombre le daban agua –se ha desmayado- le dijeron -¿Podemos ayudarle?, ¿dónde vive?. Él sacó el papelito mil veces doblado y lo entregó a la mujer – aquí, es aquí, ¿podrían ayudarme a llegar por favor?..., aquí, es aquí.- Mientras les mostraba el papel tembloroso –Cálmese- respondieron, -Claro, le llevaremos. Al llegar llamaron varias veces al timbre, dentro una voz de mujer pedía calma mientras llegaba a abrirles.
-¡Carlo, Dios mío Carlo!, ¿dónde has estado?
Los transeúntes que lo habían recogido le explicaron cómo lo encontraron boca abajo, con el sentido perdido en plena calle y semejante estado de abandono. Margarite no sabía cómo agradecerles que lo hubieran llevado de vuelta a casa.
Cuando sonó el chasquido de la puerta al cerrar tras de sí, el coleccionista se sintió a salvo.
- ¿Usted me conoce entonces? ¿Usted es Margarite? –preguntaba ansioso.
- Sí, sí, estate tranquilo, no te esfuerces, ¡Dios mío, ha vuelto a suceder, has perdido por completo la noción del tiempo!
- ¿Noción del tiempo?, no es algo peor, no sé quien soy, usted me resulta familiar. ¿Pero por qué la veo en mis sueños?, pero ¿por qué?.
- Carlo, eres pintor, un pintor famoso: Carlo Lanza. Algunos de tus cuadros se exponen en las galerías más importantes del mundo. Descansa, sólo necesitas descansar. Has debido estar muchos días a la deriva, te pondrás bien.
- No, no he estado en la calle –respondió- he vivido en un lugar hermosísimo, aunque extraño- pero si él era en realidad el pintor Carlo Lanza, se decía para sí, ¿Quién era el verdadero dueño de aquel refugio?.
Se encontraba tan débil que apenas le quedaban fuerzas para seguir hablando, pero hizo un esfuerzo sobrehumano:
- Una cosa, si yo soy Carlo, quién es el coleccionista de botellas?.
Margarite al escucharlo sintió como una conmoción, la bandeja con la taza tembló entre sus manos y calló sobre la alfombra -¿Quién?- preguntó incrédula- ¿quién...?-preguntó para cerciorarse de haber escuchado correctamente. Carlo que se estaba quedando dormido de nuevo susurró:
- El refugio de los cristales..., el coleccionista de botellas vacías...
Entonces la mujer rubia como los
ángeles se incorporó, miró tras los cristales presa del escalofrío que la
invadía, abrió la ventana para poder respirar, pues ya le faltaba el aire,
después se recogió en el suelo como una niña asustada. Sentía que podría morir
de terror, pues ahora tenía la certeza de que la vieja amenaza, que ella creía
sepultada en el pasado, se cernía de nuevo sobre ella y volvía a llamar a su
puerta.
Un día turbio de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN (Guadix)
Aquella mañana salí a la calle como todos los
domingos a dar un paseo a través del Hyde Park. La visibilidad era escasa, pero
lo achaqué a la niebla que la mayoría de los días de invierno es una constante
para los londinenses, sin embargo, el ambiente no estaba húmedo, aquello se
parecía más a una calina africana. No le di importancia al principio, no me
dejo desanimar fácilmente, y menos cuando se trata de mi paseo matutino. Me
extrañó muchísimo no encontrar a casi nadie paseando por allí, miré la agenda
de mi reloj por si me había equivocado y comprobé que era domingo. Los domingos
el Hyde Park es muy transitado. Me alarmé un poco al observar que mi
suéter blanco se estaba ensuciando por pequeñas partículas de polvo. Me
pregunté qué fenómeno inusual habría contaminado el aire de esa manera. Pensé
en un incendio y me dirigí a un kiosco cercano para comprar un periódico, por
si recogía alguna noticia al respecto, pero el kiosco estaba cerrado.
Cada vez más extrañado continué caminando unas cuantas yardas adelante
sin toparme con nadie. Finalmente veo a uno de los Speakers’ Corner y corrí
hacia él animado de encontrar un alma aquella mañana. Permanecía inmóvil sobre
una de las piedras cercanas al lago y llevaba colgada al cuello una pancarta
sobre la que podía leerse: “It´s getting worse…(Su situación está empeorando)”.
-¡Buenos
días amigo! ¿Tiene usted idea de por qué el aire aparece tan enturbiado esta
mañana?
Pero aquel hombre permaneció quieto y mudo ante mi pregunta, tanto que me
sentí bastante molesto debido a su falta de gentileza, pero quizá su
comportamiento formaba parte de la puesta en escena, así que continué mi paseo
apresurando el paso, a causa de mi nerviosismo repentino. Después de andar un
buen rato más comencé a sentirme bastante fatigado, la respiración se hacía
cada vez más difícil y sufrí un ataque de tos del que tardé un rato en
recuperarme. Decidí entonces emprender mi vuelta a casa antes de lo habitual.
Al pasar
cerca del lago, donde antes estuviera el primer Speaker ahora había una mujer
con un impermeable amarillo que al igual que mi suéter tenía adherida una espesa
capa de polvo, llevaba una mascarilla puesta y un cartel sobre el cuello que
anunciaba: “Your situation is critical (Su situación es crítica)”.-¡Maldita
sea! –me dije- ¿No hay nadie que tenga esta mañana un mensaje de
aliento? - ¿Oiga, sería tan
amable de decirme qué está pasando? –le pregunté- ¿ha habido algún incendio por
la zona? La señora, al igual que el
anterior no respondió. Sentí deseos de gritarle, de tomarla de los hombros y
zarandearla hasta obtener una respuesta, pero me contuve apelando a la cordura
que por momentos amenazaba con abandonarme. El miedo me sorprendió cuando sentí
mis piernas aflojarse a cada paso. Casi al salir del parque, sobre un cajón de
madera había un hombre bastante mayor sentado, llevaba una mascarilla puesta y
la botella de oxígeno a su lado, en su cartel decía: “health is not something
to play health is very important, you must know it” (con la salud no se juega,
apréndetelo)”. Fue ahí donde comencé a perder la visión del todo, y debí
caer al suelo desmayado. Al despertar me vi en una cama de hospital, mi esposa
hablaba con el doctor.- Lo encontré en el baño tirado, cerca
de la mano, en el suelo, había un cigarrillo encendido. Al parecer se escondía
para fumar ¿Es grave doctor?
-
Enfisema pulmonar- dictaminó el médico sin pestañear.
Amnesia de CARMEN MEMBRILLA OLEA (Guadix)
Hay ventanas para mirar
afuera y las hay para mirar hacia
adentro y después de tres años aún no me he atrevido a apartar las
cortinas, levantar las persianas y abrir ésas que dan directamente a mi
interior.
Primero fue la confusión, la
inconsciencia; después las palabras sucesivas que me permitieron construirme de
nuevo.
Hay dos mujeres dentro de
mí, una quedó dormida sobre mi propio cuerpo, sobre mi mente, sobre mi alma
atormentada; la otra inició una búsqueda incesante, me arrebató la voluntad de
seguir siendo y comenzó a existir nueva, erigiéndose como una diosa capaz de
vencer el tiempo y el destino.
Cada noche observo la luna
que se alza recordándome mi realidad misteriosa y cotidiana y todo se resume
siempre en un mismo sueño: continuamente,
soy una mariposa.
Es un sueño que
me desgarra, que ataca directamente mis sentidos, que me revela experiencias y
conocimientos tergiversados por la energía onírica, que eleva el problema de mi
identidad.
Después del accidente abrí
los ojos, el tiempo transcurrido era imposible de determinar. Lo único que vi
fue su rostro sonriente, enérgico, invitándome a seguir viviendo. Tenía cogida
mi mano. Estaba arrodillado sobre el asfalto, prestándome su aliento.
-
Me llamo Fernando. Bienvenida. Llevas unos quince
minutos inconsciente. Soy médico y me he tomado la libertad de examinarte. El
golpe más fuerte ha sido en la cabeza, el resto son magulladuras que sanarán
pronto. Te merecerías un castigo...y gracias al casco ¿a quién se le ocurre?
¡Has estado a punto de matarte! ¿Por qué circulabas a tanta velocidad?
-
¿Dónde estoy?- Pregunté desorientada y absolutamente
condolida.
-
Estás en una carretera apartada al sur de la ciudad.
Nadie viene por aquí.
-
¿Y tú? ¿Cómo que estás tú aquí?
-
Vengo del hospital, he terminado mi turno y me
dirijo a casa. Vivo solo a menos de un kilómetro. He visto derrapar tu moto y
no he podido hacer nada. ¿Cómo te encuentras?
-
Fatal. Me duele todo el cuerpo y la cabeza me va a
estallar.
-
Bien, unos días de reposo y estarás como nueva.- Me
ayudó a levantarme- Mi móvil está en el coche, dime a quién llamo para que
venga a recogerte.
Un sobresalto
invadió mi alma. En aquel momento podía ser una mujer virgen, una mujer plena,
una hechicera, una bruja malvada, una demente, una asesina... Se dirigía hacia
el coche y le grité:
-
¡FERNANDO!
Se volvió para
mirarme, sus cejas estaban arqueadas esperando algo más.
-
No sé a quién puedes llamar, no recuerdo
absolutamente nada.
Desde aquel momento la
palabra amnesia actuó como refugio, como proyección de dos vidas
encontradas por azar, como soporte de un pacto de silencio que nos ofreció a
los dos un poco de sentido.
Fernando me ha prestado su
casa, sus libros, sus discos, su ropa, sus recuerdos... sin pedir nada a
cambio. Por mi parte el préstamo soy yo misma. Mi presencia llena los múltiples
vacíos de esta casa solitaria.
Yo desordeno los libros
dormidos sobre estantes de pladur, yo escucho los discos desterrados en cajas
de cartón, yo visto sus jerseys de lana y sus pijamas y sus camisas; yo le hago
reir y hablar. Yo siempre estoy aquí para celebrar sus triunfos, para respetar
sus silencios, para emborracharme con él, para secar sus lágrimas.
Sí, es cierto; hay ventanas
para mirar afuera y las hay para mirar hacia adentro.
Llevo tres años sin salir de
esta casa que no me pertenece, viviendo con un hombre al que no estoy muy
segura de pertenecer.
Sólo reconstruyo historias
que nunca me pertenecieron y él lo sabe. Sabe que soy una impostora. Quizá lo
sepa desde el principio. ¿Es hora de afrontar la verdad? ¿Quién tendría que
comenzar, él o yo? Llevo mucho tiempo esperando la formulación de una simple
pregunta: ¿Quién eres en realidad?
Jamás lo ha hecho. Tiene
miedo de descubrir las sombras de un pasado que no tiene nada que ver con él.
Por eso prefiere que me siga inventando cada día, que siga aferrada a él como
si nada más existiera. Esta fue su elección desde el principio, desde el
momento que comenzó a intuir que mi amnesia había desaparecido. Estoy segura de
que me quiere así, tal y como me conoció: amnésica y anacrónica, sin nombre,
sin familia, sin trabajo, sin responsabilidades, sin amigos, sin nada que no
sea él y su vida dedicada por entero a mí.
Las preguntas que él
silencia son las mismas respuestas que durante todo este tiempo han quedado sin
pronunciar permitiéndome olvidarme “casi” por completo.
Pero sigo estando ahí,
detrás de esas ventanas cerradas herméticamente, entre miles de sombras negras
con las que tengo que luchar diariamente, no siendo yo ni la otra sino una mariposa plateada por la luz de la luna.
La
expedición de NURIA ESPINOSA (Barcelona)
Nuria Espinosa (Junior) |
Durante todo el día había estado lloviendo y
tronando de tal forma que avanzaban con dificultad debido al barro que
acumulaba el estrecho camino. La yerba aparecía espesa y cubierta por una densa
niebla. Intentaban llegar al final del sendero que parecía no tener fin, antes
de que la oscuridad del anochecer envolviera toda la zona. A cada paso que
daban el miedo se apoderaba más de ellos. Nunca hubieran imaginado que una
simple expedición para explorar parajes desconocidos, terminara con la mitad de
sus compañeros desaparecidos.
La maldición de Yemelú les había condenado
desde el primer momento en que Javier cogió la piedra de un color verde
esmeralda, que brillaba intensamente en la frente de Yemelú, la estatua de la
diosa que protegía al pueblo de los Yahorí , de toda incursión externa. Dejaron
la piedra en su lugar de origen, pero la maldición no les perdonó…
“Todo aquel que ose tocar la piedra de jade,
no alcanzará a vivir más de tres lunas”
Habían pasado dos noches desde entonces y seis
integrantes del grupo habían desaparecido durante la huida como si se hubieran
evaporado.
Comenzaba de nuevo a llover y Clara maldijo al
cielo apenas en un murmullo. De pronto los tres cesaron su avance con los cinco
sentidos alerta. Un extraño pero no desconocido sonido, invadía la tétrica
atmosfera que les rodeaba. Tras unos minutos de pánico, Javier les hizo un
gesto con la cabeza que les indicaba que continuaran avanzando. Él se quedó en
la retaguardia manteniendo una distancia prudencial de no más de dos metros.
Apenas habían avanzando unos pocos pasos y de
nuevo ese sonido aterrador. Javier indicó Clara y Claudia que apresuraran
el paso. Aceleraron el dificultoso avance casi al límite de sus fuerzas. Los
pies les pesaban como el plomo a causa del fango. Por fin apareció un claro a
un lado del sendero que parecía indicar el final del espeso boscaje.
La entrada a una gruta iluminó el rostro
extenuado de Javier, Clara y Claudia. Se refugiaron en la gruta para cobijarse
de la lluvia y esperar a que amaneciese.
-Esperaremos a que amanezca, -dijo Javier-
está es la tercera luna y mañana todo habrá terminado.
-No se Javier –dijo Claudia- estoy aterrada,
ese espeluznante sonido me ponía los pelos de punta y parecía acercarse cada
vez más.
-No pensemos en ello y busquemos algo con que
calentarnos, estamos empapados, Clara puedes ayu…
Javier no terminó la frase, Clara miraba
inmóvil hacia la entrada de la gruta. Ante ellos Yemelú la diosa que protegía a
los Yahorí les observaba impasible.
No dijeron nada, porque no pudieron decir nada.
Solo con mirar a los ojos a Yemelú, quedaron convertidos en estatuas de piedra.
La diosa sonrió y desapareció tal y como había llegado, silenciosa e impasible.
Tras ella la gruta volvió a quedar sumergida entre los brazos de la desconocida
selva, donde tres estatuas de piedra permanecerían en su interior para siempre.
El amuleto sagrado de Naya de NURIA DE ESPINOSA (Barcelona)
Nuria Espinosa (Junior) |
La leyenda de la guerrera Naya, todavía suena por los
pueblos de Muradia. Una joven cuya vestimenta, eran las mismas que llevaban los
ciudadanos de las aldeas más pobres.
Naya salvó a
Tanuk, el jefe de la tribu india Nimsa, la más poderosa de toda Muradia.
Mientras Naya cazaba en el bosque, como hacía diariamente se acercó a la orilla
que bordeaba el rio, con su arco y sus afiladas flechas intentando sorprender
grandes presas. Pero fue sorprendida por una batalla entre Naruk y dos ladrones
muy peligrosos. Naya no dudó ni un instante al ver a los ladrones atacar a
Tanuk, se aferró a su pequeño arco, apuntó con precisión y aguantando la
respiración, disparó atravesando el pecho del ladrón más alto, y con sabía
rapidez la segunda flecha alcanzó al otro ladrón en pleno corazón, dejándolo
muerto en el acto.
Naruk en
agradecimiento a su gran valentía le gratificó con un amuleto sagrado. A partir
de entonces Naya dejó de ser una humilde aldeana, para convertirse en la gran
protectora de Tanuk el jefe de los Nimsa.
La leyenda
cuenta, que Naya, era en realidad una hechicera de los antepasados de Muradia
que durante las noches caminaba por las calles de la aldea vestida con sus
ropajes y que había puesto a prueba el valor del jefe de la tribu. Pero que
aquel que obraba mal o se atrevía a enfrentarse a ella no veía un nuevo
amanecer porque Naya velaba por la seguridad del pueblo de Muradia y sus
tribus.
El guardián de NURIA ESPINOSA (Barcelona)
Era el
momento de replantearme varias cosas. Estaba besando el suelo.
Yo que
siempre me acostumbré a mirar a todos desde arriba, desde lo alto dónde me
encontraba…
…o creía
encontrarme.
Fue un golpe
ágil, seco y rápido, directo a mis alas.
Una se
troncho, la otra la perdí al estrellarme en la caída. ¿Y ahora cómo volvería a
subir?
Ese iba a
ser mi próximo desafío. Pero primero debía quedarme quieto, hasta que sanara mi
espina dorsal, o corría el riesgo de morir. La muerte llega en situaciones
injustas e incontrolables.
Me arrastré
lentamente, arañando el suelo con mi pecho, en un intento de llegar un poco más
lejos. Unas ramas me molestaban impidiéndome ver la luz del sol.
Ahora estaba a merced del astro mayor, alguien podría verme, alguien se apiadaría, me recogería y cuidaría de mí hasta que me recuperase. O, algún imprudente no me vería y me arrebataría el alma con su bicicleta.
Ahora estaba a merced del astro mayor, alguien podría verme, alguien se apiadaría, me recogería y cuidaría de mí hasta que me recuperase. O, algún imprudente no me vería y me arrebataría el alma con su bicicleta.
Arrastrándome
poco a poco, conseguí llegar a la acera y esconderme en un oscuro callejón,
con la esperanza de que alguien me encontrase. Las horas pasaban, mis fuerzas
flaqueaban y sin poderme mover mi pecho palpitaba.
Estaba
asustado, temía morir, quedaba tanto por hacer. Pero qué podía hacer yo, si
nadie me ayudaba ¿Dónde estaba la muchedumbre?
De pronto
sentí el revuelo de unas alas, levante la cabeza con dificultad. ¡Sí! Era otro
ángel y rogué para que acudiese a socorrerme.
¿A mí? Que a
todos miré orgulloso.
Yo tu
humilde guardián, te voy a curar, te voy a cuidar, y te voy a consolar.
—Exclamó señalándome —Espero que aprendas de tu error y a partir de ahora, tu
altivez se quede en este callejón, porque dios ya te perdonó.
-Mi sumisión
está en tus manos —murmuré resignado.
Y el cielo
se llenó de truenos y relámpagos que nos engullían envolvió de nuevo en
sus brazos.
Columbario de PEDRO PASTOR SÁNCHEZ (Albacete)
La naturaleza había sido generosa con el viejo lobo
de mar, y le había regalado un último día de esplendorosa primavera. Lástima
que ya no podría apreciar con sus sentidos el canto de los pájaros, el rumor
del riachuelo, los colores y fragancias que flores y arbustos ofrecían por
doquier.
Tampoco
sus seres queridos estaban en disposición de apreciar estos dones, pues las
gafas oscuras velaban la visión, las lágrimas y gimoteos contenidos se
confundían con el responso que sonaba de fondo. Un último adiós a una persona
entrañable y querida por todos, esposo, padre y abuelo que siempre había
compartido vitalidad y optimismo, y al que la enfermedad postró, de forma
irremisible, en una cama durante años, alejándolo cada vez más de aquello que
fue su razón de ser, su forma de vida, convirtiéndolo, a última hora, en un
despojo consumido de huesos y pellejos. Nunca más vería el mar, nunca más el
olor a salitre le llevaría al encuentro de su memoria, a aquellos años felices,
de peregrinación por los mares del Caribe, donde conoció a su mujer, donde
nacieron sus hijos.
Amelia
era un mar de lágrimas, tan saladas como el mar que la vio nacer allá en Isla
Recóndita. Pero no tanto por la pérdida de su padre sino por no haber sido
capaz de cumplir su última voluntad. Este pensamiento la fustigaba en su
cabeza, y mientras se alzaba la plegaria, no dejaba de pensar que no había
tenido que dejarse convencer para que, finalmente, sus restos terminaran en el
fondo de este frío y angosto columbario.
― Me lo tenía que haber
llevado ― soltó entre sollozos de forma casi imperceptible.
Su hermano Julián, a su
lado, giró la cabeza, y con voz ronca e inexpresiva le espetó:
―
Ya estamos otra vez con lo mismo.
―
Pues sí, Julián, porque tengo razón. Tenía que haber cogido la urna y habérmela
llevado a casa. Y después ya veríamos...― pero fue interrumpida de mala manera.
―
Eso, colocas las cenizas encima de la cómoda, y luego, si acaso, cuando juntes
suficiente dinero, te cruzas el Atlántico para esparcirlas por ahí. Vaya
tontería y vaya despilfarro.
―
Pero era lo que papá quería ― le contestó ella en tono de hermana menor. ―
Cuando ya estaba muy mal, me dijo que quería volver allí donde fue más feliz...
― de nuevo la brusca interrupción no le dejó argumentar.
―
¡Y dale con la misma canción! ― dijo su hermano en un tono que provocó que
algunos de los presentes se girasen, haciendo caso omiso del rezo. Y ante las
miradas recriminatorias, terminó diciendo en voz baja:
―
Pero sí a papá ya se le iba la olla ― dijo mientras movía uno de sus dedos
dibujando círculos junto a la sien.
Mientras
todo esto ocurría, dos mujeres, abuela y nieta, cada una por motivos muy
distintos, se mantenían ajenas a la conversación, a pesar de ser testigos
directos de estos reproches.
Doña Marina, su cuerpo
retorcido sobre la silla de ruedas, sus ojos perdidos en la inmensidad del
olvido más tormentoso, su memoria borrada por una enfermedad que roba al
paciente su propia identidad y la de aquellos que la rodean y aman. “Marina y
marino”, expresión que ella ya no recordaba, pero que su marido, Celso, repetía
a menudo, casi a diario, desde aquel día que la conoció, al poco tiempo de
arribar al otro lado del charco. Costas que él nunca antes había pensado que
conocería pues nació en el llano, y su vida hubiera empezado y terminado allí
de no ser por aquella ocasión en que acompañó a su tío al puerto, y contempló
extasiado la inmensidad del océano, y se preguntó como aquellos cascarones
metálicos, tan frágiles, podían surcar las aguas sin sucumbir a sus embates. Y
leyendo las cartas de su tío, el emigrante, descubrió que había otros mundos,
otras oportunidades allende los mares. Y la miseria le llevó a enrolarse. Y
siendo grumete conoció a la que sería su esposa, al otro lado del mundo. Y allí
progresó y aprendió. Y se hizo capitán de barco. Y la suerte y su sentido común
le ayudaron a encontrar un buen empleo en una naviera. Durante años recorrió el
Caribe y otros mares. Meses y meses de su existencia fuera del hogar, lejos de
su mujer, lejos de sus hijos, pero cada vez que regresaba, a su casa, con los
suyos, venía con los bolsillos llenos de variopintos objetos y de anécdotas,
historias de marineros, de lugares exóticos, de otras costumbres, de otras
gentes, que excitaban la imaginación y curiosidad de sus hijos, y complacían a
su mujer. Porque Celso, su Celso, siempre volvía a casa, con el mismo
entusiasmo, con la misma ilusión con la que se marchó. Y con la certidumbre de
que muy pronto volvería a zarpar. Pero así era su vida, su felicidad en común
se reducía a aprovechar aquellos ratos juntos. Y los exprimieron al máximo,
segundo a segundo.
La
joven Estrella permanecía anclada a las faldas de su madre, y con un palo
trazaba monigotes en el suelo al tiempo que canturreaba una canción infantil. A
sus diez años, la conversación que mantenían su madre y su tío le era
totalmente ininteligible. Sus gruesas gafas apenas podían ocultar aquel rostro
distinto, aquella expresión peculiar, unos ojos pequeños y almendrados, rasgos
propios de otra cultura oriental, pero que en occidente significaban que una
alteración cromosómica había reducido su capacidad intelectual. A pesar de
ello, la niña se desenvolvía con naturalidad, y era la alegría de su madre y la
de la tía de esta. Precisamente fue la enlutada tía Enriqueta la que, tras
finalizar el párroco su letanía, se giró para hacerle una carantoña, a la cual
la cría respondió con una sincera y abierta sonrisa. Ya de pasó, recriminó a
sus sobrinos tan bochornoso espectáculo justo mientras se daba el último adiós
a su querido hermano Celso.
― Desde luego, hay que ver.
¿No tenéis otro momento para discutir estas cosas?. Pero si ya os habíais
puesto de acuerdo. Y mira que yo prefería tener a mi hermano bajo tierra...―
dejó caer con tono de resignación. A lo cual Julián, respondió con tono amargo:
― Pues haber pagado tú el
entierro, tía. Porque entre féretro, nicho, lápida, coche y demás, no hay
bolsillo que lo soporte.
― Hombre, haciendo un
esfuerzo... ― trato de argumentar su tía.
― El esfuerzo ya está hecho.
Un agujero común para toda la familia, incluso para ti, tía, si así lo quieres.
Cada uno, bien tostadito, dentro de su bote. Más limpio y más barato.
― Pero mira que eres bruto ―
le contestó Enriqueta zarandeando la cabeza.
― Sí, sí, bruto, pero práctico.
Porque no sé tú, pero yo no estoy para muchos gastos. Y supongo que tú tampoco,
Amelia, porque no veas lo que come la mongólica ― dijo con su habitual gesto
fruncido.
― ¡Julián!, no la llames
así. Te lo he dicho un montón de veces ― refunfuñó su hermana.
Julián nunca perdonó a
Amelia. Ya de pequeños, los once años de diferencia se tornaron un obstáculo
para estrechar lazos fraternales. Dejó de ser el ojito derecho de su madre de
un día para otro, y para colmo, cuando esta les dejaba solos para ganar unas
perras adicionales durante la ausencia de su padre, se tenía que ocupar de la
pequeñaja, que no hacía más que comer, cagar y berrear de continuo. Encima,
cada vez que su padre regresaba, no tenía ojos nada más que para ella, su
“princesa”, como la llamaba. Los tiempos en los que los regalos y los agasajos
eran sólo para él habían pasado, ahora era “todo un hombrecito”, según su
padre, así que vivió sus años de adolescencia en un segundo plano, cada vez más
ensimismado y apartado, justificando su carácter amargo y su desapego con un
“no me hacéis ni caso”.
Y para colmo, luego vino lo
de Soledad. Diagnosticada la temprana enfermedad de su padre, la familia
decidió volver a España para seguir un tratamiento que en aquellas tierras era
inviable. La tranquilidad del pueblo contribuiría al sosiego que un cuerpo
enfermo necesitaba. Sólo el primogénito se quedó, en primera instancia, en la
isla. A los pocos meses decidió malvender la casa y regresar. A Julián no le
costó gran esfuerzo abandonar lo que fue su vida. Su carácter huraño le había
llevado a una existencia vacía y recluida. Así que encontrarse con Soledad, una
cuarentona viuda, de todavía buen ver, y que mostraba tal interés por las
historias que le contaba de aquella isla tan remota, fue como un volver a nacer
para él. Por fin un alma gemela, una soledad compartida, una virilidad
recobrada.
Julián se compró una casa en
el pueblo, no lejos de la de su familia, y durante unos meses llevó una vida
ordenada y relajada. Seguramente aquella relación hubiese terminado en el altar
de no ocurrir lo inesperado. A falta de marido, víctima de un accidente
laboral, Soledad se hizo cargo de sus padres y hermano pequeño, Ignacio. Este
siempre había sido un niño algo díscolo y falto de atención, y entre la
chiquillería lo tenían por tonto. Ya de mayor ocultaba sus carencias con un
fuerte carácter, y un porte que ya hubiesen querido para sí muchos galanes.
Esto no fue ajeno a Amelia, mujer algo taciturna, que mantuvo durante meses su
relación de forma oculta pues, a ojos de Julián, Ignacio era un “bala perdida”,
sin oficio ni beneficio. El secreto se rompió cuando la naturaleza obró el
milagro de la vida, y Amelia se quedó embarazada. Al desvelarse la incógnita de
la paternidad, ya se encontraba en avanzado estado de gestación, y la relación
entre ambas familias fue distanciándose, y más aún cuando nació la criatura,
con las discapacidades heredadas, muy probablemente, por rama paterna, e
Ignacio desapareció del pueblo para no asumir sus responsabilidades. Aquello
fue el remate en la relación que Julián y Soledad habían construido con tanto
tesón y entusiasmo.
La muchedumbre comenzó a
dispersarse cuando el tiempo se quedó congelado por un instante, así como los
corazones de los presentes. Un grito rasgó el éter, proferido desde la única
garganta que no había pronunciado palabra en todo el acto.
― ¡CELSO! ― vociferó Doña
Marina, tal vez en su único y último acto consciente durante años. Esta
dramática despedida fue seguida de otra no menos lúcida, en boca de su nieta
Estrella, que con voz calmada musitó:
― Adiós, abuelo...
No pasó más de un año hasta
que aquella escena primaveral volvió a repetirse. El semicírculo de gente
volvió a arremolinarse frente a la misma lápida del columbario. Doña Marina se
cansó de habitar aquel cuerpo en el que los recuerdos ya no moraban. Tan
sigilosamente como vivió los últimos años, se despidió un día sin hacer ruido.
No por esperada, su marcha dejó heridas en el alma de su hija, que la cuidó los
últimos años. En cambio su hijo, incapaz de comprender que la mujer que le dio
el ser no le reconociese, se alejó de ella, al igual que lo hizo anteriormente
de su padre mientras yació largos años postrado. La inmadurez, el
distanciamiento, crearon un abismo insalvable.
Los operarios se afanaban en
remover con cuidado el mármol que cegaba el sepulcro. La sorpresa fue mayúscula
cuando advirtieron que la pequeña urna cineraria de Celso apareció justo al
borde de la abertura, a punto de precipitarse al suelo. Se apresuraron a decir
que seguramente aquel desplazamiento estaba justificado por las obras que
recientemente se habían realizado para añadir dos filas más de nichos sobre
aquel bloque de columbarios, y que las vibraciones propias de útiles y
compresores habrían removido cualquier elemento no fijado a la propia
estructura.
Tras este hecho inusual,
colocaron de nuevo las cenizas de Celso al fondo de la sepultura, y junto a
ellas, cuidadosamente, las de su amada Marina.
― Ya descansan juntos ―
reconfortó Enriqueta a su sobrina desconsolada.
Amelia se aferraba con fuerza a la mano de su
hija. Su hermano no les acompañaba, decidió que su presencia allí no tenía
sentido, que si su madre se olvidó de él en vida, tampoco importaba mucho
despedirse de sus restos una vez muerta. Puro egoísmo.
Pero quiso el destino que
dos años después fuese el propio Julián el que tuviese que hacer uso de los
mismos servicios funerarios que pagó para sus padres. Aquel autobús que le
llevaba a la capital se salió de la curva, y tuvo la mala suerte de haber
elegido el lado equivocado para sentarse. No sufrió, le dijeron a su hermana,
fue una muerte instantánea. Tampoco fue un consuelo, pues a pesar de todos los
desplantes, de las desavenencias, era su hermano, su único hermano, y sintió
como un vértigo, un vacío. Ella era ahora la última y única heredera de las
vivencias de su familia. Cuando ella desapareciese, todo lo vivido y sentido en
común serían sólo recuerdos, fotografías en el fondo de un cajón. Por
desgracia, Estrella nunca llegaría a comprender todo esto.
De nuevo, la misma liturgia,
pero esta vez bajo un tiempo desapacible. Los cipreses se cimbreaban agitados
por el temporal. Los paraguas aguardaban en la mano, a la espera de las
inminentes gotas de lluvia que amenazaban desde los negros nubarrones que se
cernían sobre el camposanto. El veteado alabastro se retiró una vez más para
albergar los todavía humeantes restos de Julián, pero esta vez se produjo un
hecho que dejó atónitos a todos los presentes. Más tarde, algunos contarían que
sintieron una punzada acre en la boca, a lo que siguió un penetrante sabor a
salitre. Otros dirían que les dio la sensación de escuchar el graznido de
gaviotas confundido con el tañido de las campanas. Pero todos coincidieron,
cuando les preguntaron, en lo que vieron salir de aquella tumba. Una columna de
áspera escoria se proyectó disparada hacía las alturas, a velocidad
vertiginosa, procedente de los vasos vacíos que rodaban por el suelo del nicho.
Al contrario de lo que podía esperarse, dada las ráfagas de viento que
acompañaban a la tormenta, las cenizas no se dispersaron en todas direcciones,
de forma entrópica y desordenada, sino que parecían ascender retorciéndose
sobre sí mismas, cual truculenta espiral, aunque de forma acompasada y
elegante, como si danzaran sobre los remolinos al son de una habanera. Y
mientras se alejaban, arrastraron consigo a la borrasca, y al instante los
rayos de luz solar colmaron de un renovado optimismo el corazón de Amelia.
Celso y Marina volvían a
estar juntos. Al parecer no querían compartir su última morada con su indolente
hijo, aquel que no les permitió cumplir su último deseo, que les despreció en
vida y les confinó en muerte a una prisión húmeda y oscura, que se burlaba de
una inocente chiquilla por el hecho de ser diferente. Con un poco de suerte,
las corrientes les llevarían hacia el oeste, hacia el mar al que siempre
anhelaron regresar. Tal vez el fin fuese un nuevo principio.
Las gargantas de los que
vieron este extraño fenómeno quedaron mudas, pero se oyó una única voz de
despedida:
― Buen viaje, abuelos.
Entre las
sombras de SUSANA NÁSERA
La luna se
filtraba por la ventana desnudando partículas plateadas sobre la cama. Hacía un
buen rato que se había acostado pero le era imposible conciliar el sueño, algo
la mantenía inquieta pero no atinaba a vislumbrar qué era.
Laura se levantó
por enésima vez, quitándose de la cara hebras sueltas de su melena rojiza que
caía revuelta sobre sus hombros. Se calzó las zapatillas de felpa rosa que le
regaló su madre la última navidad y salió de la habitación. El camisón de seda
blanco a la altura de los muslos se ceñía sobre su voluptuoso cuerpo al tiempo
que caminaba por el largo y estrecho pasillo pintado de azul hacia la cocina.
Sin encender la
luz fue directamente al frigorífico de donde sacó una botella de agua de la
marca más barata que pudo encontrar en el super la tarde antes. Mientras bebía
echó un vistazo a la cocina en penumbras, algo llamaba su atención pero no
sabía qué.
La pila la
ocupaban los platos de la cena aún sin lavar, encima de la mesa un cuenco
contenía dos plátanos pasados y una manzana roja, el reloj de la pared marcaba
las dos y tres minutos.
El rollo de
papel de cocina se movió ligeramente por el aire: Laura se giró hacia su
izquierda; la ventana estaba abierta y ella estaba segura de haberla cerrado
antes de ir a dormir. Sus hermosos ojos negros se abrieron de para en par y un
estremecimiento recorrió su cuerpo, minúsculas partículas de sudor asomaron a
su espalda.
Miró en
derredor mientras el miedo subía por sus
desnudos muslos hasta su pecho, inquietándola por completo.
Alguien había
entrado en la casa. Tenía la certeza. Dejó el vaso de agua muy lentamente en la
encimera de granito gris, el insignificante sonido del vidrio sobre la piedra
le pareció atronador.
Lentamente salió
de la cocina y fue a la sala. Echó un rápido vistazo.
La ventana que
daba al callejón y la puerta principal estaban cerradas. Todo parecía normal,
la revista con la última boda de Nelson White estaba en el sofá blanco de
polipiel. Justo donde la había dejado, junto a su desparramada chaqueta de ante
gris, su bolso marrón café seguía encima de la mesa. Nada fuera de lo común
llamaba su atención. Seguramente su imaginación le había jugado una mala
pasada. Se relajó ligeramente. Quizás se había dejado la ventana de la cocina
abierta, sí, seguro que olvidó cerrarla antes de ir a dormir.
Volvió sobre sus
pasos hacia la cocina para esta vez, sí, cerrar la dichosa ventana cuando de
repente todo sucedió.
Alguien salió
del cuarto de baño y la sujetó por detrás justo cuando ella pasaba. Intentó
zafarse de su atacante pero le era imposible, era mucho más grande y
corpulento. Con una mano le tapó la boca para que no gritara y con la otra le
sujetó ambas muñecas en la espalda hasta reducirla a su antojo.
Aterrorizada,
Laura dejó de moverse, tenía que pensar. Las clases de Krav Maga que había
estado tomando durante los dos últimos meses tenían que servirle de algo. La
respiración del hombre le acariciaba el oído, aterrorizándola más de lo que ya
estaba. Intentó recordar la maniobra de liberación que Michel, su profesor, le
había enseñado.
No lo pensó.
Haciendo un rápido giro se revolvió contra su atacante consiguiendo zafar las
manos de él. Lo siguiente que hizo fue levantar la pierna y darle un rodillazo
con todas sus fuerzas la entrepierna que lo hizo tambalearse y gritar de dolor
haciéndolo caer de rodillas. El agresor extendió los brazos en un vano intentó
de ir hacia ella pero una vez más una patada en la cara consiguió hacerlo caer
hasta el suelo. Aprovechando su vulnerabilidad le atizó con todas sus ganas de
nuevo en la cara hasta dejarlo inconsciente. Lo siguiente que hizo fue llamar a
la policía.
En menos de diez
minutos habían llegado a su casa y tenían al atacante con la cara morada por
los golpes, esposado. El agente que habló con ella, un hombre muy robusto y con
cara de comer muchos donuts le dijo que era un conocido de ellos, un ladrón de
poca monta que utilizaba los despistes de la gente para hacer sus fechorías.
Aunque no por eso dejaba de ser
peligroso.
Laura le dio las
gracias por llegar tan pronto y prometió ir al día siguiente a comisaria a
poner la correspondiente denuncia.
Una vez de nuevo
sola se sentó en el sofá con una taza de cacao caliente y envuelta en su bata
de algodón color amarillo. Desde luego había sido una noche muy larga y estaba
agotada. A su lado la revista seguía abierta por la misma página en la que
Nelson White posaba junto a su flamante esposa en una hermosa playa de
Mallorca.
Atrapado en la oscuridad de ALEXISVEDDER VILLAESCUSA ( Barcelona)
11 de marzo de 2011 a la(s) 11:25
Oscuridad.Silencio.
Presión atmosférica del aire.
Cuando empecé a tener consciencia, la consciencia todavia me hizo empeorar. No era consciente de dónde estaba. Estaba en algun sitio estrecho, frio y sin ningun atisbo de luz. No habia ningun sonido. No se oía absolutamente nada.La ropa me rozaba en los laterales de las paredes, las cuales parecian ser de tierra húmeda y rocas puntiagudas. El orificio en el que me encontraba parecía una especie de pozo o cueva subterranea donde la única salida estaba por encima de mi cabeza. No habia espacios a mi alrededor ,solo por encima mio. El agujero en el que me encontraba deberia tener 1 metro de anchura, pero de altura....de altura no lo sabia.
Notaba que por momentos me faltaba el aire, y la presión en mis pulmones empezaba a aumentar .
Decidí salir de ese oscuro agujero, intentando que la locura no se apoderase de mi. Deberia mantener la cordura si queria salir de allí.
Empecé a trepar ayudándome de la rocas .A medida que iba subiendo, el orificio se iba estrechando, y las rocas me iban rasgando la ropa a jirones, hasta que empezaron a rozar mi piel y mi carne.
Habria subido unos 5 metros en la mas profunda y terrorífica oscuridad. Debido al cansancio y al dolor de las rozaduras, cada vez me faltaba más aire.
El agujero deberia de tener a esa altura medio metro de anchura. La dificultad para seguir avanzando era demasiada. Las rocas me desgarraban la carne y apenas tenia espacio ni aire para seguir subiendo.
Intenté hacer un ultimo esfuerzo y conseguí subir 2 metros más. Tenia la ropa totalmente ensangrentada, y trozos de carne y piel colgando de mi cuerpo.
Finalmente mi cabeza chocó contra el techo.
El camino habia concluido.
Sin apenas aire que respirar, ni espacio, ni luz y con la rocas frias clavándose en todo mi cuerpo como afilados cuchillos , me di cuenta que no habia salida.
En la más profunda oscuridad , empecé a sentir el más inmenso terror que jamás habia vivido.El horror y la locura se apoderaron de mi. Empecé a chocar violentamente mi cabeza contra el techo de rocas y tierra, en un acto de esquizofrenia mental. La sangre empezó a salir a borbotones de mi cabeza.
Hasta que en un último espasmo de locura un golpe tremendamente violento de mi cabeza hizo que se abriese una brecha en el techo. La tierra empezó a derrumbarse encima mio, pero yo estaba en un estado tan demencial que no noté absolutamente nada.
De repente vi una luz.
Allí mismo.
Encima mio.
La salida.
Empecé a respirar de nuevo.
Alcé mi cabeza hecha trizas para salir al exterior, para salir definitivamente de ese infierno .
Pero cuando saqué la cabeza al exterior, miles de pies andando sobre mi volvieron a meter mi cabeza ensangrentada en el hoyo.
Volví a intentarlo,pero los personas que andaban eran miles, todas apretujadas, chocándose entre ellas y cada vez que intentaba salir, los pies de la gente me golpeaban al andar mi cabeza y me era imposible salir de allí.
Grité con el poco aire que me quedaba en los pulmones. Pedí socorro a toda le gente que estaba pisoteándome, pero el caso que me hicieron fue nulo.
Lo intenté hasta que mi cabeza dijo basta.
Nadie fue capaz de dejarme salir.
Ningun ser humano me ayudó.
El exterior se convirtió en otro infierno para mi.
Las personas que estaban en el exterior solo se limitaron a seguir su ordinaria vida, siguiendo la corriente, aborregados en esta sociedad, pisoteándome como si fuese un excremento, ignorándome, quitándome la única esperanza de seguir adelante...de sobrevivir...No podia contar con ellos...
Mis fuerzas me abandonaron y volví a caer en el oscuro agujero. Caí hasta el fondo. Allí , el terror más intenso se apoderó de mi mente y de mi cuerpo...comprendí que no tenia escapatoria...ni en la oscuridad...ni en el exterior...
Mi destino era morir, ignorado , en la mas profunda soledad.
Mi ojos se cerraron para siempre.
Encontré la libertad.
El húsar y la muerte de JAVIER FRANCO (Guadix)
Cabalgaba raudo recortando
el cielo enrojecido del vespertino atardecer en el horizonte. El caballo era
blanco, hermoso, movía sus patas con la majestad exacta de un dios argivo, y
sus crines formaban llamaradas de albor al bamboleo rítmico de su cabeza
magnífica. El jinete erguido sabía compenetrarse con el animal de tal modo que
parecían uno, su chaquetilla húngara de color celestial, con ribetes de pieles
negras, se movía al viento al ritmo de las flamígeras crines, sobre un dolman
de botonadura plateada, mientras el chacó y su enhiesta pluma, también negra,
eran sostenidos por una cabeza de hermosa cabellera, recogida en dos trenzas
rubias, que más que dar feminidad a las facciones conferían un toque de rudeza
bárbara.
Caballo y jinete se habían
adelantado al escuadrón que, al asalto, se disponía a degollar a la primera
fila de infantería que, pie a tierra, esperaba vanamente detener el golpe
mortal de cascos, espuelas y sables. Saltó sobre la trinchera y con apenas un
suave y leve movimiento de muñeca quedó su sable curvo tintado en sangre, atrás
quedaba un cuerpo sin cabeza manando sangre a borbollones como una fuente del
real sitio de Versalles. Sin pensárselo el húsar real dio media vuelta y volvió
a asaltar la trinchera por la retaguardia, y volvió la destreza de su mano a
dejar fluir la sangre en otra fontana. Y repitió y repitió la operación cuantas
veces pudo, hasta quedar exhausto y sin enemigos, si bien podría intuirse que
su sed de muerte no había acabado.
Y él, atusándose el
puntiagudo y bien cuidado bigote, pensó ello mismo, no tenía bando, estaba en
el ejército de los realistas, como podía estarlo en el de los revolucionarios,
se enroló en el ejército por vocación, y por vocación buscó un cuerpo de
combate con el que estar en perenne contacto con la sangre, arrollar aquellas
primeras líneas era lo que más placer le causaba, zigzaguear de vanguardia a
retaguardia segando vidas, cercenando arterias. Aquella sensación era superior
a cualquier placer de los que había disfrutado, ni las mejores hembras, ni los
mejores vinos o manjares le habían provocado nunca lo que aquella sensación de
sentirse un dios por encima de las cabezas, tajándolas una a una como espigas.
Pero, confiado del fin último del trabajo de esa jornada, se mantenía absorto
en esos pensamientos, saboreando, relamiendo en su interior el riachuelo de
sangre que aún recorría la curva de su sable para desembocar en el campo
muerto, cuando, acompañado de un sonido seco, sintió un impacto taladrar su
pecho, antes de caer de la esbelta montura, aún tuvo tiempo de mirar la plata
de su dolman tornarse en carmesí, luego cayó.
Quedó sumido en la
oscuridad, en una profundísima y cavernosa oscuridad de la que pensó que nunca
saldría, era sin duda el fin, un absurdo final provocado por un enemigo
invisible al que no había visto la cara, aquellas armas capaces de matar a
distancia eran una aberración pecaminosa que acabaría por aniquilar la guerra
como un arte. La oscuridad era cada vez más intensa y profunda, estaba cercano
el momento en que ya ni siquiera advertiría la oscuridad, en que dejaría de
advertir para convertirse en un despojo, un trozo de nada que seguir
componiendo el entramado de la nada eterna. Un suspiro y el final, eso sería
todo. Pero no lo fue, aún pudo percibir que de la oscuridad sin fin surgía una
imagen, una imagen que iba acercándosele y tomando forma, tomando la forma del
último rostro que vio antes de degollar su garganta, el rostro en la agonía del
degüello le dirigió la palabra: «¿No me conoces? Me has visto tantas veces y
aún no sabes quién soy. Soy a quien sirves. No soy tu rey, ni tu general, soy
realmente a quien complaces de verdad. Ya veo que lo comprendes. Sí, soy la
muerte. Soy la muerte y pocos servidores he tenido como tú, por eso no quiero
que vengas conmigo, quiero que me sirvas y mientras me sirvas no te visitaré
más. Mas el día en que matar deje de serte el mayor placer y tengas un atisbo
de duda, ese día te visitaré».
No mucho tardó el cirujano
en vislumbrar el milagro, no era capaz de explicarse la curación, nunca había
visto a un herido reponerse de herida semejante y más de esa manera, con esa
rapidez y con esa inexplicable recuperación de energía. Apenas pudo sostenerse
en una cabalgadura y poder maniobrar con su sable, el húsar se reincorporó a su
regimiento, buscando siempre las operaciones más sangrientas, aquellas en las que
mayor cantidad de víctimas se pudiera causar al enemigo por encima de todos los
riesgos a correr, y volvió a coleccionar cuellos cercenados y cabezas
decapitadas, las balas y las bombas enemigas parecieron encontrar ante sí un
baluarte inmune, su pecho, tapada su cicatriz enorme por el dolman y sus
entorchados y botonaduras plateados, quedó atiborrado de condecoraciones. Ello
no le producía el menor placer, sólo le movía el placer futuro, el de la
siguiente misión, la siguiente siembra de cadáveres sobre un campo cada vez más
mustio por la guerra, un día tras otro.
Un atardecer al coronar un
otero, el general divisó una aldea al final de la ladera, vadeada por un
riachuelo, era una aldea rebelde sin duda y no hubo otra orden que el
aniquilamiento total, ninguna vida debía quedar tras el paso del regimiento,
ninguna. El húsar sonrió de emoción maliciosamente bajo su afilado bigote, tan
afilado como su curvo sable, cuya empuñadura ya estaba palpando con ansia. Como
era costumbre, su galopar adelantó al resto del escuadrón y alcanzó el primero
el objetivo, en el que no se veían soldados, sino casas de campesinos y
artesanos, que estupefactos quedaban paralizados ante la figura demoledora del
jinete que sólo hablaba con el movimiento cercenador de su sable, mientras iban
cayendo una víctima tras otra, así recorrió a lo largo y a lo ancho la aldea,
dejando un espumoso reguero de sangre que se extendía, como un afluente, hasta
el riachuelo.
Ya no galopaba, trotaba
pausadamente, aunque con todos los sentidos concentrados en su sable, en la
esperanza de aún poder darle el único trabajo para el que servía, fue entonces
cuando escuchó un ruido dentro de un pajar, concentró ahora sus sentidos en el
oído, creyó escuchar algo como una voz, un gemido humano, estaba seguro.
Aceleró el trote y se introdujo de bruces en el pajar con la mano diestra
alzada, manteniendo enhiesto el acero que portaba, giró el rostro de un lado al
otro, haciendo bambolear sus trenzas, y fue cuando la vio. Vio a una niña
pequeña, quizá no llegara a los diez años, los hermosos ojos verdes de la
pelirroja se clavaron en sus pupilas, comenzó la maniobra de su muñeca, pero
titubeó, algo le impedía romper de un tajo la porcelana de aquella muñequita
pecosa, nunca había matado a un niño de esa edad, pero no podía quedar en la
aldea nadie con vida, y volvió a aprestarse para ejecutar el movimiento
definitivo de muñeca y volvió a dudar, y en la duda sintió tres punzadas
profundas, hondas, terribles sobre la vieja cicatriz de su pecho, volvió a
recordar la llegada de la oscuridad y, antes de sumirse en ella, pudo ver la
horca de madera que la niña le había insertado en el pecho, ¿cómo una niña tan
pequeña pudo manejar así semejante arma?, se preguntaba mientras caía al suelo
cubierto de paja reseca y a la oscuridad. Y en la oscuridad, el rostro en
agonía de su última víctima cobraba vida para advertirle: «Ya te dije que si
esto ocurría volvería a visitarte».
____________________________________________________________________________
____________________________________________________________________________
POEMAS
La noche se detiene de ALICIA EXPÓSITO (Guadix)
La noche se detiene
en la ventana.
Mira tras el cristal.
Me llama suavemente.
El pueblo duerme.
La torre de la iglesia
se engalana de luna.
El ladrido de un perro
rompe el tenue zumbido
del silencio. Las calles
brillan al paso
de las almas errantes.
Protégeme del miedo,
mágica noche
colmada de prodigios,
y déjame ser libre,
sin ojos que me miren,
sin lenguas que me juzguen.
Sálvame del temor
de mi propia conciencia,
de la pronta llegada
de los ángeles negros
que gritan soledades
de traiciones lejanas.
Haz realidad,
sólo por un instante,
los momentos azules
que pudieron pasar
y no pasaron.
Engáñame la vida
para que la sonrisa
florezca de mis labios.
Recuérdame olvidar
tantas mentiras
que no distingo ya
de las verdades.
Hora noctámbula,
concédeme una tregua
entre tanta fatiga.
Arráncame las lágrimas
para llamar al sueño.
La noche está poblada
de fantasmas. No quisiera
encontrarme con Dios
en las tinieblas.
Hubo lunas que nunca existieron.
Ni parajes luctuosos ni tristes,
que eligieran el camino al infinito.
Son marchitas flores las que yo riego
en un afán por renacer la vida.
Es un silencio sepulcral, sobrenatural.
Doliente y amargo.
Sonido de llantos desérticos...
Todo esta muerto...
Nada se agita.
Incluso el aire parece lento…..
¿Donde está la vida?
Busco con desespero,
revuelvo la tierra prometida
aquella que me dio la vida un día.
Imploro mirando un oscuro cielo
que no me mira
porque ya no existe...
!Que pesar tan grande!
¡Que dolor! !
¡Que tormento!
¡Que desazón!
Quizá mis ojos se han cegado.
Quizá mi boca de repente a enmudecido...
Quizá, no me queda soplo
pero yo sé que respiro, !lo sé!
Abrazo la oscuridad temeraria.
La penumbra de la noche eterna.
Quiero someterla entre mis brazos
¡Dios!
La rigidez, el rigor……
Mis brazos se niegan abrazarla...
No quiero confundirme
mas estoy llena de confusión.
Abro los ojos con fuerte desespero
y grito con el alma incinerada
¿Quizás estaré muerta?
¿O muerto está el mundo?
¡Que duda tan grande Dios!
¿Por qué tanto misterio?
En esta noche mágica de TERESA TORRES (Málaga)
En esta noche mágica de fantasía y misterio
colguemos el cartel a nuestras ilusiones
de …“sólo para adultos”
tal vez así sea ya el momento
de ser abducidos por nuestros
sueños.
Acércate…
pero no intentes descubrir los infinitos misterios
del laberinto oscuro de mis labios
o de mis ojos velados,
estos se hallan más allá de las pupilas,
más allá de los versos.
Podría revelarte lo arcano de mi alma,
sus códigos secretos
y hasta las sombras de su voz,
más quiero que
en la oquedad de su cadencia,
en lo íntimo y oculto
de mi carne y de mi ser…
y en el deseo de que toda fantasía
puede ser realidad…
disfrutes sin buscar respuestas.
colguemos el cartel a nuestras ilusiones
de …“sólo para adultos”
tal vez así sea ya el momento
de ser abducidos por nuestros
sueños.
Acércate…
pero no intentes descubrir los infinitos misterios
del laberinto oscuro de mis labios
o de mis ojos velados,
estos se hallan más allá de las pupilas,
más allá de los versos.
Podría revelarte lo arcano de mi alma,
sus códigos secretos
y hasta las sombras de su voz,
más quiero que
en la oquedad de su cadencia,
en lo íntimo y oculto
de mi carne y de mi ser…
y en el deseo de que toda fantasía
puede ser realidad…
disfrutes sin buscar respuestas.
Estoy vivo de ESNEYDER ÁLVAREZ (Medellín-Colombia)
Se burlaban,
Loco me decían,
Que solo de un mundo de fantasía mis sueños provenían.
Todo era frio,
Tétrico,
El misterio de la soledad se convertía en la única realidad.
El sexo,
La codicia,
La ambición,
Eran las almas que vivían
en los cuerpos sin mente que habitan una
tierra infértil,
La lluvia llegó,
La semilla que guardaba en mi corazón floreció,
El amor en mi nació,
El misterio de la felicidad, La fantasía y la locura de mis sueños,
Se convirtieron en la más bella realidad,
En la más dulce poesía.
Hoy grito estoy vivo,
Estoy feliz,L
La fantasía no existe,
Solo hay hechos,
Solo hay realidades,
Solo hay amor.
____________________________________________________________________________
FOTOGRAFÍA
Lo que esconde el tiempo de NURIA HERNÁNDEZ LORENTE (Granada)
_________________________________________________________________________________
ILUSTRACIONES
Dibujos de JUANFRAN CABRERA (La herradura-Granada)
Carmen, gracias por incluir mi artículo en la revista. UN saludo
ResponderEliminarLeandro
Gracias a tí Leandro por tu gran aportación ¡Te esperamos en la próxima!
ResponderEliminarGenial Carmen, un trabajo precioso.
ResponderEliminarY geniales tus dibujos,gracias a ti por dedicar un cómic a Cascamorras!!
ResponderEliminarEn el 2006 le dediqué a Poe un artículo en La Opinión de Granada, pues, al poco tiempo, empezaron a salir artículos en España sobre el misterioso brindador. Ahora todo a vuelto al silencio, desde la muerte del poeta y ha desaparecido el misterio. A quien le suelen poner una botella de coñac es a la tumba de Jim Morrison, en el cementerio de Père-Lachaise, en París.
ResponderEliminar