Carmen me dice que es un buen
momento para reflexionar sobre mi «síndrome de fiera enjaulada». Pero yo no
quiero reflexionar, ni pensar, ni desentrañar.
Es mi síndrome, soy así: salir
al espacio exterior a caminar, a escuchar, a aprender, a reír, a indignarme o a
luchar, me permite tener a raya mis pensamientos.
Es un mecanismo de defensa
ante ese ruido mental tóxico y casi cien por cien negativo.
Como decía mi madre: «Porque
no pienso, que si pensara».
El cerebro me resulta sumamente
interesante y enigmático. «La teoría de la mente», que está estudiando Carmen,
no sé si arroja algo de luz. Pero no creo que sea necesario complicar mucho el
tema. Me gustaría hacer tan sólo unas preguntas a un grupo amplio de población:
saber, por ejemplo, si sus mentes están pariendo incansables pensamientos de lo
más peregrino, generalmente con tintes más bien gris oscuro.
No es mi casa la que se me cae
encima, es el peso de mi mente infatigable y creadora de distopías o de
realidades.
Los espacios muertos en los
que la creatividad está totalmente anulada por la toxicidad del ruido mental.
Domeñar mi cabeza; sería increíble poder revertir toda esa energía brutal que
me agota en creatividad.
Mi creatividad está ahí, lo
sé, lo siento, y cuando puede se cuela por una rendija y sale al exterior y me
hace feliz.
Anoche abrí la ventana para
ahuyentar los virus. Fuera estaba oscuro, dentro también. Por un instante sólo
existían los pétalos rojos del tulipán moviéndose al son de una suave brisa. Y
esta mañana, al asomarme a la terraza, la vida me dio una lección de lentitud
en dos fases:
Un hombre con las manos
entrelazadas a la espalda y la cabeza gacha cruza la plaza despacio, muy
despacio, como si entre paso y paso hubiese un largo pensamiento.
Al poco, una mujer empujaba su
carrito de la compra, o más bien, el carrito la empujaba a ella. Caminaba muy
lentamente, como si todo el peso del mundo estuviese en su cuerpo.
Al rato hombre y mujer se
perdieron y transitaron otros caminos fuera de mi vista.
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