Bajo tierra, dormida en el tiempo,
la olla ni resplandece ni brilla, solo está dormida y tranquila, pero espera a
ser pródiga con quien la vuelva a sacar a la luz y la libre de su perenne
tiniebla. La viña, amodorrada y tranquila, espera siempre el esmerado mimo de
la azada para, con estoicismo y a la vez premura, madurar su fruto y obsequiar
a su dueño con uva dorada.
Bajo tierra, persiste dormida en el tiempo la olla, que aún ahora no brilla, pero con paciencia espera. El viñedo, amodorrado y tranquilo reconoce con largueza los mimos de la azada y, agradecido por el trato, obsequia al campesino su mejor uva dorada. El hombre, obstinado, araña la tierra continuando terco con la cava. El sudor del quintero que labra riega la tierra que cava, y esta parece ablandarse excitada, incitando al hombre y a su azada a proseguir con su dura tarea hasta terminar la dura jornada.
De pronto, el filo de la herramienta toca el barro cocido de la olla y un tintineo difuso alerta los sentidos del hombre que, aunque mermados, pronto reaccionan. Extrañado y confuso se yergue, se enjuga el sudor que riega la tierra, observa el hallazgo, prosigue erguido y confuso, pero calla. Persiste un tiempo en silencio, conjetura y cabila, y después de mucho meditar, con mimo termina de desenterrar lo descubierto.
Indeciso y con el miedo en el cuerpo por la superstición y el desconocimiento del objeto que tiene ante él, acerca trémulo los dedos hasta retirar el envoltorio que tapa el hallazgo que, manido y resquebrajado por el tiempo, desvela el dorado contenido del envase enterrado. Por fin concluye tranquilo que es una olla de barro que brilla.
De
amanecida, muy de mañana, esparce sobre los pámpanos parte del contenido con
comedimiento, y tratando de ser ecuánime con cada una de ellas les echará parte
del contenido para que las cepas le den los racimos sin mancha ni mácula. Vuelve
a guardar el hallazgo con premura y cautela. Pero cuando por la noche sale la
luna hechicera, coqueta y lozana, las parras brillan a su luz como fina arena en
vellocino dorado. El labriego, confundido y extrañado, llama a su gente,
excitado y a la vez deslumbrado.
Con lo recuperado de los pámpanos y lo que quedó en la olla, la paupérrima vida de aquella gente iba a ser confinada para siempre. Pero la envidia ciega, al acecho constante sin descanso ni tregua, con saña y encono, puso el secreto al descubierto de aquel infeliz y su aluenga familia cuya tarea siempre fue el duro trabajo, la constante penuria, la humillación continua y la perenne pobreza.
Y la “ley del más fuerte, siempre equitativa, ecuánime y ciega”, pronto vino a incautarse de aquel tesoro encontrado entretanto uno seres humildes arañaban con ahínco la reseca y dura tierra. Invocando para ello alegatos hueros con los que embaucaron y engañaron a aquella gente austera que por siempre había labrado aquella tierra. Les quitaron su oro, les robaron sus quimeras, les hicieron la afrenta de matar de un plumazo sus sueños, sin un estipendio o una simple prebenda. Y al final de la historia, el oro molido acabó en distinto y avaricioso bolsillo. Aduciendo todos, envidiosos y demás caterva, que cómo aquel infeliz iba a ser poseedor de tamaña riqueza. Aludiendo para ello al popular dicho: “dinero llama a dinero y miseria llama a miseria”.
Pero todo no iba a ser desdicha para aquella gente paupérrima. La madre, sagaz y a la vez desconfiada de la justicia de los hombres, a escondidas había guardado, envuelto en un trapo viejo en su prominente pechera, un buen puñado de aquel precioso metal que le robaron y que a ellos les regalara la tierra. Procurando no desvelar nunca a nadie, ni a su hijo Catico, ni a sus otros hijos, ni a sus nueras, por si a alguno de ellos le sonsacaban las envidiosas y malas lenguas. Con lo que sisó la matriarca pudieron vivir por siempre en su sufrida vida, holgados con disimulo y presteza. Y así, por la vivacidad de aquella valiente y astuta mujer, se alejó algo la penuria, se redujo la miseria y nunca faltó pan para los suyos en aquella su siempre cicatera, menguada y exigua mesa.
Y la ley, que para una inmensa mayoría siempre es
“ecuánime” y ciega,
pronto vino a incautarse de aquel tesoro encontrando
entretanto unos seres que arañaban la dura tierra;
alegando para
ello historicismo y cultura, y nada de prebendas.
Y al final de la historia, el oro molido acabó en
distinto y ubérrimo bolsillo.
Aduciendo que, como bien dice el popular dicho: dinero
llama a dinero y miseria llama a miseria.
Leyenda popular
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