Ángel Olgoso (Granada, 1961) es uno de los autores de referencia del cuento en castellano. Ha publicado los libros de relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante, Los demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la Crítica), Cuando fui jaguar, Racconti abissali, Las frutas de la luna (XX Premio Andalucía de la Crítica), Almanaque de asombros, Las uñas de la luz, Breviario negro (finalista XII Premio Setenil) y Devoraluces. También el poemario Ukigumo, el libro ilustrado Nocturnario, la edición de Los Escarbadientes Espirales del Institutum Pataphysicum Granatensis, y una recopilación de sus textos de no ficción, Tenue armamento. Ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan el XXI Premio Internacional Julio Cortázar, Premio Clarín de relatos 2004, Premio Caja España de Libros de Cuentos 1998, Premio Gruta de las Maravillas 1995 de la Fundación Juan Ramón Jiménez o el Premio de la Feria del Libro de Almería 1994. Relatos suyos se han incluido en más de setenta antologías del género. Es, además, fundador y Rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, Auditeur del Collège de Pataphysique de París, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés, francés, alemán, italiano, portugués, griego, rumano y polaco.
Ángel, gracias por atender nuestra
entrevista.
¿Cómo y cuándo comenzó a escribir?
En la magnífica biblioteca de La
Salle de Granada (interno de 1972 a 1975) descubrí la belleza de las palabras
gracias al deslumbramiento que supuso La casa encendida y Cántico. Ahí empezó
también la comezón de la escritura, apuntando versos en una libretita bajo las
sábanas a la luz de la linterna, en el dormitorio comunal. Comencé a destacar
en redacciones escolares. Primeros premios (en 1974, el de redacción de la
Federación Andaluza de Montañismo). Tras cinco años escribiendo poesía con
ribetes surrealistas, en 1978
recibí el formidable, el nutricio impacto de la Antología de la
literatura fantástica, de Borges,
Bioy y Ocampo, que contenía, a su vez, Sola y su
alma, de Thomas Bailey Aldrich. Aquellos
aldabonazos a la
puerta de la
única persona viva en el mundo, resonaron tan sobrecogedoramente en mi
interior que abandoné la poesía y escribí mi primer relato, una variación de
cinco líneas del célebre texto de dos de Aldrich. Entre 1978 y 1983 compuse −mucho
antes de que se conociera y difundiera el microrrelato como tal− dos series de
narraciones brevísimas, Trece planos cortos y Cuentos alrededor de una mesita
de té en el vientre de una ballena, y un libreto caleidoscópico, La extraña
caja de lápices del señor Wots, compuesto por imágenes y textos diversos de
difícil clasificación.
Al recordar estos detalles tengo la
sensación de estar cerrando un círculo literario, de completar un bucle vital:
acabo de reunir todos mis microrrelatos completos en un volumen (La sombra de
la sombra) y el primer libro de mi nueva etapa fuera de la ficción (Madera de
deriva) es un libro híbrido, con textos de brujuleo libre, como aquel de hace
más de cuarenta años.
¿Cuáles fueron sus principales lecturas? ¿Recuerda algún libro que le
impactara en los primeros años de lector?
Como digo, la conmoción y conversión
definitivas, la zambullida completa de cuerpo y mente, fue con la Antología de
la literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo. Más una combustión
espontánea que una lectura. Aquel viejo volumen -que mucho después tuve la
fortuna que me firmara el propio Bioy- me inoculó para siempre el veneno del
relato y de la literatura de extrañeza e imaginación. Al mismo tiempo me iban
marcando nuevas revelaciones lectoras, algunas de ellas descubiertas en la antología
Narraciones de lo real y lo fantástico, publicada en 1977 por Bruguera. Se
trataba de autores que -por su producción escasa, originalidad, independencia o
muerte temprana- no han tenido en general el reconocimiento que merecían: A. F.
Molina, Manuel Pacheco, Raúl Ruiz, Alberto Escudero y, sobre todo, Francisco
Ferrer Lerín, cuyas extrañas e hipnóticas prosas fueron imprescindibles para
ahormar mis propios relatos y educar mi mirada en la rareza.
Después fui conociendo poco a poco a mi propia familia, con Poe y Kafka a la cabeza, los fantásticos victorianos, los fantásticos latinoamericanos, Maupassant, Schwob, Buzzati, Arreola, Denevi, Aickman, etc. Pasé por épocas consecutivas que tenían la vitola de Cortázar, de Vian, de Kerouac, de Mishima, de Chandler, de Bukowski, de Bradbury. Degusté la “prosa comestible” de Azorín, Aldecoa, Schulz, García Pavón, Rulfo, Pla. Pero si sólo pudiera nombrar dos debilidades, serían Álvaro Cunqueiro (un mágico y delicioso universo) y Chateaubriand (una cumbre estilística de la humanidad).
¿Qué es, para usted, un buen relato?
Supongo que el que posee la
adecuación del fondo a la forma y de la extensión a la intensidad, el que aúna
la precisión y belleza del lenguaje con la singularidad de la historia, el
rigor con el misterio. Un buen relato debería ser algo incitante, sin tiempos
muertos, genealogías interminables ni quincalla psicológica; a veces ni
siquiera es necesaria una trama de aparatosa carcasa, basta con que pervivan el
tuétano de los personajes y el aroma concentrado de la atmósfera. Debería ser
una especie de destilado, un bebedizo a través del cual brillara una luz
especial, cálida o inquietante, un ascua que acompañara al lector mucho después
de la lectura. Personalmente me fascina la magia de la síntesis, de la puntería
afinada, el expresar lo máximo a través
de lo mínimo, pero a la vez me pierde la iluminación y riqueza de los detalles,
la vibración colorista y sensual de la prosa. Anderson Imbert tenía una magnífica
fórmula: intuición poética (como un éxtasis) más intriga singular
(estéticamente valiosa) igual a forma expresiva con desenlace imprevisto.
Imagino que un buen relato ha de
tener la capacidad de inaugurar un mundo, de crear emociones, de convocar
realidades, de buscar otros ángulos de visión, una imagen más potente que las
palabras que lo componen, tratando en definitiva de metamorfosear la oruga fea,
caótica y doliente de la realidad en una estilizada mariposa.
Hábleme de alguno de sus libros, el que para usted sea especial, y cuéntenos
¿Por qué?
Quizá Las frutas de la luna, no sólo porque lo crea el más logrado, no
sólo porque contenga mi mejor relato entre los 700 que he escrito (El síndrome
de Lugrís), sino porque en él intenté dar forma a ese “dolor cósmico” del
Romanticismo, contemplar el planeta -en palabras de Chateaubriand- como un
insecto microscópico inadvertido en el pliegue del manto del cielo. Tras
acabarlo supe que, mientras lo escribía, se habían rodado Melancolía de Lars
von Trier y El árbol de la vida de Terrence Malick, obras que abandonaron
también la vista de gusano, a ras de tierra, como si participáramos de una
misma perspectiva cósmica, de un momento cuasi apocalíptico de cambio de ciclo,
de replanteamiento, de viaje al origen o al destino de nuestra especie.
El título alude a la posibilidad de
contemplar los relatos del libro como frutos de formas y sabores extraños, a
ese aire entre vívido y ensoñado de sus atmósferas, al deseo de hacer eclosionar la inquietud en la
mente del lector. La misma extrañeza que sentiríamos ante la visión imposible
de una fruta lunar, con su pátina plateada, sobrenatural, de ensueño, como un
ascua fría de otro mundo. Puede sugerir una idea de evasión de la realidad pero
no es así: en este caso se trata de un asunto de enfoque; hay en este libro
relatos que son una visión de conjunto de la especie (Contraviaje, La torre de
Hunan, Materia oscura, Dibujé un pez de polvo, Los túmulos, Aramundos o La
pequeña y arrogante oligarquía de los vivos), otros que aplican a los seres
humanos una lente de aumento (El síndrome de Lugrís, Suero, Designaciones o Dybbuk),
y otros que podríamos llamar bifocales, donde se alternan las dos perspectivas
a la hora de acercarse a las sombras de la condición humana (Perlas de Indra, El
confeti de nuestras cenizas, Águila de sangre o Las Montañas de los Gigantes a
la caída de la tarde).
A diferencia de otros libros míos,
como ese macabro descenso a los infiernos que es Los demonios del lugar, de ese
caleidoscopio de cien miniaturas de La máquina de languidecer, de los textos
poéticos y lúdicos de Astrolabio, los sombríos de Breviario negro o los
luminosos de Devoraluces, en Las frutas de la luna hay un aura más fatalista,
casi de revelación bíblica, donde el dolor, las derrotas o las atrocidades de
la vida nos alcanzan como especie. Pero aún subyace el deseo de lograr que lo
inverosímil resulte verosímil, de grabar imágenes vívidas en el lector, de
potenciar el misterio de la realidad. Son veinte historias que se bastan a sí
mismas y tienen sus propias leyes: un viaje a la tramoya del universo, rituales
vikingos, objetos que atraviesan los siglos, cuadros imposibles, un afilador
capaz de detener el tiempo, la orilla donde convergen los vivos y los muertos,
reliquias sacrílegas, un apagón cósmico, bestiarios fantásticos, un peine
japonés, la pesadilla de la repetición del molde humano, monstruos creados por
la timidez, dioses en un desván, la brillante red de los actos justos. Como
ves, hay distintos registros y atmósferas, temas recurrentes de mis anteriores
libros (los bucles temporales, el miedo, el vértigo, el asombro, las
cosmogonías, las relecturas de la tradición cultural, los delirios sombríos,
contratiempos que alteran la línea temporal o espacial), pero en esta ocasión
también están presentes experiencias cotidianas, la ternura, el desencanto, la
redención, las segundas oportunidades. Me ha interesado más la sensación de
extrañeza provocada por su lectura que la propia naturaleza, extraña o no, de
los hechos narrados.
Por otra parte, el lenguaje de los
relatos del libro está empapado de poesía, densa y exuberante a veces,
trabajada a conciencia siempre, cercana al desconsuelo metafísico, a la
intensidad elegíaca, una prosa que -según la idea de Sartre- se sirve de las
palabras pero también sirve a las palabras. Son por tanto páginas que hay que
leer despacio, saboreando cada vocablo, como movimientos de un péndulo que
busca hipnotizar. Especialmente en este libro, quería conseguir una exquisita
conciliación de las asperezas de la realidad con la idealidad del arte.
¿Qué consejos daría a aquellas personas que se inician en el mundo de la
escritura?
No soy nadie para dar consejos, ni me
gusta hacerlo: cada uno siente y crea de manera puramente personal. Pero
resulta obvio que para escribir es importante armarse con una perseverancia
inhumana y con una coraza contra la desilusión. Todo depende del grado de
pasión que sientan para lograr someter sus sueños, para enfrentar su mundo
propio contra el real. Quizá les diría que no abandonen ese camino misterioso
que va hacia el interior del que hablaba Novalis, porque -según él- es en
nosotros y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el
pasado y el futuro. Que luchen por cada átomo de imaginación; que, si pueden
permitírselo, no piensen en el dinero y el prestigio, sino en poner sobre el
papel, de la manera más perfecta y sutil, con elegancia y placer, su visión
genuina de la vida. Que no piensen tampoco en el estilo, sino en emociones y
percepciones, y en el sabor que éstas pueden transmitir a lo escrito.
De cualquier forma, no deben
preocuparse, el triunfo o el fracaso, ser o no publicado y leído, al final nada
de eso importa, para la inmensa mayoría de la humanidad los libros no sólo no
son el único punto luminoso de la existencia, sino que los ignora por completo.
Nuestro planeta mismo, nuestra galaxia, son algo periférico en el espacio, y la
vida de la humanidad en la tierra no es más que un parpadeo en el tiempo.
¿Qué es el Institutum Pataphysicum
Granatensis y qué méritos hay que tener para pertenecer a este colectivo?
Es un organismo dependiente e
independiente del Collège de Pataphysique francés, sociedad de investigaciones
sabias e inútiles que propaga la Patafísica, ciencia que estudia las
excepciones y las soluciones imaginarias creada por Alfred Jarry, que cuenta
además con su propio calendario de trece meses, santoral laico, organigrama,
innumerables cátedras, departamentos y subcomisiones, cargos y dignidades de
críptico nombre y publicaciones internas de alto valor bibliográfico.
Los Sátrapas Trascendentes del I.P.G.
(una treintena ya) son cooptados por iniciativa propia si muestran un interés
genuino hacia la 'Patafísica, dándose por entendido que se trata siempre de
seres creativos, con inquietudes intelectuales y artísticas. No están sometidos
a ninguna regla, actúan patafísicamente con su sola presencia o incluso con su
ausencia; sin embargo todos son miembros catalizadores, muy activos, también
cuando se abstienen de toda actividad. Y es que según el Artículo 11 de los
Estatutos del Colegio, la 'Patafísica “no obliga a nada, sino que, por el
contrario, desobliga en todos los sentidos de la palabra desobligar y de la
palabra sentidos”.
¿Qué opina del mundo de los premios literarios?.
La misma opinión que pueda tener de
la lotería: somos muy libres de jugar a ella, intentando aliviar
transitoriamente nuestra miseria o mostrarnos el espejismo de un mayor
reconocimiento.
Resulta misterioso que en España cada
pedanía, ayuntamiento y organismo público convoque un certamen literario, sobre
todo atendiendo a la nefasta o inexistente distribución posterior de la obra.
Sospecho que puede tener una remota conexión con la idea del prestigio de la
cultura, o con el sentimiento de culpa por parte de los gobernantes, que les
obliga a dejar caer a los menesterosos artistas unas migajas sobrantes de sus
robos institucionales. El caso es que los premios están ahí, y un caramelo
nunca sienta mal, pero al mismo tiempo hay que cuidarse de no quedar atrapado
en esa red y acabar diabético, y de no presentarse a premios populares,
destinados a gente que mueve los labios cuando lee; es decir, a mucha gente, lo
que significa mucho dinero en juego, y esto, a su vez, nos lleva directamente a
la muerte de la honestidad.
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