In memoriam
De abajo para arriba: Mi abuela Graciela, mi Tía Rosita, mi Tía Fany, su esposo Arturo, mi Tío Hernán, mi mamá Ruby, mi papá Fabio.
Serían las cuatro
de la mañana de hoy agosto quince del dos mil trece… me desperté pensando en mi
tía Rosa, en Rosita como le decimos desde que la conocemos, pues una rosa es
muy linda pero tiene espinas, y una rosita, creo yo, no las tiene, se las
quitan; o ella misma, para poder querer a todos extirpó hasta la más remota púa
de su ser; y se dedicó, sin esfuerzo alguno, sin obligarse, porque así es ella,
a darse a los demás y con sus mansas pero firmes maneras dispensar un dulce amor a los de su entorno.
Mi tía Rosita
tiene una espléndida condición que pertenece a los viejos, pero que en ella,
por una extraordinaria gracia de la naturaleza se le magnífica, y es aquella
extrañísima de verse cada vez más agradable, su perfil adquiere ángulos muy
nobles y sus suaves modales llevan a todos los que tienen la gracia de estar
con ella a sentirse tranquilos, cuidados por la bondad que le fluye por
temperamento.
Tiene ya noventa y
un años y es la sobreviviente más vieja de nuestra estirpe, a la que sus hijos
han cuidado cual corresponde a una flor, y sobre la que giran planetariamente
muchísimos parientes y amigos.
Mi tía Rosita,
compañera de la vida de mi tío Hernán, ha sobrevivido a tempestades de variados
órdenes, unas políticas ―que son las de menor importancia― y otras afectivas
que son las que en verdad rasgan el cuerpo y doblegan el espíritu. Y frente a
estas, creo yo, ha puesto en la balanza, como lo hacen todas las madres del
mundo, el que los muertos dejan su huella en las vísceras pero los vivos
necesitan trasegar todavía por el camino; y a esos, a los que viven, a los que
están aquí en la tierra, a los mortales, mi tía Rosita les ha dado lo que más
gusta a los pollitos de la gallina clueca: ¡el amor!
Yo no tengo sino
recuerdos buenos de ella. Por ejemplo, allá en las brumas de mi infancia, en el
apartamento de mi abuela Graciela, calle treinta y nueve con carrera diez y
siete, barrio de La Soledad, cerca de la casa de los Jaramillo Ocampo, mi mamá
me llevaba, seguramente en compañía de mi hermano Armando, a costurero, y yo
jugaba en el tapete de la sala a los pies de las señoras que tejían, y las oía
hablar y hablar y hablar, y entonces me dormía, feliz de estar acompañado, y
allí, estoy seguro, estaba mi tía Rosita.
También rememoro
las visitas a su casa del barrio La Soledad, casa frente a la cual estaba
situada la de un abogado íntimo de mi tío; y en esta casa jugábamos a
deslizarnos por la escalera y comíamos golosinas, y mi hermano Armando ―hace
poco me recordaba él―, me dijo que daban té en las horas de la tarde, y que él
odiaba el té.
Y en Gavilanes, la
finca de café, caña y ganado, a la que se llegaba por entre guaduales y
barriales y gigantescos árboles de gualanday y de higuerón, jugábamos todos los
primos ―una enorme cantidad de niños― que bien en julio, bien en diciembre,
querían siempre buñuelos, natilla,mazamorra caliente con panela, también montar
a caballo e ir al establo y a la ramada con su formidable trapiche, treparnos
en el cuero enorme que servía para arrastrar el bagazo de la caña con el que sealimentaba
la hornillaque fundía la miel de los fondos paneleros.Que la mula nos diese
vueltas y vueltas felices nosotros de caernos, llenarnos de pedazos de desecho
de caña, tomar ‘Freskola’ con Gellito, verle las enormes huevas al toro
holstein gigantesco y malhumorado, presenciar cómo corría la leche por la pared
helada que la refrigeraba para que se conservase mejor.Y los diciembres, las
navidades ¡qué maravilla!; las novenas que nos gustaban pero nos parecían
larguísimas, las comidas, las bromas que nos gastábamos, las burradas que
contra las niñas hacíamos, y la piscina donde nos achicharrábamos desde las
diez de la mañana hasta las cinco de la tarde como si fuéramos gusarapos
acuáticos; y ver un extraño juego llamado golf cuyas blancas y arrugadas bolas
se colocaban sobre unos palitos cóncavos y observar a los señores usando unos
zapatones enormes llenos de clavos; en fin, vacaciones donde mi tía Rosita no
se sentía sino cuando le tiraba un zapatazo a Felipe por su necedad o acudía en
mi auxilio al verme ahorcado, morado, con la lengua afuera, desfalleciendo, a
punto de morir, en manos de mi primo Gabriel quien me encuellaba y quería
matarme quién sabe por qué; y soportar
la barbarie de Mauricio, yo, quien en un arranque de ira, pues me estaba
quitando mi papa preferida, le clavé a Felipe ―su hijo― un tenedor en el brazo.
Y desde allí,
hasta hoy, siempre, encontrábamos en mi tía Rosita alguien paciente, amoroso,
cariñoso, suave, sonriente, alegre.
Algunos son
tenidos por magnos poetas, o políticos destacados, o gigantes de la ciencia,
pero muy pocos se destacan por la grandeza de su afecto y la ternura de su
corazón: mi tía Rosita pertenece, para orgullo de nuestro linaje, a esta especial
categoría de humanos.
Ah, y una última
cosa, de entre las miles y miles que se podrían decir y recordar sobre ella,
gracias a su presencia persiste, porque la inteligencia que le asiste es muy
grande, esa maravillosa unión familiar, ese gigantesco número de polluelos que
se recuestan sobre esta mamá gallina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario