Había días en que la gaseosa del almuerzo no me dejaba dormir la siesta. Me levantaba entonces descalzo y me asomaba a la ventana de altos postigos; a través de las rejillas de la persiana miraba la calle vacía: pequeñas fachadas blancas, apretujadas e irregulares, se alineaban con esfuerzo, apoyándose unas en otras como hermanas ebrias por el sol impenitente. Me acodaba en el poyete y observaba. Pronto pasaría Adolfo…
El aire caliente me impregnaba la cara, pero me daba igual. En el exterior solo se oía, entre chicharra y chicharra, la radio de Soledad, la vecina de la casa de enfrente. Era la hora de la radionovela, un drama por capítulos que encogía los corazones a la sobremesa. Las historias hablaban siempre de amores imposibles, hijos no legítimos, venganzas servidas en plato frío… Lo prohibido se hacía público pero con reparos, se insinuaba a pequeñas voces. Las protagonistas solían ser mujeres tratadas injustamente por la gente, por el destino, por la vida. Sin embargo, tras diversos sufrimientos y avatares siempre salían adelante y acababan bien, augurándoseles una vejez tranquila, con hijos trabajadores y rodeadas por una legión de nietos que escucharían atentamente a la anciana y sus sabios consejos.
La casa de mi abuelo era la más grande de la calle. Tenía zaguán y un gran “soberao” casi vacío con suelo de tablas desvencijadas y donde no se me permitía la entrada. En la parte de atrás tenía corral con su gallinero, y conservaba el retrete, a pesar de haberse construido un baño en condiciones tras suprimir una habitación en desuso. Había en el salón un reloj de pesas y en una repisa, durante muchos años lejos de mi alcance, descansaba una radio que yo me figuraba más grande que la de Soledad.
Mi niñez eran mis amigos, mi familia, las anginas, el televisor en blanco y negro, los refrescos de naranja y los veranos en el pueblo, en la casa de mi abuelo. También Adolfo formaba parte de esa infancia. Solía pasar a diario por nuestra calle a la hora de la siesta. Le acompañaba su perrito Leo, blanco con manchitas negras, pero no muchas –nada más lejos de la elegancia de un dálmata–; siempre a su lado, intentando acoplar el paso al de su dueño, su amigo. Adolfo acostumbraba a llevar una bolsa de la compra de tonos desvaídos por el sol. Un pañuelo gastado sobresalía del bolsillo a la altura del corazón, en una chaqueta de bajos raídos y una ramita de romero en el ojal. Vestía camisa abotonada hasta arriba a la manera de un hábito, a pesar de los rigores de la canícula. Iba siempre silbando la melodía de un conocido pasodoble que ya entonces sonaba anticuado. Más tarde, en esa época de la adolescencia rebelde y romántica a la vez, me preguntaba si aquellos paseos vespertinos habrían respondido a la redención de algún pecado de juventud.
A veces, muy de cuando en cuando, algún viernes sobre todo, lo veía en el mercado comprando en el mismo puesto. Nunca se detenía a hablar con nadie, ni me constaba que nadie lo saludara. En cambio, sí me daba cuenta de cómo hombres y mujeres sonreían y cuchicheaban por lo bajo a su paso. Algún anciano se le quedaba mirando con descaro. También había quien negaba con un leve ademán como si fuera un hijo descarriado o un enfermo sin solución. Pequeños gestos de desprecio y de complicidad que a mí se me antojaban mezquinos e incluso cobardes. Él, con su elevada estatura, su delgadez y su aire melancólico, parecía no percatarse del callado revuelo que ocasionaba su presencia, dando la sensación de aislamiento, de hallarse muy lejos de cuanto lo rodeaba. Mantenía la cabeza alta en una pose de rara dignidad, que no de provocación. A pesar de ser, a mi forma de ver, una persona muy mayor, su pelo era negro y recio, como ya había dejado de ser el de mi abuelo –de edad similar a la suya– muchos años atrás. Era en aquellos encuentros del mercado cuando yo apreciaba en su caminar una leve cojera que intentaba, sin éxito, disimular. Su mirada era intensa y triste a la vez. Me recordaba al protagonista de una película que había visto de pequeño. Se trataba de una versión de Los miserables, donde Jean Gabin encarnaba a un desesperado pero estoico Jean Valjean, cuyo destino era huir sin descanso de un injusto representante de la Justicia. Me impresionó sobre todo la escena en que levantaba a pulso un carro para salvar la vida de otro hombre.
Un domingo, a la salida de la misa del mediodía –donde por cierto nunca vi a Adolfo–, escuché una conversación en un corrillo de vecinos: habían encontrado a una persona muerta en su casa, a las afueras del pueblo. Al instante pensé en él. Los contertulios extrañamente lo llamaron aquel día por su nombre.
Me vino a la cabeza su pequeño amigo Leo. ¿Qué sería de él? ¿Quién lo acogería? ¿Acaso moriría de tristeza? Sin embargo, no me atreví a decir nada. Preferí pensar que alguien del pueblo, un alma caritativa, se haría cargo de él. Esa noche lloré por Adolfo, por Leo, y me sentí más solo de lo que nunca me he sentido en mi vida... En la casa de mi abuelo no se trató el tema, al menos estando yo presente. A veces, como pasa todavía hoy, a los niños se los tomaba por tontos.
Recientemente he soñado con Adolfo. El escenario es el propio de mis sueños de ahora: paisajes de cielos encapotados y playas grises sin espuma. Él va paseando, como entonces lo veía a través de las persianas de rejilla: un caballero de triste figura, con su vieja chaqueta y su aspecto trágico, la mirada perdida y silbando un pasodoble. Lo silba más fuerte cuando ve acercarse sobre su venerable cabeza repentinas bandadas de gaviotas.
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