La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 27 de febrero de 2022

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 63, 28 de febrero de 2022

 




ALMENDRO EN FLOR, por Isabel Pérez Aranda.

AL AMPARO DE PERCIVAL, por Luís Muriel Burgos y Torcuato Romero López

 

Hoy he creído notar el primer aviso de Percival. Sus cuerdas han sonado de una forma especial. Lo conozco bien. Llevamos mucho tiempo juntos y por eso sé que esta mañana ha sido distinto y que tengo que darme prisa.

Percival es mi violín, bueno, creo que es más correcto decir que yo soy su hombre. Nos conocimos casi por casualidad y aunque algunos detalles fluctúan algo borrosos en mi memoria, conservo con bastante nitidez el recuerdo de lo que pasó.

Era mediodía ¿o quizás de noche?, en realidad no importa demasiado. Elena y yo estábamos sentados en una cafetería y nos llamó la atención un hombre ya mayor que entró en el local. Tenía un aspecto descuidado, casi haraposo y llevaba un violín.

Yo había estado varios años estudiando en el conservatorio, pero como la voluntad nunca me acompañó, acabé dejándolo. Me había quedado, sin embargo, gran afición a la música y una envidiosa admiración hacia todo el que se ganaba la vida de aquella manera.

Al rato ya estaba tocando, y lo hacía de tal forma que aunque no era un virtuoso, las notas que salían del instrumento me llenaron de una agradable sensación de paz. Por lo visto, él se dio cuenta, porque al acabar de tocar se acercó a nuestra mesa.

Al verlo venir, me puse un poco nervioso y busqué algunas monedas. Cuando las encontré y me disponía a dárselas, él frenó mi mano con la suya.

No, no quiero dinero dijo—, quiero que aceptes un regalo.

Me sentí incómodo, había por ahí tanta gente rara…; aunque recuerdo que su mirada era tan serena que hizo que mi actitud me pareciera torpe ante su naturalidad.

Y dígame —acerté a decir—, ¿Por qué quiere hacerme un regalo?

Entonces puso un gesto triste y permaneció en silencio. Yo no podía dejar de mirarlo, era todo tan, tan…; bueno, el caso es que empezó a interesarme. Me fijé en las arrugas de la piel, en los rasgos de su rostro, y sobre todo en las manos, tal vez por la forma de sujetar el violín. Creí adivinar un interminable discurrir de caricias entre ambos, se agarraba a él como si fuera lo más importante de su vida.

Mira —me dijo al fin—, voy a morir pronto y Percival se va a quedar solo. Necesita a alguien que sepa quererlo, y sé que a ti su música le ha gustado.

Perdone, no entiendo nada. Usted ni siquiera me conoce.

El viejo ni se inmutó. Decididamente pensé que aquel tipo estaba loco, pero él pareció adivinar.

Imagino lo que estarás pensando —dijo en tono burlón—, es lógico, a mí me ocurrió igual. Es cosa de paciencia y también de fe, lo sé, ya verás…

¿Fe? ¿No será usted un…?

Tranquilo, je, je…, no soy nada de eso. Escúchame bien. Es algo muy sencillo, el violín necesita cuidados, nada más natural, ¿no es cierto? A cambio tendrás su agradecimiento, mucho más de lo que imaginas.

Sigo sin comprender.

No puedes comprender todavía, no te preocupes. Cuida de Percival, él se encargará del resto.

Dejó el violín sobre la mesa y se quedó mirándolo, inmóvil, con aquellos ojos vivos que parecían querer comunicar lo que no acertaba a articular su boca.

¿Quiere decir que me lo regala de verdad?

Por un instante la codicia me desbocó. Traté de controlar mis gestos. Tal vez se trataba de una pieza robada en alguna colección. ¿Stradivarius quizás?

Pero yo apenas si sé tocar —intenté disimular.

Él te enseñará, déjate llevar, sé dócil.

Y dando media vuelta abandonó el local. Elena me miraba con cara de asombro, ella también estaba impresionada con lo que había pasado. Y así nos quedamos, con los cafés fríos y el violín sobre la mesa.

Cuando llegué a mi casa, no pude aguantar la tentación y me puse a tocar. Me había picado tanto la curiosidad aquel viejo, que cuando cogí el violín me puse nervioso, como si alguien me estuviera escuchando y yo temiera no estar a su altura de la ocasión.

Empecé a tocar. El arco se deslizó suavemente sobre las cuerdas y las notas comenzaron a brotar, al principio con timidez, pero poco a poco fueron perdiendo el miedo y al cabo de varias horas, allí seguíamos los dos, Percival y yo. La música sonaba ya con una fluidez que hizo que recordara las palabras del viejo: «Él te enseñará…». Sentí que toda la historia empezaba a tener sentido y que algo en mi vida había cambiado.

Ése fue el primer día que llegué tarde al trabajo. Por lo visto me quedé dormido sin darme cuenta porque al despertar, el violín estaba a mi lado, junto a la almohada. Sin duda, estuve tocando hasta muy tarde. Miré preocupado el despertador. ¡Eran las nueve y media! Yo entraba a trabajar a las ocho. Salté de la cama y mientras me vestía pensé en la noche anterior, me había sentido realmente bien, tanto que olvidé poner en marcha el despertador y esto sin duda me traería problemas.

Al momento yo estaba en la calle esperando el autobús. Durante los veinte minutos largos del trayecto, tenía tiempo de preparar alguna excusa más o menos convincente. Empecé a barajar tres o cuatro posibilidades. Cuando el autobús llegó a mi parada, aún no había preparado ninguna.

El jefe se presentó delante de mi mesa, y ante la avalancha de improperios sólo atiné a esbozar un «lo siento, se me ha hecho tarde» apenas audible. Él se quedó confundido, seguramente esperaba oír algo rebuscado, pero mi indiferencia los desconcertó. Antes de irse me preguntó si me ocurría algo.

Satisfecho por el desenlace de lo que parecía una catástrofe, me fui a desayunar. La verdad es que yo nunca me concentré demasiado durante las horas de trabajo, pero aquel día no fue normal. Las notas de música se deslizaban entre montones de facturas para revisar y los acordes retumbaban por todos los rincones de mi cerebro.

Durante las semanas siguientes apenas sí salí a la calle. Me marchaba lo antes posible del trabajo y estaba totalmente ocupado intentando sacar lo mejor de Percival. Cada vez tocaba mejor, parecía asombroso lo rápido que estaba aprendiendo. Cuando lo apoyaba sobre mi cuerpo y comenzaba a tocar, todo tenía otro sentido. La música invadía mi ser, hacía que me despreocupara de lo que hasta entonces había sido mi vida. Así, tras los primeros cambios sutiles, casi imperceptibles, experimenté otros claramente manifiestos que pronto empezarían a traerme complicaciones.

Desde que nos conocimos, Elena iba casi todas las tardes a mi casa. Cuando Percival cayó en mis manos, ella también se entusiasmó con la historia, pero al ver que me lo estaba tomando tan en serio, cambió de actitud e intentó, sin éxito, que saliéramos más a menudo. Después espació sus visitas y cada día se mostraba más distante y esquiva.

¿Qué te pasa? Le pregunté un día.

¿A mí? ¿Qué te pasa a ti querrás decir? ¿Pero no te das cuenta de que estás atontado? Desde que aquel dichoso viejo te dio el violín pareces otro, llegas tarde al trabajo, no me haces caso… ¿Qué vas a hacer si te despiden? ¿En qué mundo crees que vivimos?...

Yo no supe qué responder, pero en aquel momento, me di cuenta de que se había abierto entre nosotros una zanja difícil de tapar, y aunque siguiéramos juntos, tarde o temprano nos separaríamos.

Luego todo se precipitó; me echaron del trabajo, Elena se fue, tuve que dejar la casa, coger una habitación en un bajo… Pero nada parecía tocarme, me sentía impermeable ante ese acúmulo de nimiedades y sólo me preocupaba por las cosas realmente importantes como Percival, su música y yo.

Al principio me daba vergüenza poner la mano, por eso me compré un sombrero y…, bueno, la verdad es que lo cogí de un coche. Me gustó tanto que busqué una piedra y la tiré contra el cristal. Creo que nadie me vio…; pero ya me he dado cuenta de que esto no tiene ninguna importancia, el caso es que con el sombrero la cosa fue más fácil. Lo colocaba junto a mis pies, un poco más retirado mejor. Cuando oía el sonido de una moneda al chocar con otra, me ruborizaba un poco, pero uno se acostumbra a todo y ve que tampoco eso tiene importancia.

Empezamos por ir a los parques, pero vinieron días lluviosos y tuvimos que refugiarnos en el metro. No me gustó. Era triste. Daba igual que fuera otoño, los túneles y las luces artificiales seguían quietas sin sospechar que afuera los árboles dejaban caer sus hojas y el suelo se cubría con un manto amarillo y seco que crujía cuando caminabas.

La verdad es que no me vino mal para acostumbrarme, nadie parecía fijarse en mí, y eso me ayudó. Además, cuando comenzaba a tocar me olvidaba de todo, cerraba los ojos y ya no importaba el lugar, ni la luz…, ni nada.

Al final me acostumbré. Desde luego, allí abajo Percival suena mejor que en cualquier otro lugar. Los túneles, en un principio lúgubres, acogen muy bien la música; se diría que la están esperando, y cuando llega, se la pasan unos a otros, como jugando; eso es lo que nosotros conocemos por sonoridad.

Ahora vamos todos los días. Madrugamos mucho, pero claro, por la noche también nos acostamos temprano. Cuando pasan las primeras personas con cara de ir a trabajar, ya estamos tocando. Yo noto en sus miradas que lo agradecen, les gusta que les pongamos música a un trocito de sus vidas; no es que me lo hayan dicho ellos, pero yo sé que debe ser algo así.

A media mañana ha aflojado el ritmo de la gente, entonces, meto a Percival en su funda —se la compré cuando las primeras lluvias— y aprovechamos para subir a desayunar. Siempre vamos al mismo sitio. Es una taberna vieja, pero nos conocemos todos y podemos hablar de nuestras cosas. Se está bien.

Luego volvemos a bajar por la misma boca de metro. Todos saben dónde encontrarnos. Si estuviéramos cambiando de lugar sería distinto, no podría reconocer ninguna cara y a nosotros tampoco nos conocerían.

Un día entramos en una cafetería. Era de esas que son enteras de madera, muy acogedora. Los parroquianos eran casi todos jóvenes, con aspecto desenfadado. Alguien estaba tocando el piano una conocida melodía, no sé cuál porque nunca recuerdo los nombres de las piezas, pero por supuesto clásica. Yo no pude resistir. Me puse al lado del músico y comencé a tocar con él. El resultado fue sorprendente. Todos se callaron y aquello se convirtió en un verdadero concierto. Después de cada interpretación, el público aplaudía y gritaba para que siguiéramos tocando. El pianista y yo mirábamos con satisfacción, estoy seguro de que también fue su mejor actuación. Cuando acabamos, el dueño nos invitó a comer, estábamos entusiasmados. Fue una lástima que cerraran el local, aunque quizás gracias a eso, muchos de los que nos escucharon tendrán el recuerdo de aquel gran violinista que tocó una tarde en la cafetería, y eso siempre hace ilusión.

Y así vamos, hemos pasado ya muchos años juntos y no me quejó, estoy satisfecho. Si volviera a nacer, me gustaría que Percival se cruzara otra vez en mi vida. Ha sido todo para mí. Por eso esta mañana, cuando el sonido de sus cuerdas se me ha metido tan adentro, he sabido que para mí, el momento final estaba cerca. No he sentido miedo, yo ya había comprendido mi papel en la historia, lo importante es que Percival no acabe en la vitrina de algún anticuario. Así que tengo que darme prisa en encontrar a alguien. No es tan fácil, no sé cómo hacerlo. Tendré que olvidar el metro e ir más a menudo por las cafeterías.

Aunque…, no sé por qué me preocupo tanto. Estoy menospreciando a Percival, él no es ningún aficionado y sabrá cómo sonar en el momento adecuado y ante la persona elegida. Entonces, yo lo dejaré sobre la mesa y me marcharé un poco triste por la separación, pero contento y en paz por haber tenido una vida tan entrañable y tan feliz.


Publicado en la revista Campus de la Universidad de Granada en septiembre de 1988


SUSPIROS Y PINCELADAS DE PATROCINIO ACCITANO, por Fran Ibáñez Gea

 


Salí de metro a la Puerta del Sol. La media tarde solía estar concurrida e iluminada por los adornos de navidad y las grandes fachadas que dan a la plaza. Madrid se caracteriza por la parsimonia de sus turistas y la agilidad de sus paisanos. Son dos ritmos de ciudad que la hacen latir dos veces. Las colas en Doña Manolita eran infinitas en las vísperas al Gordo, así que se multiplicaban los puestos ambulantes. Una carrera de obstáculos para llegar a cualquier sitio. El mío estaba a escasos metros calle arriba. El Four Seasons acababa de empezar la remodelación y el tramo de la calle Alcalá con Sevilla estaba en ascuas. La puntualidad era un reto. Finalmente llegué a tiempo a la Real Academia de Bellas Artes, la cual ofrecía con buena frecuencia conciertos en su auditorio. Felipe V presidía en la pared entre los bustos de los Carlos. El programa en cuestión era el Concerto Grosso Op 6 nº8 -el conocido "de Navidad"-, de Corelli.

Era la segunda vez, en mucho tiempo, que lo volvía a oír en directo. La primera fue interpretándolo junto con la orquesta del conservatorio Carlos Ros en el Mira de Amescua. Mi mirada clavada en los violonchelos. Mi mano derecha bailoteando. Tenía grabada en su memoria táctil cada nota que sonaba, y como reminiscencias, en pequeños espasmos quería seguir la música como hacía años.

Entre los sentidos suspiros que aquí anoto, arrojo el que me despertó Dori Hdez Montalbán. Para el día de la mujer habíamos decidido preparar una actividad en el Hospital Real de la Caridad, para presentarlo como un espacio con presencia de mujer y así homenajear a sus enfermeras, nodrizas, cuidadoras, religiosas y matronas que habían sido los pies y las manos del buen hacer en tan centenario lugar. Su hermana Carmen y el resto de componentes de la Oruga Azul se encargaron de teatralizar la visita, la cual finalizaba con una actuación de Dori, ataviada de mil seicientos. La expectación corría entre los asistentes. En el ocaso de aquel marzo procedió: ...¡Ay, qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor, no lo es la esperanza larga. Quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero, que muero porque no muero... El aplauso fue infinito. La lívida luz convirtió el patio jesuita en una plazuela donde la propia Santa Teresa era a nosotros a quien nos regalaba su éxtasis.

En cuanto a las pinceladas, sin motivo de duda, referencio la experiencia habida en los encuentros -porque decir curso escudriña en academicismos- de acuarela en la Casa-Palacio de D. Julio Visconti. La primera vez que tuve constancia del pintor fue una década antes, cuando ambos éramos parroquianos del bar de Juan -ahora Palenga- en la Plaza de las Palomas. Siempre en la buena compañía de su versada corte. En aquel entonces se estaba fraguando la Fundación, que hoy para nosotros podría ser lo que la India fue a la Corona Inglesa. El relevo en la maestría se lo tomó su discípulo José Antonio García Amezcua. Durante el verano, las puertas del palacio de Visconti se abrían a los acuarelistas neófitos. Unas puertas, que una vez cruzadas, la ciudad quedaba atrás y se abría un rincón evasor donde los gatos pululaban bajo contables pilistras, arados y trillos quietos. Un quinario de arte y percepción. D. Julio hoy, con su centenario cumplido en la tierra, seguirá cumpliendo los años de descanso que le merece el cielo, con la entera satisfacción de que su legado, cuidado e inmaculado, discurrirá entre el cariño y admiración de las futuras generaciones.

Cerrando filas no puede quedar en el tintero una de las casualidades que me acercaron a lo que hoy más aprecio, que es el arte. La madre Gema, religiosa de la Divina Infantita, era en sí una institución. Alguacilesa catedralicia o abadesa de llaves, era por todos reconocida en su hábito y antaña faz. De fino tallo desafiaba la pesadez del tiempo, esquivando las indolencias fue, con certeza, de poco plato y mucha suela de zapato. Un día me acogió como su secretario para traspasar el papeleo, en la bisagra entre la máquina de escribir y el teclado del ordenador. En estas que apareció con unos documentos que ella había hecho de oídas tras haber estado en una visita explicada en el museo, reciente entonces, de la catedral. "Pero para que quede más claro, un día podemos ir y lo vemos juntos". Así lo hicimos. Ella no era una persona de concurrencia social. El resto de sus hermanas eran también religiosas de la misma congregación. Las vacaciones de estío la pasaban en la casa familiar -vacía- en Padul, y salvo los saludos por la calle de viejos alumnos y conocidos, jamás la pude ver tomar un café en una terraza. Ella aprendió a vivir y se acogió al modo preconciliar.

En la sala de arriba, frente a un cuadro de la Inmaculada me dijo: ¿Ves el espejo? Representa la virginidad de María; la luz pasa por el cristal sin romperlo ni mancharlo, así fue cómo la virgen tuvo a su hijo. Y hasta la fecha, siempre que he tenido que descubrir el museo de la catedral de Guadix a alguien, repito sus mismas palabras, en honor a su recuerdo. Así, desde el Beaux Arts de Bruselas, la National Gallery, el Louvre o en el Prado, si los querubines portan un espejo acompañando a la Inmaculada Concepción, discúlpenme, pero la luz que pasa por el cristal no es la virginidad, es la querida madre Gema que se pasa a saludar.


El lector de Julio Verne (lectura de fragmento), por Alicia María Expósito.


 

AZOTA LA PANDEMIA (2020), por Consuelo Jiménez.

 


Ando escribiendo versos que de ninguna manera

van a ser de corte celestial.

Apuesto a que esta noche los tejados serán testigos

de piedras congeladas a los pies de la metáfora.

Ando escribiendo versos desquiciados,

con algún que otro detalle de aburrida lucidez.

Tierra, coplilla de la vida :

grieta por la que rompe la yema del índice.

Desisto ante la flora de los cadáveres.

Presionan los muertos, y hay tantos muertos,

que el azar deja de lado el verde inmaculado de la esperanza.

Telarañas, ceniza y humo.


RÍO MUNDO, por Pepi Bobis Reinoso.



De afilados colmillos, 

el agua es una fiera 

que muerde. 

Cada centímetro de espalda

se renueva, gota a gota, en aguijones

de mar brava y corazón de azúcar. 

Muerde, 

cae cuerpo abajo, 

entre pompas de jabón 

y dejadez. 

Momentos como ríos 

que fluyen sin mesura, 

traen a colación un mundo 

de recuerdos: 

bendito y alabado reza mi madre 

mientras me pone ropa limpia.

LA QUINTA ESTANTERÍA, por Tomás Sánchez Rubio.

 


El primer día que entró para trabajar en la limpieza del depósito de libros de Atlántida Libreros, Alicia solo reparó en aquella cantidad desmesurada de volúmenes de diversas edades como ocurría con ese almacén de personas en que se convertía el metro cuando lo cogía por la mañana que se agolpaban sin aparente orden en unas estanterías metálicas que llegaban hasta el techo. No obstante, aparte de un ligero olor a humedad, no estaban estas demasiado sucias; al menos según era lo esperado. ¿Cuándo y quién les quitaría el polvo? El señor Plaza, el encargado, le había dicho, sonriente pero sin mirarla demasiado a los ojos, que bastaría con darle al suelo tres veces por semana.

Alicia, pues, solo se preocupó ese primer día, lunes, de fregar el piso de los corredores.

El miércoles, encontrándose frente a la quinta estantería del quinto pasillo, se le ocurrió mirar los libros y vio algunos que le resultaron familiares, con sus cubiertas a todo color e ilustraciones de los personajes. Sin embargo, no tenía tiempo para pararse ni tampoco se le apetecía mucho… Por si fuera poco, la discusión que había tenido con su hija la tarde anterior acaparaba sus pensamientos y la apartó durante toda la jornada de todo lo demás.

El viernes, se detuvo a contemplar mejor los libros de la quinta estantería y volvió los ojos muchos años atrás… Creyó recordar algo, pero no sabía qué. Sintió lo mismo que cuando había tenido alguna vez un sueño muy agradable y plácido, pero del que había tenido que salir al tocar el despertador: Solo sabía que se había tratado de algo reconfortante; sin embargo, no podía recordar ni la trama ni los detalles… También le vino a la cabeza aquel programa que escuchaba por la radio algunos jueves al acostarse, donde se trataba de temas paranormales: estaba al tanto de que había una cosa que llamaban “déjà vu”, que parecía estar relacionada con falsos recuerdos...

No obstante, durante la noche del sábado al domingo, tras irse a la cama después de charlar con esa hija con quien tanto discutía pero que tanto la hacía reír también a veces, cayó en la cuenta.

El lunes, decidida, se dirigió, después de cambiarse de ropa y ponerse la bata de trabajo, directamente a la quinta estantería, cogió un volumen de cubiertas especialmente estropeadas y dio enseguida con la página que conservaba, en el extremo inferior derecho, las huellas de unos pequeños dedos. Eran los dedos que, llenos de chocolate, habían estado toqueteando aquel ejemplar treinta años antes, mientras un padre, tras la cena, le leía a su hija una curiosa historia: la de una niña, que también se llamaba Alicia, capaz de viajar a otros mundos en el sencillo abrir y cerrar de ojos de un razonable gato que le hablaba siempre con una amplia, muy amplia sonrisa.

PRESENTE, por Regla Hidalgo.

 

Ni mañana, ni ayer.
Hasta el recuerdo es presente.
El mañana no está establecido 
porque no disponemos de él. 
Pródigo, con tristes horas sin broches 
donde ves agotarse a veces una flor...
No sufras, presente, 
pues tu rostro haces a la moldura de mi frente.
Que no os causen pena
y sea buena nueva
el principio del instante riguroso
pues no hay nada más hermoso
que un golpe de vida bien hallado
haciéndote dichoso o desdichado
en experiencias que el tiempo reduce
a presente...
Procura, ahora que se siente,
volcar las fuerzas 
en la providencia del presente.
Pues aun sin fe ni esperanzas
la eterna verdad surge al presente 
en entrañas del abismo
que sólo con amor,
al dolor y al fuego ofende,
en el resplandecer del inconstante,
nunca ausente,
con serena luz,
de presente...

ESTÁ EN TÍ, por Pura Delgado Hernández



De pie frente al horizonte pensando, añorando, buscando… 

Algo toca sus pies mojados llamando la atención. 
Con sorpresa busca un rincón donde descubrir lo que había dentro.
Un poema con versos bien enlazados describían su futuro inmediato. ¿Qué hacer con su vida?

Solo tenía que desear con fuerza, crear circunstancias y prestar atención a las señales de la vida. 
El mensaje está en ti. Escúchate.

HABLANDO DE LETRAS CON SANTIAGO A. LÓPEZ NAVIA

 

  SANTIAGO ALFONSO LÓPEZ NAVIA (Madrid, 1961) es licenciado y doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid y en Ciencias de la Educación por la UNED. Es profesor titular en la Universidad Internacional de La Rioja, en la que es vicedecano de Investigación de la Facultad de Educación. Es titular de la Cátedra de Estudios Humanísticos Felipe Segovia Martínez de la Universidad SEK de Santiago de Chile (por la que fue investido doctor honoris causa en 2009) y asesor del Consejo de Dirección de Trinity College Group.

 Sus principales líneas de investigación son el cervantismo y la retórica, a las que ha dedicado numerosas publicaciones académicas. Compagina la docencia y la investigación con la creación literaria y su tarea de editor como miembro del comité editorial de La Discreta.

 Es autor de once libros de poesía y un libro de relatos. Pertenece al grupo Paréntesis desde su fundación y ha ofrecido recitales poéticos en numerosos países (Chile, República Dominicana, Francia, Israel, Bulgaria y Puerto Rico). Su obra ha sido difundida en revistas y publicaciones colectivas, recreada por cantautores y grupos musicales y premiada en numerosos certámenes nacionales e internacionales. Sus poemas han sido traducidos al hebreo, al francés, al búlgaro y al árabe.


·        ¿Cómo fue su aproximación al mundo de la literatura? ¿Cuándo comenzó a escribir?

   Mis primeros textos surgen a partir de mis lecturas infantiles (sobre todo los tebeos), que me proporcionaron un estímulo para reproducir y ampliar los temas que más me interesaban mediante la imitación y la recreación. Luego están las experiencias –sobre todo las dolorosas– que se sufren con especial intensidad en los últimos años de la infancia y en la primera adolescencia. Empecé a escribir muy pronto, especialmente pequeños relatos y poemas que me permitían plantear mis inquietudes y mis sentimientos de niño y me ayudaban a entenderme y a construirme como persona.

 

·        Usted es un reconocido cervantista. Siendo la obra de Cervantes una de sus principales líneas de investigación, ¿cree que don Miguel de Cervantes Saavedra, cuando escribió el Quijote, en algún momento fue consciente de la trascendencia que tendría esta obra?

   Agradezco mucho esa amable consideración. En cuanto a la pregunta, creo que Cervantes empezó a tener especial consciencia del alcance del Quijote y la importancia que tenía para él como autor en el momento en el que tuvo que afrontar la intrusión que supuso la continuación de Avellaneda. Este auténtico ejercicio de reivindicación de la propiedad intelectual frente al apócrifo se manifiesta muy claramente a lo largo de la segunda parte de la novela. En todo caso, la obra en la que Cervantes concentró sus mayores expectativas fue el Persiles, su novela póstuma, en cuyo prólogo, por cierto, y ya muy cerca de la muerte, parece empezar a ser consciente de su fama como autor.

 

·        ¿Está, según su opinión, la España de Cervantes muy distante de la España de nuestros días?

     En muchos aspectos la distancia es muy clara, dicho en el buen sentido, y no es necesario desplegar argumentos muy elaborados para explicarlo, pero la oportunidad de esta pregunta me parece evidente desde el momento en que aún tenemos mucho que avanzar en la construcción de una identidad nacional basada precisamente en uno de nuestros rasgos propios más definidos: la riqueza de culturas propia de un país plural y la tolerancia necesaria para amar esa pluralidad, que siempre, a lo largo de los siglos y en todo el mundo, ha venido de la mano del encuentro con el otro e incluso del mestizaje, y en esto la historia de nuestro país es un ejemplo. Esa misma España en la que los moriscos –a quienes Cervantes dio voz en el capítulo II, 54 del Quijote, encarnados en ese Ricote que reconocía que “doquiera que estamos lloramos por España– fueron expulsados entre 1609 y 1613 parece seguir siendo incapaz de entender y aceptar la esencia histórica de su diversidad.

 

·        La retórica es el arte de discurso, hablado o escrito ¿Por qué a algunas personas nos cuesta más expresarnos oralmente que por escrito y viceversa?

      A la luz de mi experiencia, la causa está en un sistema educativo en el que ha primado la reflexión metalingüística sobre la dimensión más práctica de la competencia comunicativa. Hemos enseñado a nuestros alumnos a reconocer, por ejemplo, las diferentes palabras que se adscriben a la categoría gramatical de los determinantes o a analizar sintácticamente las oraciones subordinadas adverbiales (conocimientos ambos, para que no haya la menor duda, que me parecen de todo punto imprescindibles), pero hasta ahora nos hemos desentendido, salvo alguna excepción muy valiosa, de su educación retórica, especialmente en el ámbito de la oralidad, y de ahí se desprenden, entre otras, dos consecuencias muy adversas: la falta de solvencia (en general) en la comunicación oral de nuestros profesionales de todo tipo y el enorme daño que ha hecho la autoayuda a la hora de intentar satisfacer las necesidades que no ha cuidado el sistema educativo. Aún hay quien defiende a estas alturas que cualquiera puede hablar mejor teniendo en cuenta que “el orador nace y no se hace” y que la simpatía natural y el desparpajo son tan valiosos como la técnica, el esfuerzo y la disciplina. Sin dejar de reconocer algunas honrosas excepciones, basta con asomarse a la pericia retórica común en nuestros políticos para entender lo que digo.


·        El título de su antología poética, Vivir es llegar tarde a todas partes, es un verso de uno de los poemas que la integran ¿Qué hay de cierto en esa sentencia?

 No puedo contestar a la pregunta suscribiendo el valor universal de ese verso. Me conformo con hacer ver que esa afirmación, totalmente personal, nace de muchos años de crecimiento, renuncias y pérdidas a lo largo de los cuales he constatado que nuestra vida es un ejercicio casi permanente de impuntualidad a la hora de cuidar las cosas y las personas que de verdad importan, esas cuyo valor se nos revela dolorosamente cuando no las alcanzamos o las perdemos por nuestra falta de celo por conseguirlas o por conservarlas.

 Otro tanto hay que decir sobre lo que nos trasciende como personas. En este sentido hay tres muestras de impuntualidad (digámoslo así) que me preocupan especialmente a tiempo de firmar esta entrevista. El primero tiene que ver con el estado de crispación que parece haberse enquistado en la España de nuestros días. El segundo se refiere a la frágil situación que afecta a la paz internacional por el conflicto que enfrenta a Rusia con una buena parte de los países de Occidente. El tercero se relaciona directamente con el deterioro irresponsable de nuestro planeta, y lo dice quien sigue asombrándose ante algo tan aparentemente simple como un grifo del que sale agua corriente y potable (y no somos conscientes del privilegio que supone llenar nuestras cisternas con la misma agua que bebemos) o como un interruptor de la luz. O sincronizamos nuestros relojes con la concordia, la paz y la Naturaleza o llegará un momento en el que ni siquiera llegaremos tarde; simplemente no llegaremos. La amenaza no está en llegar tarde al final del camino, sino en que el camino se cierre y ni siquiera podamos recorrerlo.

 

·        Según su criterio, ¿las humanidades gozan de buena salud en nuestro sistema educativo?

    Lamentablemente las humanidades viven batiéndose en retirada en nuestro sistema educativo desde hace años como consecuencia de un planteamiento utilitarista desafortunado donde los haya, y ya estamos pagando muy seriamente las consecuencias con el evidente decrecimiento de la sensibilidad, la cultura general, la calidad moral, la elevación espiritual y la ambición intelectual que estimulan las disciplinas humanísticas. No creo que sea posible –que sea fácil cuando menos– construir una sociedad inteligente, tolerante, plural y democrática sin el estudio de la literatura, las lenguas clásicas, la historia, la filosofía y el arte en todas sus manifestaciones, y sin el conocimiento modélico y ejemplar de sus principales representantes, y aquí cumple hacer un ejercicio de reconocimiento de lo mucho que han aportado las mujeres, injustamente postergadas en muchos casos. Lo que tengo meridianamente claro es que una sociedad sin humanidades camina aún más deprisa hacia la barbarie.

       Por lo que respecta a la literatura hispánica, y por aportar tan solo un único ejemplo, su estudio ha quedado reducido hasta el punto de que en el currículum propio de cualquiera de las lenguas oficiales del Estado ya no se dedica ni un tema de conjunto a las otras literaturas españolas (especialmente la catalana, la gallega y la vasca). El resultado es esa “España literariamente invertebrada” a la que, parafraseando a Ortega, me he referido en alguna ocasión, y sobre todo, y esto es más preocupante, el desinterés, cuando no el desprecio, por una muestra tan rica de nuestra diversidad identitaria como es la creación literaria en nuestras diferentes lenguas. Y por lo que respecta al estudio del latín y el griego, no tengo la menor excusa para resignarme a la etiqueta falaz de “lenguas muertas” que pesa sobre ellas, como si la lengua española no viviese en el latín del que ha evolucionado. Es como si considerásemos que la suma con llevadas o la multiplicación con decimales son un “conocimiento aritmético muerto” ante el avance de la matemática computacional o la física cuántica.

       Yo, que no soy nada sospechoso de ser pesimista, tiendo a pensar con más frecuencia de la que quisiera que formo parte de la penúltima generación de humanistas puros de este país, y no sé si dentro de un siglo habrá quien celebre un quinto centenario de la publicación del Quijote. Ojalá entonces alguien pueda citar estas palabras para demostrar que me equivoco. Lo deseo de verdad.

·       

     Su poesía está impregnada de reflexiones filosóficas, profundidad y nostalgia ¿Es el discurso poético mejor vehículo para la reflexión que el narrativo?

   No necesariamente. La narrativa es un género literario tan adecuado para la reflexión como la poesía, y esta puede ser un espacio ficcional como lo es la novela. Una cosa son los géneros y otra la calidad del lenguaje poético que los impregna. Yo, que he cultivado en alguna ocasión el cuento, he elegido la poesía como vehículo preferente de expresión de mi sentimiento, pero con ella he intentado construir también historias ficticias que trascienden con mucho los límites de mi vida personal. 

BUEN MOMENTO PARA DEJAR DE FUMAR (OTRA VEZ), por Gabriel Merino.

 


Nos sentamos bajo una sombrilla

como si no hubieran pasado los años

y ni siquiera el sol del que nos protege

ocupa el mismo lugar en el espacio.

Cada segundo se abalanza el futuro

pasando a alterar la mecánica celeste y sus parámetros.

Sólo el devenir es imprevisible

porque todo lo que ocurrió se ha grabado

como un petroglifo y lo que ha de venir es humo, no azar

pero puede que, cuando llegue, ya no estemos

para constatarlo.

Las listas de propósitos no alteran la esencia

ni los libros de historia cambian lo acontecido

aunque lo hayamos sumergido en el olvido.

Las víctimas y los héroes no se pueden

clasificar por categorías

sino, simplemente, cumplir con el hecho limpio

de identificarlos para honrarlos.

Las creencias en dioses suelen generar

constelaciones familiares con los roles cambiados.

¿Se puede predecir el baile de unas tres en raya

o el movimiento previo a un jaque mate certero?

Vivimos.

Sólo la música es tan exacta en su forma de escribirla.

Intersección de asíntotas y ordenadas

en un punto tan concreto del cruce de caminos

como aquel en que colocaban a los ahorcados a pudrirse

a merced de los cuervos.

Las buenas intenciones

se aproximan tanto a la realidad

como las galeradas de un libro

pendiente de imprimir

pero

sólo me alivia esta desazón

oir a mi lado el respirar acompasado de tu sueño.

Siempre estamos decidiendo que es buen momento

para dejar de fumar.

Ritornello