La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 29 de enero de 2022

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 62, 30 de enero de 2022




Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) 
por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634 




SUMARIO



PORTADA: 

¿QUÉ TE QUEDA?, por Adely Madrid.



ENTREVISTA: 




ARTÍCULOS:






HABLANDO DE LETRAS CON ÁNGEL OLGOSO.

 


Ángel Olgoso (Granada, 1961) es uno de los autores de referencia del cuento en castellano. Ha publicado los libros de relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante, Los demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la Crítica), Cuando fui jaguar, Racconti abissali, Las frutas de la luna (XX Premio Andalucía de la Crítica), Almanaque de asombros, Las uñas de la luz, Breviario negro (finalista XII Premio Setenil) y Devoraluces. También el poemario Ukigumo, el libro ilustrado Nocturnario, la edición de Los Escarbadientes Espirales del Institutum Pataphysicum Granatensis, y una recopilación de sus textos de no ficción, Tenue armamento. Ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan el XXI Premio Internacional Julio Cortázar, Premio Clarín de relatos 2004, Premio Caja España de Libros de Cuentos 1998, Premio Gruta de las Maravillas 1995 de la Fundación Juan Ramón Jiménez o el Premio de la Feria del Libro de Almería 1994. Relatos suyos se han incluido en más de setenta antologías del género. Es, además, fundador y Rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, Auditeur del Collège de Pataphysique de París, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés, francés, alemán, italiano, portugués, griego, rumano y polaco.

 

Ángel, gracias por atender nuestra entrevista.

 

¿Cómo y cuándo comenzó a escribir?

En la magnífica biblioteca de La Salle de Granada (interno de 1972 a 1975) descubrí la belleza de las palabras gracias al deslumbramiento que supuso La casa encendida y Cántico. Ahí empezó también la comezón de la escritura, apuntando versos en una libretita bajo las sábanas a la luz de la linterna, en el dormitorio comunal. Comencé a destacar en redacciones escolares. Primeros premios (en 1974, el de redacción de la Federación Andaluza de Montañismo). Tras cinco años escribiendo poesía con ribetes surrealistas, en  1978 recibí  el  formidable, el nutricio impacto de la Antología  de  la literatura fantástica,  de  Borges,  Bioy  y  Ocampo, que contenía, a su vez, Sola y su alma, de Thomas Bailey Aldrich. Aquellos  aldabonazos  a  la  puerta  de  la  única persona viva en el mundo, resonaron tan sobrecogedoramente en mi interior que abandoné la poesía y escribí mi primer relato, una variación de cinco líneas del célebre texto de dos de Aldrich. Entre 1978 y 1983 compuse −mucho antes de que se conociera y difundiera el microrrelato como tal− dos series de narraciones brevísimas, Trece planos cortos y Cuentos alrededor de una mesita de té en el vientre de una ballena, y un libreto caleidoscópico, La extraña caja de lápices del señor Wots, compuesto por imágenes y textos diversos de difícil clasificación.

Al recordar estos detalles tengo la sensación de estar cerrando un círculo literario, de completar un bucle vital: acabo de reunir todos mis microrrelatos completos en un volumen (La sombra de la sombra) y el primer libro de mi nueva etapa fuera de la ficción (Madera de deriva) es un libro híbrido, con textos de brujuleo libre, como aquel de hace más de cuarenta años.

 

¿Cuáles fueron sus principales lecturas? ¿Recuerda algún libro que le impactara en los primeros años de lector?

Como digo, la conmoción y conversión definitivas, la zambullida completa de cuerpo y mente, fue con la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo. Más una combustión espontánea que una lectura. Aquel viejo volumen -que mucho después tuve la fortuna que me firmara el propio Bioy- me inoculó para siempre el veneno del relato y de la literatura de extrañeza e imaginación. Al mismo tiempo me iban marcando nuevas revelaciones lectoras, algunas de ellas descubiertas en la antología Narraciones de lo real y lo fantástico, publicada en 1977 por Bruguera. Se trataba de autores que -por su producción escasa, originalidad, independencia o muerte temprana- no han tenido en general el reconocimiento que merecían: A. F. Molina, Manuel Pacheco, Raúl Ruiz, Alberto Escudero y, sobre todo, Francisco Ferrer Lerín, cuyas extrañas e hipnóticas prosas fueron imprescindibles para ahormar mis propios relatos y educar mi mirada en la rareza.

Después fui conociendo poco a poco a mi propia familia, con Poe y Kafka a la cabeza, los fantásticos victorianos, los fantásticos latinoamericanos, Maupassant, Schwob, Buzzati, Arreola, Denevi, Aickman, etc. Pasé por épocas consecutivas que tenían la vitola de Cortázar, de Vian, de Kerouac, de Mishima, de Chandler, de Bukowski, de Bradbury. Degusté la “prosa comestible” de Azorín, Aldecoa, Schulz, García Pavón, Rulfo, Pla. Pero si sólo pudiera nombrar dos debilidades, serían Álvaro Cunqueiro (un mágico y delicioso universo) y Chateaubriand (una cumbre estilística de la humanidad).

 

¿Qué es, para usted, un buen relato?

Supongo que el que posee la adecuación del fondo a la forma y de la extensión a la intensidad, el que aúna la precisión y belleza del lenguaje con la singularidad de la historia, el rigor con el misterio. Un buen relato debería ser algo incitante, sin tiempos muertos, genealogías interminables ni quincalla psicológica; a veces ni siquiera es necesaria una trama de aparatosa carcasa, basta con que pervivan el tuétano de los personajes y el aroma concentrado de la atmósfera. Debería ser una especie de destilado, un bebedizo a través del cual brillara una luz especial, cálida o inquietante, un ascua que acompañara al lector mucho después de la lectura. Personalmente me fascina la magia de la síntesis, de la puntería afinada,  el expresar lo máximo a través de lo mínimo, pero a la vez me pierde la iluminación y riqueza de los detalles, la vibración colorista y sensual de la prosa. Anderson Imbert tenía una magnífica fórmula: intuición poética (como un éxtasis) más intriga singular (estéticamente valiosa) igual a forma expresiva con desenlace imprevisto.

Imagino que un buen relato ha de tener la capacidad de inaugurar un mundo, de crear emociones, de convocar realidades, de buscar otros ángulos de visión, una imagen más potente que las palabras que lo componen, tratando en definitiva de metamorfosear la oruga fea, caótica y doliente de la realidad en una estilizada mariposa.

 

Hábleme de alguno de sus libros, el que para usted sea especial, y cuéntenos ¿Por qué?

Quizá Las frutas de la luna, no sólo porque lo crea el más logrado, no sólo porque contenga mi mejor relato entre los 700 que he escrito (El síndrome de Lugrís), sino porque en él intenté dar forma a ese “dolor cósmico” del Romanticismo, contemplar el planeta -en palabras de Chateaubriand- como un insecto microscópico inadvertido en el pliegue del manto del cielo. Tras acabarlo supe que, mientras lo escribía, se habían rodado Melancolía de Lars von Trier y El árbol de la vida de Terrence Malick, obras que abandonaron también la vista de gusano, a ras de tierra, como si participáramos de una misma perspectiva cósmica, de un momento cuasi apocalíptico de cambio de ciclo, de replanteamiento, de viaje al origen o al destino de nuestra especie.

El título alude a la posibilidad de contemplar los relatos del libro como frutos de formas y sabores extraños, a ese aire entre vívido y ensoñado de sus atmósferas, al  deseo de hacer eclosionar la inquietud en la mente del lector. La misma extrañeza que sentiríamos ante la visión imposible de una fruta lunar, con su pátina plateada, sobrenatural, de ensueño, como un ascua fría de otro mundo. Puede sugerir una idea de evasión de la realidad pero no es así: en este caso se trata de un asunto de enfoque; hay en este libro relatos que son una visión de conjunto de la especie (Contraviaje, La torre de Hunan, Materia oscura, Dibujé un pez de polvo, Los túmulos, Aramundos o La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos), otros que aplican a los seres humanos una lente de aumento (El síndrome de Lugrís, Suero, Designaciones o Dybbuk), y otros que podríamos llamar bifocales, donde se alternan las dos perspectivas a la hora de acercarse a las sombras de la condición humana (Perlas de Indra, El confeti de nuestras cenizas, Águila de sangre o Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde).

A diferencia de otros libros míos, como ese macabro descenso a los infiernos que es Los demonios del lugar, de ese caleidoscopio de cien miniaturas de La máquina de languidecer, de los textos poéticos y lúdicos de Astrolabio, los sombríos de Breviario negro o los luminosos de Devoraluces, en Las frutas de la luna hay un aura más fatalista, casi de revelación bíblica, donde el dolor, las derrotas o las atrocidades de la vida nos alcanzan como especie. Pero aún subyace el deseo de lograr que lo inverosímil resulte verosímil, de grabar imágenes vívidas en el lector, de potenciar el misterio de la realidad. Son veinte historias que se bastan a sí mismas y tienen sus propias leyes: un viaje a la tramoya del universo, rituales vikingos, objetos que atraviesan los siglos, cuadros imposibles, un afilador capaz de detener el tiempo, la orilla donde convergen los vivos y los muertos, reliquias sacrílegas, un apagón cósmico, bestiarios fantásticos, un peine japonés, la pesadilla de la repetición del molde humano, monstruos creados por la timidez, dioses en un desván, la brillante red de los actos justos. Como ves, hay distintos registros y atmósferas, temas recurrentes de mis anteriores libros (los bucles temporales, el miedo, el vértigo, el asombro, las cosmogonías, las relecturas de la tradición cultural, los delirios sombríos, contratiempos que alteran la línea temporal o espacial), pero en esta ocasión también están presentes experiencias cotidianas, la ternura, el desencanto, la redención, las segundas oportunidades. Me ha interesado más la sensación de extrañeza provocada por su lectura que la propia naturaleza, extraña o no, de los hechos narrados.

Por otra parte, el lenguaje de los relatos del libro está empapado de poesía, densa y exuberante a veces, trabajada a conciencia siempre, cercana al desconsuelo metafísico, a la intensidad elegíaca, una prosa que -según la idea de Sartre- se sirve de las palabras pero también sirve a las palabras. Son por tanto páginas que hay que leer despacio, saboreando cada vocablo, como movimientos de un péndulo que busca hipnotizar. Especialmente en este libro, quería conseguir una exquisita conciliación de las asperezas de la realidad con la idealidad del arte.

 

¿Qué consejos daría a aquellas personas que se inician en el mundo de la escritura?

No soy nadie para dar consejos, ni me gusta hacerlo: cada uno siente y crea de manera puramente personal. Pero resulta obvio que para escribir es importante armarse con una perseverancia inhumana y con una coraza contra la desilusión. Todo depende del grado de pasión que sientan para lograr someter sus sueños, para enfrentar su mundo propio contra el real. Quizá les diría que no abandonen ese camino misterioso que va hacia el interior del que hablaba Novalis, porque -según él- es en nosotros y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro. Que luchen por cada átomo de imaginación; que, si pueden permitírselo, no piensen en el dinero y el prestigio, sino en poner sobre el papel, de la manera más perfecta y sutil, con elegancia y placer, su visión genuina de la vida. Que no piensen tampoco en el estilo, sino en emociones y percepciones, y en el sabor que éstas pueden transmitir a lo escrito.

De cualquier forma, no deben preocuparse, el triunfo o el fracaso, ser o no publicado y leído, al final nada de eso importa, para la inmensa mayoría de la humanidad los libros no sólo no son el único punto luminoso de la existencia, sino que los ignora por completo. Nuestro planeta mismo, nuestra galaxia, son algo periférico en el espacio, y la vida de la humanidad en la tierra no es más que un parpadeo en el tiempo.

 

¿Qué es el  Institutum Pataphysicum Granatensis y qué méritos hay que tener para pertenecer a este colectivo?

Es un organismo dependiente e independiente del Collège de Pataphysique francés, sociedad de investigaciones sabias e inútiles que propaga la Patafísica, ciencia que estudia las excepciones y las soluciones imaginarias creada por Alfred Jarry, que cuenta además con su propio calendario de trece meses, santoral laico, organigrama, innumerables cátedras, departamentos y subcomisiones, cargos y dignidades de críptico nombre y publicaciones internas de alto valor bibliográfico.

Los Sátrapas Trascendentes del I.P.G. (una treintena ya) son cooptados por iniciativa propia si muestran un interés genuino hacia la 'Patafísica, dándose por entendido que se trata siempre de seres creativos, con inquietudes intelectuales y artísticas. No están sometidos a ninguna regla, actúan patafísicamente con su sola presencia o incluso con su ausencia; sin embargo todos son miembros catalizadores, muy activos, también cuando se abstienen de toda actividad. Y es que según el Artículo 11 de los Estatutos del Colegio, la 'Patafísica “no obliga a nada, sino que, por el contrario, desobliga en todos los sentidos de la palabra desobligar y de la palabra sentidos”.

 

¿Qué opina del mundo de los premios literarios?.

La misma opinión que pueda tener de la lotería: somos muy libres de jugar a ella, intentando aliviar transitoriamente nuestra miseria o mostrarnos el espejismo de un mayor reconocimiento.

Resulta misterioso que en España cada pedanía, ayuntamiento y organismo público convoque un certamen literario, sobre todo atendiendo a la nefasta o inexistente distribución posterior de la obra. Sospecho que puede tener una remota conexión con la idea del prestigio de la cultura, o con el sentimiento de culpa por parte de los gobernantes, que les obliga a dejar caer a los menesterosos artistas unas migajas sobrantes de sus robos institucionales. El caso es que los premios están ahí, y un caramelo nunca sienta mal, pero al mismo tiempo hay que cuidarse de no quedar atrapado en esa red y acabar diabético, y de no presentarse a premios populares, destinados a gente que mueve los labios cuando lee; es decir, a mucha gente, lo que significa mucho dinero en juego, y esto, a su vez, nos lleva directamente a la muerte de la honestidad.


MI TIA ROSITA, por Mauricio Jaramillo Londoño

 

In memoriam



De abajo para arriba: Mi abuela Graciela, mi Tía Rosita, mi Tía Fany, su esposo Arturo, mi Tío Hernán, mi mamá Ruby, mi papá Fabio.

Serían las cuatro de la mañana de hoy agosto quince del dos mil trece… me desperté pensando en mi tía Rosa, en Rosita como le decimos desde que la conocemos, pues una rosa es muy linda pero tiene espinas, y una rosita, creo yo, no las tiene, se las quitan; o ella misma, para poder querer a todos extirpó hasta la más remota púa de su ser; y se dedicó, sin esfuerzo alguno, sin obligarse, porque así es ella, a darse a los demás y con sus mansas pero firmes maneras dispensar  un dulce amor a los de su entorno.

Mi tía Rosita tiene una espléndida condición que pertenece a los viejos, pero que en ella, por una extraordinaria gracia de la naturaleza se le magnífica, y es aquella extrañísima de verse cada vez más agradable, su perfil adquiere ángulos muy nobles y sus suaves modales llevan a todos los que tienen la gracia de estar con ella a sentirse tranquilos, cuidados por la bondad que le fluye por temperamento.

Tiene ya noventa y un años y es la sobreviviente más vieja de nuestra estirpe, a la que sus hijos han cuidado cual corresponde a una flor, y sobre la que giran planetariamente muchísimos parientes y amigos.

Mi tía Rosita, compañera de la vida de mi tío Hernán, ha sobrevivido a tempestades de variados órdenes, unas políticas ―que son las de menor importancia― y otras afectivas que son las que en verdad rasgan el cuerpo y doblegan el espíritu. Y frente a estas, creo yo, ha puesto en la balanza, como lo hacen todas las madres del mundo, el que los muertos dejan su huella en las vísceras pero los vivos necesitan trasegar todavía por el camino; y a esos, a los que viven, a los que están aquí en la tierra, a los mortales, mi tía Rosita les ha dado lo que más gusta a los pollitos de la gallina clueca: ¡el amor!

Yo no tengo sino recuerdos buenos de ella. Por ejemplo, allá en las brumas de mi infancia, en el apartamento de mi abuela Graciela, calle treinta y nueve con carrera diez y siete, barrio de La Soledad, cerca de la casa de los Jaramillo Ocampo, mi mamá me llevaba, seguramente en compañía de mi hermano Armando, a costurero, y yo jugaba en el tapete de la sala a los pies de las señoras que tejían, y las oía hablar y hablar y hablar, y entonces me dormía, feliz de estar acompañado, y allí, estoy seguro, estaba mi tía Rosita.

También rememoro las visitas a su casa del barrio La Soledad, casa frente a la cual estaba situada la de un abogado íntimo de mi tío; y en esta casa jugábamos a deslizarnos por la escalera y comíamos golosinas, y mi hermano Armando ―hace poco me recordaba él―, me dijo que daban té en las horas de la tarde, y que él odiaba el té.

Y en Gavilanes, la finca de café, caña y ganado, a la que se llegaba por entre guaduales y barriales y gigantescos árboles de gualanday y de higuerón, jugábamos todos los primos ―una enorme cantidad de niños― que bien en julio, bien en diciembre, querían siempre buñuelos, natilla,mazamorra caliente con panela, también montar a caballo e ir al establo y a la ramada con su formidable trapiche, treparnos en el cuero enorme que servía para arrastrar el bagazo de la caña con el que sealimentaba la hornillaque fundía la miel de los fondos paneleros.Que la mula nos diese vueltas y vueltas felices nosotros de caernos, llenarnos de pedazos de desecho de caña, tomar ‘Freskola’ con Gellito, verle las enormes huevas al toro holstein gigantesco y malhumorado, presenciar cómo corría la leche por la pared helada que la refrigeraba para que se conservase mejor.Y los diciembres, las navidades ¡qué maravilla!; las novenas que nos gustaban pero nos parecían larguísimas, las comidas, las bromas que nos gastábamos, las burradas que contra las niñas hacíamos, y la piscina donde nos achicharrábamos desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde como si fuéramos gusarapos acuáticos; y ver un extraño juego llamado golf cuyas blancas y arrugadas bolas se colocaban sobre unos palitos cóncavos y observar a los señores usando unos zapatones enormes llenos de clavos; en fin, vacaciones donde mi tía Rosita no se sentía sino cuando le tiraba un zapatazo a Felipe por su necedad o acudía en mi auxilio al verme ahorcado, morado, con la lengua afuera, desfalleciendo, a punto de morir, en manos de mi primo Gabriel quien me encuellaba y quería matarme  quién sabe por qué; y soportar la barbarie de Mauricio, yo, quien en un arranque de ira, pues me estaba quitando mi papa preferida, le clavé a Felipe ―su hijo― un tenedor en el brazo.

Y desde allí, hasta hoy, siempre, encontrábamos en mi tía Rosita alguien paciente, amoroso, cariñoso, suave, sonriente, alegre.

Algunos son tenidos por magnos poetas, o políticos destacados, o gigantes de la ciencia, pero muy pocos se destacan por la grandeza de su afecto y la ternura de su corazón: mi tía Rosita pertenece, para orgullo de nuestro linaje, a esta especial categoría de humanos.

Ah, y una última cosa, de entre las miles y miles que se podrían decir y recordar sobre ella, gracias a su presencia persiste, porque la inteligencia que le asiste es muy grande, esa maravillosa unión familiar, ese gigantesco número de polluelos que se recuestan sobre esta mamá gallina.

GAVIOTAS, por Tomás Sánchez Rubio.

 


    Había días en que la gaseosa del almuerzo no me dejaba dormir la siesta. Me levantaba entonces descalzo y me asomaba a la ventana de altos postigos; a través de las rejillas de la persiana miraba la calle vacía: pequeñas fachadas blancas, apretujadas e irregulares, se alineaban con esfuerzo, apoyándose unas en otras como hermanas ebrias por el sol impenitente. Me acodaba en el poyete y observaba. Pronto pasaría Adolfo…

    El aire caliente me impregnaba la cara, pero me daba igual. En el exterior solo se oía, entre chicharra y chicharra, la radio de Soledad, la vecina de la casa de enfrente. Era la hora de la radionovela, un drama por capítulos que encogía los corazones a la sobremesa. Las historias hablaban siempre de amores imposibles, hijos no legítimos, venganzas servidas en plato frío… Lo prohibido se hacía público pero con reparos, se insinuaba a pequeñas voces. Las protagonistas solían ser mujeres tratadas injustamente por la gente, por el destino, por la vida. Sin embargo, tras diversos sufrimientos y avatares siempre salían adelante y acababan bien, augurándoseles una vejez tranquila, con hijos trabajadores y rodeadas por una legión de nietos que escucharían atentamente a la anciana y sus sabios consejos.

    La casa de mi abuelo era la más grande de la calle. Tenía zaguán y un gran “soberao” casi vacío con suelo de tablas desvencijadas y donde no se me permitía la entrada. En la parte de atrás tenía corral con su gallinero, y conservaba el retrete, a pesar de haberse construido un baño en condiciones tras suprimir una habitación en desuso. Había en el salón un reloj de pesas y en una repisa, durante muchos años lejos de mi alcance, descansaba una radio que yo me figuraba más grande que la de Soledad.

    Mi niñez eran mis amigos, mi familia, las anginas, el televisor en blanco y negro, los refrescos de naranja y los veranos en el pueblo, en la casa de mi abuelo. También Adolfo formaba parte de esa infancia. Solía pasar a diario por nuestra calle a la hora de la siesta. Le acompañaba su perrito Leo, blanco con manchitas negras, pero no muchas –nada más lejos de la elegancia de un dálmata–; siempre a su lado, intentando acoplar el paso al de su dueño, su amigo. Adolfo acostumbraba a llevar una bolsa de la compra de tonos desvaídos por el sol. Un pañuelo gastado sobresalía del bolsillo a la altura del corazón, en una chaqueta de bajos raídos y una ramita de romero en el ojal. Vestía camisa abotonada hasta arriba a la manera de un hábito, a pesar de los rigores de la canícula. Iba siempre silbando la melodía de un conocido pasodoble que ya entonces sonaba anticuado. Más tarde, en esa época de la adolescencia rebelde y romántica a la vez, me preguntaba si aquellos paseos vespertinos habrían respondido a la redención de algún pecado de juventud.

    A veces, muy de cuando en cuando, algún viernes sobre todo, lo veía en el mercado comprando en el mismo puesto. Nunca se detenía a hablar con nadie, ni me constaba que nadie lo saludara. En cambio, sí me daba cuenta de cómo hombres y mujeres sonreían y cuchicheaban por lo bajo a su paso. Algún anciano se le quedaba mirando con descaro. También había quien negaba con un leve ademán como si fuera un hijo descarriado o un enfermo sin solución. Pequeños gestos de desprecio y de complicidad que a mí se me antojaban mezquinos e incluso cobardes. Él, con su elevada estatura, su delgadez y su aire melancólico, parecía no percatarse del callado revuelo que ocasionaba su presencia, dando la sensación de aislamiento, de hallarse muy lejos de cuanto lo rodeaba. Mantenía la cabeza alta en una pose de rara dignidad, que no de provocación. A pesar de ser, a mi forma de ver, una persona muy mayor, su pelo era negro y recio, como ya había dejado de ser el de mi abuelo –de edad similar a la suya– muchos años atrás. Era en aquellos encuentros del mercado cuando yo apreciaba en su caminar una leve cojera que intentaba, sin éxito, disimular. Su mirada era intensa y triste a la vez. Me recordaba al protagonista de una película que había visto de pequeño. Se trataba de una versión de Los miserables, donde Jean Gabin encarnaba a un desesperado pero estoico Jean Valjean, cuyo destino era huir sin descanso de un injusto representante de la Justicia. Me impresionó sobre todo la escena en que levantaba a pulso un carro para salvar la vida de otro hombre.

    Un domingo, a la salida de la misa del mediodía donde por cierto nunca vi a Adolfo–, escuché una conversación en un corrillo de vecinos: habían encontrado a una persona muerta en su casa, a las afueras del pueblo. Al instante pensé en él. Los contertulios extrañamente lo llamaron aquel día por su nombre.

    Me vino a la cabeza su pequeño amigo Leo. ¿Qué sería de él? ¿Quién lo acogería? ¿Acaso moriría de tristeza? Sin embargo, no me atreví a decir nada. Preferí pensar que alguien del pueblo, un alma caritativa, se haría cargo de él. Esa noche lloré por Adolfo, por Leo, y me sentí más solo de lo que nunca me he sentido en mi vida... En la casa de mi abuelo no se trató el tema, al menos estando yo presente. A veces, como pasa todavía hoy, a los niños se los tomaba por tontos.

    Recientemente he soñado con Adolfo. El escenario es el propio de mis sueños de ahora: paisajes de cielos encapotados y playas grises sin espuma. Él va paseando, como entonces lo veía a través de las persianas de rejilla: un caballero de triste figura, con su vieja chaqueta y su aspecto trágico, la mirada perdida y silbando un pasodoble. Lo silba más fuerte cuando ve acercarse sobre su venerable cabeza repentinas bandadas de gaviotas.

HEMISFERIOS, por Isabel Rezmo.

 



 

Acabaremos por pronunciar los versos que no rescatamos.

Acabaremos con todo este verso amarrado.

Con esta pesadez en los dedos que crece  unida a las yemas.

Se desata en los caminos y en la arena.

Se desata cerca de los torrentes.

Se desata en la atmósfera, cuando las estrellas cruzan extrañas curvas

en sus senos.

Cuando todos los átomos chocan en sus límites

y el Norte se come al Sur, vomitando metáforas que indican

el final de todos los fenómenos que caben en un hemisferio.

REFLEXIONES Y REFLEJOS, por Carmen Hernández Montalbán.

 





CLOTILDE Y MATILDE, por Pedro Pastor Sánchez.

 


Clotilde y Matilde, hermanas mellizas, siempre fueron muy competitivas. La primera disputa se produjo en el mismo útero que las albergó durante nueve meses. Hubo codazos para ser la primera en ver lo que había ahí fuera. Esa curiosidad innata sería un rasgo distintivo de su carácter. Desde la más tierna infancia se las podía ver en el patio del colegio en absurdas competiciones que les llevaban hasta la extenuación, como intentado ser la que más veces seguidas saltaba a la comba. O poniendo a prueba su resistencia física para ver cuál de las dos, tercas como mulas, daba más vueltas a la pista de baloncesto, en una maratón inacabable, jaleadas por sus compañeros. Lo daban todo con tal de no rendirse ante su adversaria.

            Tanto deporte les esculpió el cuerpo y, llegada la adolescencia, su divertimento preferido era acumular una mayor cantidad de ligues que su rival. Sus fibrosas carnes fueron magreadas por cientos de barbilampiños jovenzuelos cubiertos de acné. El único requisito que habían sometido a consenso para engrosar el tanteo de conquistas es que alguna amiga común diera fe de haberlos vistos acaramelados, beso de tornillo incluido.

            Fue en esa época cuando advirtieron una circunstancia especial en este torneo sin tregua. Sus relaciones eran más problemáticas con muchachos llamados David, Manuel, Juan, Emilio o Javier, por ejemplo. En cambio, la predisposición al flirteo era mucho mejor con aquellos llamados Ramón, Julián, Martín, Jeremías o Joaquín, por citar unos cuantos.

            Pronto descubrieron el motivo de esta predilección. El detonante fue la redacción de su compañera de aula, Rosalía, que fue leída tal cual estaba escrita, en voz alta, por parte de Doña María, la profesora de Lengua, con cierta sorna no disimulada. Lo que debía haber sido una armoniosa y enfática montaña rusa de melódicas palabras se convirtió en un vasto páramo átono. Fue entonces cuando relacionaron, de una forma un tanto absurda, pero con convicción indisoluble, estos acontecimientos con sus propios nombres, heredados de ambas abuelas. El cosmos les había hablado. Y a partir de ese momento iniciaron una competencia frenética, en la que solo una de ellas podía resultar vencedora.

            Iniciaron el desafío reuniéndose todas las tardes, con la excusa de hacer los deberes y repasar las lecciones, en la amplia biblioteca del abuelo Antón. Comenzaron a leer con avidez todos y cada uno de los libros, que se habían repartido empezando la una por el anaquel superior izquierdo, la otra por el inferior derecho. Acordaron que, para dejar constancia de sus hallazgos, debían mostrárselo mutuamente. Para ello, adquirieron unas gruesas libretas cuadriculadas en las que lo anotaban todo. Pronto se quedaron cortas y necesitaron más y más libretas. Durante meses dedicaron incontables horas, olvidándose de sus otras obligaciones, lo que les acarreó más de un castigo por parte de sus padres, que no entendían tanto enfrascamiento en un asunto tan banal como superfluo.

            

    La obsesiva competición, sin embargo, continuó en años sucesivos, poniendo al descubierto la poca rigurosidad de las editoriales e imprentas. Cuando se acabó el último tomo de su biblioteca, añadieron nuevas reglas, haciendo extensiva su búsqueda a carteles publicitarios, rótulos televisivos, apuntes, prospectos, folletos, etiquetas de productos, libros de cualquier índole y origen… En fin, que todo material, impreso o no, en cualquier soporte, era susceptible de ser sometido a su escrutinio, siempre y cuando se remitiesen una prueba gráfica de cada ítem encontrado, a fin de cuantificarlo. Llevaban miles de registros cada una, en una pugna ardua y continua por superarse, no cejando en su estúpido juego.

            Le cogieron el gusto a las bebidas carbonatadas aromatizadas con quinina, y así, entre tónica y tónica, se les pasó la juventud. Habían leído tanto y tan variado que adquirieron una vasta instrucción, conocimientos que usaron para opositar y sacar una plaza en el Ministerio de Cultura, sección de biblioteconomía, por lo que tuvieron acceso a bases de datos y múltiples publicaciones. A Clotilde se le ocurrió una vez comentar a su superior que había advertido algunos errores en la información almacenada en aquellos servidores, y se postuló para corregirlos. La tildaron de loca. Que qué se había creído, que si era más lista que nadie, que no estaba allí para corregir nada, que si estaba así sería por algo. Jamás puso objeción alguna a partir de ese momento, y se dedicó a seguir acumulando anotaciones sin rechistar. Estaba claro que el caos era la tendencia natural del universo, por más que las hermanas pusieran el acento en poner cierto orden y concierto buscando gazapos.

Pasaron los años. Clotilde y Matilde permanecieron solteras, habían dedicado demasiado tiempo en destacar la una sobre la otra, tiempo que les arrebató la oportunidad de tener otra compañía, o descendencia. En su piso compartido envejecieron. Algunos vecinos no las soportaban. Y no era para menos, puesto que su comportamiento algo histriónico era la comidilla del bloque. A cada nuevo hallazgo, lo pronunciaban a voz en grito, seguido de una risotada malévola y un exabrupto dedicado a la otra, mofándose de haberse adelantado.

Un día, cuando ya habían superado ambas con holgura las cien mil palabras encontradas, se lanzaron acusaciones y ácidas críticas por querer sumarse algunas diacríticas. Pasaron de los gritos a las peleas en cuestión de días. Perdieron finalmente el juicio. Los servicios sociales las acomodaron en una apartada residencia. Por fin sus vecinos se libraron de las que llamaron «las hermanas Tilde», y pudieron dormir a pierna suelta, sin tener que aguantar a aquellas dos prosódicas profiriendo gritos en mitad de la noche: ¡Sílfide! ¡Calígula! ¡Camélido! ¡Dórico! ¡Esdrújula!

ZÓCALO EN SU LEJANÍA, por Ana Isabel Pérez Pizarro.

  


 

El horizonte envejece entrevelando formas

un día sí y otro tal vez, extiende paralelas relativas,

arquitectura distinta al zócalo en su lejanía.

Atardecer hondo causado por el espectáculo eterno

en todas sus orientaciones teñidas en satén rojo.

 

Llegó el momento de conjugar y llenar las horas

con imágenes de color puntual en su quietud.

Observo se despide la luz. Nos tomó delantera a nosotros

a los animales, a las plantas e incluso al pájaro

que vuela rozándome, mis dedos menudos enfocan el objetivo.

 

No hay soledad, no la hay, vuelve en vuelo bajo,

impacta como reto, la piel tiembla, la imagen existe.

Toca buscar otro lenguaje, otro movimiento, otra armonía,

otras venas que me justifique y me compare a la luz.

Domingo, notifico fotografías con la grandeza de su pulso

 

LA OLLA DE ORO (leyenda de la tierra), por Pepe Velasco Romero.

 


 

    Bajo tierra, dormida en el tiempo, la olla ni resplandece ni brilla, solo está dormida y tranquila, pero espera a ser pródiga con quien la vuelva a sacar a la luz y la libre de su perenne tiniebla. La viña, amodorrada y tranquila, espera siempre el esmerado mimo de la azada para, con estoicismo y a la vez premura, madurar su fruto y obsequiar a su dueño con uva dorada.

    El labriego cava la tierra con encono, con avaricia de tiempo, con apuro y ansia de ofrendas por venir, fruto de aquel exasperado empeño. Lo hace todo como si le fuera la vida en ello, pareciera que su única meta en la vida fuera que su viña estuviera siempre cuidada y limpia para producir los mejores racimos y por ende salga de su lagar el mejor de los vinos. Tal es su obsesión casi enfermiza en ahondar en ella una y otra vez la azada. Quizá también redunde algo en su afán de continua zapa sus cortas luces al tener mermadas sus facultades, y el haberle tocado en suerte vivir una época en la que se tiene poca o nula consideración en cuanto a las diferentes capacidades de las personas. Más bien sirve a su pequeña y poco leída comunidad de distracción, de rechifla y chanza. Por lo cual nadie conoce su nombre real, todos le llaman desde siempre “Catico el tonto”. Él ignora toda puya u ofensa que venga de parte de sus convecinos o de cualquier otro prójimo, y persiste ansioso en su labrada.

    Bajo tierra, persiste dormida en el tiempo la olla, que aún ahora no brilla, pero con paciencia espera. El viñedo, amodorrado y tranquilo reconoce con largueza los mimos de la azada y, agradecido por el trato, obsequia al campesino su mejor uva dorada. El hombre, obstinado, araña la tierra continuando terco con la cava. El sudor del quintero que labra riega la tierra que cava, y esta parece ablandarse excitada, incitando al hombre y a su azada a proseguir con su dura tarea hasta terminar la dura jornada.

    De pronto, el filo de la herramienta toca el barro cocido de la olla y un tintineo difuso alerta los sentidos del hombre que, aunque mermados, pronto reaccionan. Extrañado y confuso se yergue, se enjuga el sudor que riega la tierra, observa el hallazgo, prosigue erguido y confuso, pero calla. Persiste un tiempo en silencio, conjetura y cabila, y después de mucho meditar, con mimo termina de desenterrar lo descubierto.

 —Paréceme una olla de “moros” —parece concluir excitado el paisano.

    Indeciso y con el miedo en el cuerpo por la superstición y el desconocimiento del objeto que tiene ante él, acerca trémulo los dedos hasta retirar el envoltorio que tapa el hallazgo que, manido y resquebrajado por el tiempo, desvela el dorado contenido del envase enterrado. Por fin concluye tranquilo que es una olla de barro que brilla.

 —¡Azufre! —exclama eufórico el hombre—.¡Para mis parras, que están macilentas y poco curadas!

    De amanecida, muy de mañana, esparce sobre los pámpanos parte del contenido con comedimiento, y tratando de ser ecuánime con cada una de ellas les echará parte del contenido para que las cepas le den los racimos sin mancha ni mácula. Vuelve a guardar el hallazgo con premura y cautela. Pero cuando por la noche sale la luna hechicera, coqueta y lozana, las parras brillan a su luz como fina arena en vellocino dorado. El labriego, confundido y extrañado, llama a su gente, excitado y a la vez deslumbrado.

 —¡Venga usted, madre! ¡Venid, mis hermanos, y contemplad qué prodigio! Los pámpanos de mis parras brillan como el ajuar del cura, como campos de trigo dorado. Proclámelo usted, madre, dígalo a los cuatro vientos. Llame usted, madre, para que todos vean el gran portento. Mire que maravilla ha sucedido de pronto, y todo ello le ha acaecido a “Catico el tonto”, el más lerdo de su pueblo.

 —¡Cállate, necio, y no hables! —rebufa la madre malhumorada—. Esto que has encontrado no es azufre, es oro molido de “moros”, y nos van a dejar sin nada si se enteran las autoridades. Sacude los pámpanos, recoge lo que puedas y guarda bien el que queda en la olla. Y este secreto que se quede aquí, enterrado con nuestra pobreza, que con este hallazgo para siempre de nuestra vida será desterrada.

    Con lo recuperado de los pámpanos y lo que quedó en la olla, la paupérrima vida de aquella gente iba a ser confinada para siempre. Pero la envidia ciega, al acecho constante sin descanso ni tregua, con saña y encono, puso el secreto al descubierto de aquel infeliz y su aluenga familia cuya tarea siempre fue el duro trabajo, la constante penuria, la humillación continua y la perenne pobreza.

    Y la “ley del más fuerte, siempre equitativa, ecuánime y ciega”, pronto vino a incautarse de aquel tesoro encontrado entretanto uno seres humildes arañaban con ahínco la reseca y dura tierra. Invocando para ello alegatos hueros con los que embaucaron y engañaron a aquella gente austera que por siempre había labrado aquella tierra. Les quitaron su oro, les robaron sus quimeras, les hicieron la afrenta de matar de un plumazo sus sueños, sin un estipendio o una simple prebenda. Y al final de la historia, el oro molido acabó en distinto y avaricioso bolsillo. Aduciendo todos, envidiosos y demás caterva, que cómo aquel infeliz iba a ser poseedor de tamaña riqueza. Aludiendo para ello al popular dicho: “dinero llama a dinero y miseria llama a miseria”.

    Pero todo no iba a ser desdicha para aquella gente paupérrima. La madre, sagaz y a la vez desconfiada de la justicia de los hombres, a escondidas había guardado, envuelto en un trapo viejo en su prominente pechera, un buen puñado de aquel precioso metal que le robaron y que a ellos les regalara la tierra. Procurando no desvelar nunca a nadie, ni a su hijo Catico, ni a sus otros hijos, ni a sus nueras, por si a alguno de ellos le sonsacaban las envidiosas y malas lenguas. Con lo que sisó la matriarca pudieron vivir por siempre en su sufrida vida, holgados con disimulo y presteza. Y así, por la vivacidad de aquella valiente y astuta mujer, se alejó algo la penuria, se redujo la miseria y nunca faltó pan para los suyos en aquella su siempre cicatera, menguada y exigua mesa.     

  

Y la ley, que para una inmensa mayoría siempre es “ecuánime” y ciega,

pronto vino a incautarse de aquel tesoro encontrando entretanto unos seres que arañaban la dura tierra;

 alegando para ello historicismo y cultura, y nada de prebendas.

Y al final de la historia, el oro molido acabó en distinto y ubérrimo bolsillo.

Aduciendo que, como bien dice el popular dicho: dinero llama a dinero y miseria llama a miseria.

 

Leyenda popular

PASIÓN ZOMBI, por Eduardo Moreno Alarcón.

 



En esta noche de imbecilidad perpetua,

no es tu culo —en su perfecta redondez— el que me incita en pos de ti.

No son tus pechos —en su turgencia de cubana—

los que mueven estos pies de botarate cojitranco.

En esta podredumbre que me habita,

jamás seré lactante —torpe succionador— para ti.

Será otra leche la que empape mis quijadas, mis labios secos o resecos, siempre ávidos de ti.

Nada me importan tus caderas, si bien me orientan en lo oscuro.

En este deambular de pocas luces,

tan hondamente idiota,

mi anhelo más preciado no es tu sexo,

y bien que lo lamento, no te creas.

Pero has de saber, amada mía,

que estoy hambriento, muerto de hambre, traspellado* de ti.

En esta noche de estupidez perpetua,

has de saber, ahora que vas semidesnuda,

que no es mercurio ni epilepsia lo que azoga mis entrañas,

no es borrachera ni tres tazas de café sin sacarina,

no es droga dura ni blanda la que excita este apetito desmedido.

Es hambre, rugir de tripas.

Hambre de ti, de una parte de ti.

Anatomía que me pierde en la erección de mi idiotez.

La fuerza motriz que azuza a este zoquete que ahora soy

son tus sesos, tu encéfalo, tu espléndida mollera.

Así pues, no me rehúyas.

No alargues la agonía de mi vientre descompuesto.

No te resistas.

No corras más, que esto es así.

Deja que me sacie con tu cuero cabelludo,

y en una mamandurria de alaridos inconexos —mi triste condición gutural—

deja que te muerda, al menos, tu lóbulo frontal.

 

*Traspellado / traspellao: localismo manchego que significa “persona hambrienta”.

SÍNDROME DE FIERA ENJAULADA, por Marien González Rozas.

 



 

Carmen me dice que es un buen momento para reflexionar sobre mi «síndrome de fiera enjaulada». Pero yo no quiero reflexionar, ni pensar, ni desentrañar.

Es mi síndrome, soy así: salir al espacio exterior a caminar, a escuchar, a aprender, a reír, a indignarme o a luchar, me permite tener a raya mis pensamientos.

Es un mecanismo de defensa ante ese ruido mental tóxico y casi cien por cien negativo.

Como decía mi madre: «Porque no pienso, que si pensara».

El cerebro me resulta sumamente interesante y enigmático. «La teoría de la mente», que está estudiando Carmen, no sé si arroja algo de luz. Pero no creo que sea necesario complicar mucho el tema. Me gustaría hacer tan sólo unas preguntas a un grupo amplio de población: saber, por ejemplo, si sus mentes están pariendo incansables pensamientos de lo más peregrino, generalmente con tintes más bien gris oscuro.

No es mi casa la que se me cae encima, es el peso de mi mente infatigable y creadora de distopías o de realidades.

Los espacios muertos en los que la creatividad está totalmente anulada por la toxicidad del ruido mental. Domeñar mi cabeza; sería increíble poder revertir toda esa energía brutal que me agota en creatividad.

Mi creatividad está ahí, lo sé, lo siento, y cuando puede se cuela por una rendija y sale al exterior y me hace feliz.

Anoche abrí la ventana para ahuyentar los virus. Fuera estaba oscuro, dentro también. Por un instante sólo existían los pétalos rojos del tulipán moviéndose al son de una suave brisa. Y esta mañana, al asomarme a la terraza, la vida me dio una lección de lentitud en dos fases:

Un hombre con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza gacha cruza la plaza despacio, muy despacio, como si entre paso y paso hubiese un largo pensamiento.

Al poco, una mujer empujaba su carrito de la compra, o más bien, el carrito la empujaba a ella. Caminaba muy lentamente, como si todo el peso del mundo estuviese en su cuerpo.

Al rato hombre y mujer se perdieron y transitaron otros caminos fuera de mi vista.