La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de agosto de 2022

ABSOLEM, Revista de Arte y Cultura, Núm. especial "II Certamen de Relato Breve "El sombrero de tres picos", 14 de agosto de 2022".




  Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) 
por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634



SUMARIO




RELATOS GANADORES: 








RELATOS SELECCIONADOS: 







sábado, 13 de agosto de 2022

ORIGEN, por Isabel Pérez Aranda.


 

Habito este cielo de manera casual, final de una ruta hacia el origen. Cada giro de pupila acelera campos y lindes superpuestos, sobrepasa la frondosidad de los girasoles, simetría promiscua que engulle fertilidad desmedida y parcelas acotadas. Ampliar su memoria de siegas arrastra el sudor por veredas acuáticas, los álamos compiten oscilantes hacia el vuelo de las golondrinas, singularidad que tiende a olvidarse junto al canto del gallo. 

Y quiso la brisa que aún me es esquiva, caminar sobre mis ancestros, defender su siembra entre surcos de espigas, querer germinar motu propio como ofrenda de vida. – bocas que habrá de saciar– Sobre la tapia de piedras libre de argamasa, dejé también mi piedra, allí el manzano vela la esencia del huerto, lo encuadra de hojas caducas – por días que no volverán– Y al despertar del letargo quise ser siembra, más solo la arcilla trepó hacia mis manos, por miles de manos que fueron capaces. Empuje aquel portón verdigrís, que cedió al interior del vergel, la casa vertía sueños extraños, cautos, algunos confiesan tener esperanza, saltar cada muro, quizás que lo alcancen, y entonces ¿No habrá acaso quien vele todas las pisadas? ¿O solo las aves de fértil plumaje saben el valor de este lugar? – donde habita el dios de las pequeñas cosas– Y acuden las sombras, alquimia de lunas, evidente premura que cuente al arquitecto fiel de los trigales, que cimente su abasto de grano y paja sobre las eras, que confirme raudo los engranajes, donde decaen tardes, y estancias copadas de ausencias. Ante la posibilidad de que el calor aumente él trance. Asciendo en sutil balanceo de escalones, la sencillez de los arácnidos, estáticos al devenir diario extienden su territorio, el espejo se habita de miradas, sus idas y venidas cubren de charlas su acera. El sol sucumbe ante las tejas, deciden las sombras si el jolgorio febril de bicicletas, y el cauce de amplios silencios les conecta. 

A mi partida hay un silencio magistral, apenas escucho sus cantos, no enturbia la siesta este patio, más quiere exhalar su esencia a geranios. Y no hizo falta entender que los mirlos conversan, que le ofrece la hierba un manjar suculento, que todo cuanto existe tendrá su zaga, al igual que en lo alto la peña, despensa pasada por vientos, acepte su planta de capitán alerta. Ya van doce lunas que no vuelvo al lugar, polvorientas rutas descifran… ¿Cuánto más ha de esperar para ser más tierra de siembra? – Tiempo factor de cambio- 

LA MANO IZQUIERDA, por Miguel Alonso.



Tostada está la larga sotana que luce esta tarde el viejo padre Félix. Larga, tostada, amarronada y descolorida. La figura encorvada, se recorta a contraluz contra el balcón de la casa parroquial. Está inclinada sobre unas boletas, en la pequeña mesa del despacho, donde también puede verse un viejo y pequeño calculador pc Sinclair.  

Tras sonar la aldaba, ha bajado a abrir la puerta. Al hacerlo puede contemplar a un chico de pelo lacio sobre el lado izquierdo, una cazadora vaquera y una carpeta descolorida.  

—Hombre Gaby, pasa. Te estaba esperando —saluda el cura.

—Buenas tardes, padre.

—Buenas.

—A ver si podemos encontrar la solución hoy, padre —responde el muchacho, tras besarle, mientras pasa apresuradamente.

Tras subir ambos a la planta alta de la vivienda, se acercan nuevamente a la mesa del pequeño despacho situado a la izquierda del final de la escalera.   

—Vamos a ver, reflexionemos otra vez la naturaleza del problema. ¿Dónde te has perdido esta vez?

—No lo sé.

—Algo sabrás ¿Cuál es el sentido de todo? ¿Que sabemos de los valores más importantes? —remarca el padre Félix.

—Padre, lo estuvimos tratando ayer toda la tarde. Quizás el problema es que no lo tratamos bien desde el principio —responde Gabriel.

—Desde luego. Pero concéntrate Gaby ¿Dónde has puesto, en realidad, aquello de lo que estás seguro, lo que se puede justificar?

No lo recuerdo padre.

—¿Sabes lo que estás diciendo Gaby? Estamos tratando con alguien que está en todas partes.

Lo sé padre.

—Ya te he dicho que no me llames así cuando estemos aquí. Con Félix es suficiente. Cuando estemos en la parroquia es otra cosa.

—Perdone padre, digo Félix, es la costumbre ¿Tampoco desea que le bese al llegar?

—Bueno, eso sí. Si tú quieres. En la mano, estamos hablando, claro —responde el cura con una sonrisa pícara.

—¡Padre! —responde Gabriel, mientras se ruboriza y baja los ojos.

—Volvamos al problema. Primero esta lo primero, el principio de todo ¿Has llenado bien tus incógnitas y has pensado en las variables que van a surgir? Llámale principio rector o como quieras, pero esto tiene que tener un sentido. 

La luz se extiende sobre un paisaje de tejados y ladrillos a medio poner. La mesa vieja y estrecha, descansa sobre baldosas antiguas de barro gastado, alternando los colores blanco y negro.

Los huesos del padre Félix son como varillas de un frágil paraguas, que soportan la septuagenaria armadura torcida del cura. La nariz de padre es aguileña y su extremo está lleno de pelos largos y blancos. Los orificios son negros, anchos, gordos y poblados de vellos sin cuidar, empastados en algo también oscuro, verde y semi seco.

—¿A quién se le ocurre decirle, que ya estaba listo?  —dice el padre Félix, llenándose la sotana de caspa al llevarse las manos al pelo.

—Paco lo entenderá —dice Gabriel.

—El demonio está ahí fuera y no tiene misericordia, Gaby. Y va de verde, ¿me entiendes? Vestido de dinero. De dinero y de avaricia que no traen más que desgracias, hijo mío.

Paco no puede creer que nosotros… —replica Gabriel.

—No debiste confiarte, no debiste perder la cabeza así. No debiste ser débil Gaby. Ya me ha contado tu hermano lo que hicisteis ayer en el hogar de los ancianos. Está bien que hayáis llevado alivio. Pero no de esa manera.

—Pero padre, perdón Félix. Usted nos tiene dicho que… —intenta replicar nuevamente Gabriel.

¿Pero es que no sabes quién es él?

—Si, padre.

—Bueno, ya no tiene arreglo. Empecemos desde el principio ¿Que valores recuerdas? A ver qué podemos enmendar.

—Seguro que lo podemos enmendar —le dice a Gaby, en voz baja y entrecortada.

De pronto se oye la puerta. Los golpes se escuchan fuertes. Los pasos grandes en la casa oscura y fresca. Las caras desencajadas. Las cejas tensas y negras. Mientras alguien tienta y aprieta una empuñadura de cuerno de ciervo en la puerta.  

Arriba las dos figuras al trasluz se miran. Félix avanza y baja la escalera. Se escucha el cerrojo al abrirse y el ruido de los coches que pasan. 

—¡Es solo un chaval! ¡No Paco! No, no voy a dejarte que…   

 

Hace poco que ha amanecido, en el quiosco de la esquina cuelga un periódico de una pinza de lavar la ropa:

“El pueblo se ha levantado, con una noticia impactante. El padre Félix, de San Juan, ha sido encontrada en su pequeño cuarto anexo a la iglesia con media docena de heridas de arma blanca.

 Junto a su cuerpo, la policía ha encontrado también el cuerpo sin vida de un menor...”

En el Sinclair ZX, que está sobre la mesa, en espera de la judicial. Su carcasa gris está rota a golpes. Alguien a revuelto toda la habitación.

Un guardia civil en la puerta de la casa le acaba de preguntar a un vecino, si vio ayer a alguien cerca de la casa.

Después ha terminado de redactar un primer informe.

“…interrogado el vecino de la localidad Francisco Alonso Elías, trabajador de mercadillo. Manifiesta que el fallecido, Félix de Andrés Díaz, se dedicaba, además de a sus deberes parroquiales, a enseñar matemáticas e informática a algunos muchachos del barrio.

Comunica así mismo que en ocasiones prestaba ayuda a vecinos, como a él. El referido Francisco, dueño de un puesto y presidente del mercadillo de los lunes, declara que el difunto le ayudaba, a preparar la recaudación, con los programas de los jóvenes, la documentación y el dinero del colectivo para la asociación de comerciantes”.

El guardia ha vuelto a subir al despacho parroquial, y a oscuras ha comenzado andar hacia la ventana. Justo al dar el primer paso, la punta de su zapato ha pisado algo que ha sonado a cristal quebradizo. Lo ha apartado un poco con el pie, y ha comprobado que se trata de un pequeño marco con un breve texto:

“No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha” (Capítulo 6, versículo 3, Evangelio de San Mateo). 

CUANDO LA METÁFORA ES UN HECHO CIERTO, por Victoria Elizabeth Nowak.

 


Como una abeja gustosa en su panal, Manolo vivía en una pequeña cueva, ese medio  que para el mundo moderno era de trogloditas, sin embargo para él era uno de los medios  más modernos de toda España. Ecológico, sustentable, económico; donde las temperaturas se asemejaban  a lujosos hoteles de cinco estrella de Granada. Tan pictórico, que solo un poeta y pintor como él, de su envergadura,  podía apreciar la belleza −no tan subjetiva− en un mundo narrado sin puntos ni comas, y sin colores auténticos.

   Manolo, vivía allí con su esposa Clara y su hija andaluza, Carmen. Tanto él como su mujer no eran nacidos en esas tierras de versos rimados, sino que venían viajando hacía muchos años, buscando “Un lugar en el mundo”,  donde uno lo siente suyo, propio, como si toda la eternidad hubiese sido el claustro de su alma.  El matrimonio había nacido en Buenos Aires, ciudad cosmopolita y de ritmo vertiginoso. Ambos, tuvieron la bendición de poder estudiar desde los primeros años hasta los últimos del secundario en un colegio de nivel alto, muy alto,   donde no solo se estudia violín en la asignatura de música, sino que la gente pudiente hace lo imposible para anotar allí a sus hijos.

   Clara necesitaba un cambio de aires, un cambio de visión del mundo y España, el Sur de España era el lugar idóneo para completar y llenar el vacío  que tanto tiempo habían buscado. Nunca entendió que debía estar tan temprano en su casa de Buenos Aires, y aquí, en su casa de España podía llegar más tarde sin importar esas horas que traspasaba el segundo de más de la medianoche. Carmen disfrutaba contando estrellas y sin contar, siempre se llevaba un puñado en su sombrero de paja para colocarlas en el techo violeta de su dormitorio.

   Todos tenían una gran afición. Contar mentiras sin que nadie se diera cuenta que eran grandes verdades de la vida. Manolo, siempre decía que el tiempo no existe, mientras miraba cada cinco minutos su reloj de pulsera de oro. Clara, cortaba en trozo muy grande la tarta, mientras decía que había que saborear la vida en sorbitos y Carmen contaba estrellas del cielo mientras dibujaba en su cuerpo estrellas y caballitos de mar.

  Todo parece ser sacado de un cuento y siendo verdad tanto relato, Manolo, Clara y Carmen se escribían varias cartas donde las letras volaban por el zaguán, rebotaban  en la chimenea y se colocaba en la fuente central junto a las frutas que decoraban el hogar. Letras que brotaban cada mañana al leer en la cama una historia sin igual. Un perro se mordía la cola y el otro le lambia la herida. Un gato se soltaba el pelo, mientras el otro se comía la sardina para merendar. Una guitarra bailaba una sevillana, mientras una gitana mordía un clavel al caminar. Un sombrero se soltaba el pelo, mientras el otro se colocaba en la calva de Manolo para  evitar el daño del sol y un pañuelo se sonaba los mocos, mientras el otro se jartaba de exprimir el llanto de la risa fácil al escribir tantas cartas de mentiras que al final era la misma verdad de una vida de fantasía que vivían componiendo metáforas para poder respirar.

   Un ciempiés con cien muletas caminando por la espalda del burro de Clara, que de tanto comer manzanas se convirtió en Blanca nieves y los enanitos emigraron al mundo de la bruja blanca. Un carro de calabazas que los ratoncitos convirtieron en estufa para ser prendida sin leña, ni lumbre que calentara esos cubitos de agua que se derramaban del grifo de la cocina. Una jarra de leche, que se vendió por una docena de huevos, éstos por dos conejos y éstos por dos liebres que se escaparon por el campo al  anochecer. Miles de palabras sin llegar a mil, es este cuento que en forma de relato nos cuentan el hecho de las metáforas que Manolo, Clara y Carmen dieron a la vida para darle picante, sabiduría y el arte que muchos de ustedes deben entender.

   No es cuestión de verdades o mentiras, es cuestión de ver y entender que la vida es una sonrisa, un juego que se puede escribir en un papel.

A PESAR DE LA HELOR, ESTA RAIGAMBRE, por Alexis López Vidal.

 


Así podríamos haber pasado nuestras vidas, cada cual esforzándose por su lado en aumentar su saber y colaborar a la felicidad pública.

 

El jardín de las dudas, Fernando Savater

 

 

El pueblo que mis hermanos y yo recorríamos cuando críos, a lomos de unas canillas finas como varas, distaba una migaja de las marismas de Doñana, y era poco más que una calleja estrecha que mendigaba la sombra de las ringleras de casas encaladas. Padre, que a medida que el tiempo le llevó una boira a los ojos y una tibieza a los huesos se fue pareciendo cada vez más a un arbolito gris aferrado al tutor de caña, faenaba en los arrozales y era un hombre recio, con las pieles del rostro y de los brazos atezadas por la solana. Era culto, a pesar de haber andado al campo siendo un niño, y después de cenar nos apelotonábamos al amparo de sus alpargatas para que nos leyera versos de Espronceda.

—Porque los libros —decía, apurando un vasito de vino —son como el aclareo en el campo: sirven para expurgar de la sesera las plantas pusilánimes y las supersticiones, y con ello le dan vigor al pensamiento.

La noche a la vera de las marismas traía consigo una helor y un sentimiento de pertenencia a ninguna parte, un ánimo de habitar en una isla a la deriva y una tiritona en las carnes y en el alma. Madre se turnaba de cama en cama para prestarnos a sus hijos la calidez de su busto contra nuestro espinazo y el abrigo del nidal de sus brazos, y, así, la raigambre profunda de su ternura nos asía al limo espeso e ínclito que cimentaba el teselado de baldosas.

Madre apacentaba gallinas y unos pocos puercos y zurcía las perneras de los pantalones que arrastrábamos por la ribera y cantaba coplillas que había heredado del acervo de su madre y de la madre de su madre y de la primera madre que alumbró en aquella tierra. Allá, en El Puntal, en Isla Mayor, donde todavía medra el arroz en los humedales como lo hicimos todos, resilientes al suelo salino y tributarios de las nuevas aguas acarreadas por las lluvias y los arroyos.

Con el año nuevo, cuando se vaciaban los campos, le prestábamos a padre las limitadas fuerzas que habían en nuestros brazos para arar y mezclar el fango con la paja sobrante de la última cosecha. Para entonces, dejábamos que descansara el arrozal en los meses siguientes, de marzo a abril; entretanto padre nos leía novelas del oeste y de escritores rusos y hubo un año que leímos al completo La Ilíada de Homero traducida por Luis Segalá y Estalella. Por mayo, volvíamos a llenar los campos de agua y a arar el terreno, dándole cuerpo a la siembra, que llegaría en junio, permitiendo que el arroz creciese hasta que el mes de agosto acababa por inmiscuirse por entre los visillos. A finales de verano recolectábamos los campos y procedíamos al secado del arroz, para seleccionar luego el grano que migraría a la despensa del pudiente y a la alacena del humilde. Con septiembre, padre declamaba la poesía de Garcilaso de la Vega, y lo hacía en mitad del arrozal, al caer la tarde, porque le parecía un insulto recogerse en aquellos versos en un proscenio de menor categoría.

Las carretas, atiborradas de sacos, iban y venían a lo largo de la marisma. Padre marchaba en la mañana. Madre entonaba sus coplillas. Padre regresaba con las últimas luces y otro par de libros de segunda o cuarta mano envueltos en un hatillo. Madre le besaba en la mejilla.

—Otro año. Otra cosecha —decía padre, mirando con fijeza hacia poniente, revolviendo los cabellos del menor de sus hijos.

Madre nos abrazaba a todos, presintiendo los pasos del invierno, y, como si sostuviera entre las manos un tesorillo y no una camada de niños despeinados de ojos grandes y bocas aún más grandes, añadía con orgullo:

—Y a pesar de la helor, esta raigambre.

EL HUERTO DE NAJIB, por Juan González Repiso.

 


Fue mi padre, que amaba la naturaleza con la avaricia de un soñador incorregible, el que me enseñó a cultivar la tierra. Todavía vivíamos en las cercanías de Alhaurín el Grande, llevando una existencia tranquila y sin excesos, que es lo normal para la gente humilde. Me decía: ¡Najib, ven que tengo que enseñarte una cosa! Yo iba corriendo, deseoso de descubrir qué tocaba hacer aquella mañana. Y era raro el día en que no me acostaba sabiendo algo nuevo sobre las semillas, las hortalizas o las hierbas aromáticas.

            Yo, que nací en el sha'ban del 845, con apenas veintidós años viví mi primer éxodo, el primer desgarro geográfico. Huimos de la inseguridad provocada por las constantes escaramuzas fronterizas con los cristianos.

            Desde entonces me dedico a mi huerto y a un puñado de animales en los arrabales de Móndujar, en el feraz valle de Lecrín, entre las Alpujarras y el mar. Este es mi pequeño universo, mi paraíso, mi vocación, en realidad. Alimento a mi familia con lo que siembro y me encanta sentir el frescor de la sierra cuando cae la tarde y puedo descansar tras muchas horas de binar terrones y arrear a la mula.

            Nunca he sido un hombre de ciudad, ni de alhóndigas concurridas, ni siquiera de zocos y, menos aún, de multitudes. Mi mundo empieza y acaba con las lechugas, las cebollas, las calabazas, los ajos y los puerros que recolecto con orgullo. Y junto a la puerta de la casa, yerbabuena y romero, para dar olor a este mi rincón granadino. Mi familia y yo nos sentimos bien sembrando y recogiendo lo que nos proporciona el sustento. No hemos pedido al Altísimo otra cosa desde que llegamos a este generoso valle. Y damos las gracias por ello cada día.

            Pero hace un año, más o menos, con cincuenta y un años ya a mis espaldas y apenas una década después de que los reyes cristianos tomaran posesión del castillo rojo, una pragmática castellana nos obligó a una conversión forzosa a su fe. Ahora nos llaman moriscos; ya no somos mudéjares, que en mi lengua viene a decir Al que se le permite quedarse. Nos dejaron permanecer en las morerías, como ellos las llaman, igual que a los judíos en sus aljamas. Poco queda del espíritu de las Capitulaciones de Santa Fe, que prometían respetar nuestras costumbres mientras no diéramos problemas. Con la nueva orden, que se aprobó tan solo unos días después, ni siquiera podemos cambiar de reino. Se excusaron en la Rebelión de las Alpujarras y del Albaicín, pero yo, y muchos otros, estábamos recolectando o abonando los cultivos; no hemos sacado nunca los alfanjes pero tampoco  hemos quemado el Corán en la plaza de Bib-Rambla, como hicieron algunos. La más terca de las injusticias se ha cebado con nosotros. 

            Ya no puedo abandonar mi huerto, es la razón de ser de mi vida entera, y Al Ándalus la tierra donde nací y donde he aprendido a disfrutar de los arroyos, los bosques y las montañas, como el milano disfruta soberbio de la tierra que sobrevuela. No imagino una existencia fuera de aquí, estar en otro mundo que no sea mi casa de labranza rodeada de un huerto, un granero y una pequeña era para el cereal. Un lugar mágico, por donde fluye el agua como un regalo del deshielo de Sierra Nevada, y que corretea nerviosa hacia los naranjales por las faldas. Una comarca donde el viento mece los olivares blanquecinos para incitarlos a crecer.

            El penúltimo sultán de Granada, Muley Hacén, que murió en el año en que cayeron los valiosos pueblos del oeste del reino, fue enterrado en el castillo de Mondújar por voluntad de su hijo Boabdil. Y yo, que si tengo que irme sufriré un martirio parecido al que vivió el nazarí cuando tuvo que salir rendido de su palacio, ruego al Todopoderoso que nos permita seguir viviendo en estos campos y ser enterrado, cuando me llegue la hora, en este huerto que es lo más hermoso que he conocido en la vida.

LOS PIMIENTOS DE LA FEFA, por Rafalé Guadalmedina.

 


Ha llegado el momento de enfrentarme a él. Ha tenido que ser una mudanza la que me empujara a tomar una decisión: abrirlo y comer de él o empaquetarlo junto al resto de alimentos y abandonarlo más tiempo en una leja de una nevera distinta. Es un bote de cristal. Contiene algo más que unos pimientos asados. Conserva en perfecto estado el cariño de mi abuela, la Fefa, y con él las raíces de nuestra familia enterradas en tierra yerma.

Tomo el envase y lo observo fijamente. Los pimientos verdes y rojos permanecen expectantes. Puedo imaginarme a la Fefa levantándose con los primeros rayos del sol para acercarse al Chorro —una extensión de terreno con huertos rodeados por imponentes olivos— a recoger los pimientos que tenía sembrados. Aún la escucho quejándose del calor o repitiendo que «Virgen de los Dolores, yo ya no tengo cuerpo para ir a esos huertos». Al llegar a su casa, intuyo, pondría a secar los pimientos hasta que finalmente sacara la paila de hierro para asarlos en varias sesiones sin descanso. «Estos pimientos valen una fortuna», estoy seguro que sentenció orgullosa. Terminado el proceso de asar, se armaría de cuchillo y paciencia para retirar escrupulosamente las pieles ligeramente tostadas. En un fuego distinto, con unos tomates, cebollas y berenjenas, sembradas también en el Chorro, la Fefa prepararía una salsa que, junto a los pimientos y aceite, conformaría el interior de cada uno de los tarros de cristal. Todos los botes nadarían en una olla con agua hirviendo, garantizando que estos permanezcan sellados a la perfección.

Después de meditarlo, me decido a abrir el bote que me desafía. Cojo una cuchara y paladeo su intenso contenido. Su sabor me transporta de nuevo a los brazos de la Fefa. La recuerdo cinco años atrás, cuando acudió a la capital a someterse a sus chequeos sobre la salud de sus riñones. Una vez atendida por el especialista, esperaba mi llegada en la puerta del hospital, «Cucha el zagal, que ya no quiere juntas con su abuela», gritaba en tono burlón antes de lanzarse a besarme como sólo las abuelas besan a sus nietos. Había venido acompañada de un caja de cartón perfectamente cerrada con hilo de palomar. «Esto es para que no pases hambre, que te estás quedando hecho un palo», decía antes de entregármelo. Además de un par de los tarros de pimientos en conserva, la Fefa había metido un par de tripas de salchichón, chorizo, morcilla, relleno y queso, perfectamente liados en papel de periódico usado. La educación de mi abuela Fefa y su generación era la de aprovechar al máximo los pocos recursos de los que disponían. Cuando el conductor del taxi la apremiaba, nos despedíamos y ella emprendía el viaje de regreso al pueblo.

He de reconocer que, inicialmente, era receloso con aquel derroche de atenciones. Me había instalado en la capital, había acabado una carrera universitaria de título pomposo y trabajaba para una buena empresa. Ya no era un crío. Era como si aquel paquete me sugiriera que no sabía freírme un huevo frito, que seguramente estaría sobreviviendo a base de tapas, comida preconocida o de llamadas nocturnas para pedir comida a domicilio. Tras comerme más de medio tarro de pimientos, echo en falta aquella tradición y lamento no haberla valorado con la emoción que requería.

Recuerdo que estuve atiborrándome durante semanas con los alimentos de aquel paquete. Era el último paquete. Todo era delicioso, natural, de la tierra y de las granjas de allí, enriquecido con el mejor suplemento alimenticio: el amor. Sólo dejé sin abrir los pimientos envasados. A los pocos meses, un resfriado se instaló con firmeza en los pulmones gastados de la Fefa. Las toses y las fiebres se agravaban y terminó ingresada en el hospital más cercano. No me atreví a despedirla, a concebir que algún día se iría para no volver nunca más, que se haría realidad su deseo de descansar porque, como solía decir, ya lo había hecho todo en esta vida. A lo largo de todos estos años no me atreví a dar cuenta de los pimientos de la Fefa, a asumir que sería el último y que a partir de ese momento me alimentaría de sus recuerdos.

Con un pedazo de pan, repelo el fondo del bote y los restos de tomate y berenjena. He de proseguir empaquetando el resto de utensilios y objetos de la mudanza. Limpio el bote que me dio la Fefa y lo seco. En lugar de lanzarlo a la basura, decido guardarlo en una de las cajas que me llevaré al nuevo hogar. Este tarro de vidrio aguardará a las nuevas cosechas para mezclarse con el afecto que la Fefa plantó en mí.

EMPRESA POR SORPRESA, por Emilia García Castro.



Quién le mandaría a Huertas meterse a hortelano. Estaría escrito ese destino en su apellido o sería culpa del aburrimiento de cirujano jubilado; o a causa del descuido de Purina que le dio para leer El horticultor autosuficiente, un viejo libro que llevaba décadas cogiendo polvo en una estantería. 

Se le vino a la cabeza la casa del pueblo, a la que no iban nunca, y comenzó a hacer preparativos porque se acercaba la primavera, época de semilleros.

—Purina, este finde nos vamos a la casita —cuando lo dijo, ya tenía abarrotado el hall de utensilios para la agricultura.

—¿Y qué piensas hacer con todo esto, Huertas? —le llamaba alto y por el apellido cuando se enfadaba.

—Ya lo verás, Purina. Pero te vas a ahorrar muchísimo dinero.

Se le había metido entre ceja y ceja fabricar un invernadero en la parcela de la propiedad para sembrar hortalizas, sobre todo tomates, siguiendo al pie de la letra los preceptos del libro.

Llegado el viernes, él se atavió con un chándal, y ella con vestido negro parisino y tacones. Purina no dejó de mirarle de hito en hito, con el gesto torcido, mientras cargaban el todoterreno con la herramienta. Luego emprendieron el viaje hacia la campiña. 

Al tiempo que su esposa trataba de civilizar la vivienda, que llevaba tiempo sin habitar, Huertas planificó su invernadero con el mismo tesón y eficacia con que antes ponía una válvula o un bypass. 

Soportó las chanzas de su cuñado, el día que este apareció por la heredad y sorprendió a Huertas con la hormigonera en marcha.

—Veo que has descubierto tu verdadera vocación —le dijo con sorna.

Huertas no respondió, porque pensaba contestarle más adelante con una bandeja de hermosos tomates sobre la mesa. Aguantó también las miradas torvas de Purina, la cual trastabillaba sobre la tierra calzada aún con sus tacones de asfalto.

Una vez fabricados los cimientos, compró unos perfiles metálicos, con los que casi saca un ojo al dependiente del almacén, y montó el armazón del invernadero. Después forró con plástico la construcción y empezó con las plantaciones. Realizó los tratamientos y los riegos según el libro y, cuando nacieron los primeros tomatitos, sintió una emoción parecida a la curación del paciente más difícil.

Purina se inició a consumir las lechugas y las acelgas que él cultivaba, que la iban convenciendo de las bondades de la vida en el campo, e incluso recuperó vestidos viejos de su época hippie, y se puso alpargatas y flores en el pelo.

—Ya verás, mi vida, cuando vengan los tomates —anunció Huertas—. Mañana recojo los primeros.

Muchos de ellos ya estaban llenos, la piel tersa y rosada, y deslumbraban en las matas del invernadero. Huertas los vigilaba de cerca, y los regaba como se baña a un recién nacido. Hasta que, el día de la primera recogida, apareció la cosecha arruinada. Los tomates se veían bien, pero su carne resultaba incomible por blancuzca y acorchada.

Se disgustó tanto que Purina tuvo que prepararle unas infusiones que conocía de su época hippie, y asegurarle que su hermano no aparecería por la casita en mucho tiempo para reírse de los tomates. No era de recibo, pensaba Huertas, que un hombre con carrera fuera a fallar de esa manera en algo tan fácil como cultivar tomates.

Le sirvió, como único consuelo, que la mata del centro se había salvado, y vigiló aquella planta de cerca al borde de la crisis nerviosa. Pero el día que fue a recoger los frutos, observó que tenían unas horribles manchas negras por dentro. 

—Purina, voy a hacer unos recados a la ciudad —y salió despepitado dejando el invernadero cerrado con llave.

Compró unos tomates estupendos en un supermercado y regresó con ellos ocultos en el maletero. Esperó a que Purina se fuera a echar la siesta para escaparse a la huerta, tirar los tomates malos y colocar en su lugar los nuevos. A base de un pegamento potente, quedaron muy naturales en la mata, bermellones, impresionantes, a punto de estallar en una ensalada. Llamó a Purina, haciéndose el tranquilo, para darle un paseo por el invernadero.

—Fíjate, cariño, que yo desconfiaba, pero lo has conseguido, ¡son maravillosos!

—¿Qué te dije yo? Y mucho más baratos que los de la tienda. Esta noche nos comemos unos cuantos.

Estaban preparando la cena al lado de los tomates, que les desafiaban con su belleza desde un bol de cristal. Purina comenzó a lavarlos cuando notó algo adherido.

—Huertas, ¿qué es esta etiqueta?

El cirujano sufrió un vuelco de corazón, y un golpe de frío y calor a la vez; notó temblor en las piernas y la voz débil como de flauta. Estando casi todo perdido, decidió lanzarse en barrena. Cogió la etiqueta y se la pegó en la frente.

—¡Sorpresa, sorpresa! Es para anunciarte que acabamos de emprender nuestra franquicia de hortalizas. ¿Te gusta la marca?

—Pone Temato —respondió ella, incrédula.

Huertas se arrojó a abrazarla medio asustado de sí mismo, porque, sin saber cómo, se había convertido en empresario. Cualquier cosa antes de reconocer que aquellos no eran sus propios tomates. Si había que montar una empresa, se montaba a la tremenda.

Pasó la noche sin dormir, pensando lo que sería para un cirujano cardiovascular la vida de franquiciado de tomates, y qué dirían sus remilgados colegas del hospital cuando se enterasen.

—Cariño, ¿crees que me iría bien fabricar salsa de tomate como Paul Newman? —preguntó su mujer, que también estaba desvelada—. ¡Era tan guapo!

Huertas estaba más que agotado, y ya no tenía fuerzas ni para un ataque de celos.

—¡Por supuesto, mi vida! Oye, tienes que invitar a comer a tu hermano, Purina, que tengo que regalarle un libro antiguo que es precioso.

Y Huertas hizo lo que pudo por descansar en medio de sueños terribles, en los que se metía a cultivar frutales y hacer su propia sidra, en un lagar enorme que construía con sus propias manos, siempre según los consejos de El horticultor autosuficiente.

ADIOS RAFAEL, por Pedro Navazo Gómez

 


Hoy ha llegado carta y postal adjunta de Rafael, un compañero, y amigo, asiduo de las reuniones literarias a las que asistimos cada mes. La envía desde el pueblo de sus orígenes, a donde se ha marchado hace más de un mes, apenas sin despedirse de nadie.

            Y la recibo con la natural sorpresa que cualquiera lo haría, ya que no es tiempo de cartas; y mucho menos de postales de Plaza Mayor con fuente sin agua y escudito en la parte superior izquierda, que estas pasaron al olvido allá por los años de Maricastaña.

            Y tal como la leo, la transcribo: bueno, mor de ser sincero, he cercenado algún párrafo por considerarlo personal, pero en conjunto permanece tal cual.

           

   Recordado y muy querido amigo Pedro:

   Quiero disculparme primero por la muy exigua despedida en mi marcha, pero sabes bien que decir adiós no es cosa mía, mas, siendo sincero, declaro que necesitaba y mucho salir de Bilbao, respirar otros aires, conversar con otras gentes…, y así lo hice.

   Los años (rozo los 80) me pesan no sabes cuánto y te confieso, algo achicado, que las cosas, y acontecimientos, que últimamente transitan ante mis ojos cada vez me dicen menos, quizá por eso he venido hasta este rincón castellano pinariego buscando, si cabe, viejas sensaciones, un buen puñado de colores en los atardeceres y aquel olvidado silencio de los amaneceres que tanta falta le hacen a mis cansados ojos y a mis cada vez más embozados oídos.

   Aquí el pueblo se apaga, comparsa lo hacen sus escasos vecinos, se nota en sus miradas húmedas y en ese ligero aire de resignación que se respira en sus calles, quizá producto del vientecillo helado que viene y los recorre desde el pinar cercano que se mece al otro lado del río.

   Fíjate, querido Pedro, que desde lugares como este, no hace tantos años partieron a la ciudad muchos de los que hoy nos administran nuestras vidas y haciendas. También nuestros abuelos, padres y algunos de nosotros nacimos en pueblos así, aunque pasado el tiempo estemos urbanizados de tal guisa, que rascándonos el polvo del asfalto nos quedamos en nada.

   Quería con este viaje cerciorarme de si era capaz de sentir lo mismo que un día sintieron aquellos que se quedaron, los que no marcharon, los que prefirieron morir aquí y no lejos de su tierra.

   Probar si podía pasar sin leer el periódico mañanero en la barra del “Maider” mientras me tomo el café, si fuera posible desprenderme del ruido de los coches, si no echaría de menos nuestros paseos matutinos por la ría o perdiéndonos en el Casco Viejo y tus entrañables parrafadas; quería, en definitiva, vivir conmigo, dejarme llevar sin darle al magín más que lo necesario para saber que sigo vivo.

   ¿Y sabes que es agradable darse cuenta de que el mundo sigue su marcha sin importarle un rábano tu ausencia?...

   Me siento bien y eso basta, que últimamente no me encontraba ni en el espejo, que dicen los Estopa. Bueno, no te doy más la paliza que sé de sobra que bastante tienes con lo tuyo. Ya sabes que no te llamaré por teléfono, y creo también que tardaré en volver a escribir, que esta la hago por quedar bien ¡oye! y que no lo hacía desde que estuve en la mili y mandaba cuartillas a mi santa.

   Hazme un favor: ¡cuídate!

 

            Así concluye la carta y al guardarla no he podido evitar pensar que el bueno de Rafael ha hecho como dicen que hacen los elefantes al llegar a viejos, retirarse a no se qué lugar en busca de un hueco donde aparcar sus huesos.

            Yo comprendo y respeto su decisión, pero también deseo que no sea una retirada definitiva y vuelva más pronto que tarde, que ya echo de menos su compaña y atinada conversación, y a la vez quisiera recordarle a mi querido amigo una frase que le he oído decir repetidas veces: “Muchacho, el campo de juego no se abandona hasta que el árbitro no pita el final del partido”

   Si no te expulsan por cometer falta -remataría socarrón Rafael.


LA LLUVIA, por Rocío García.

 


Las mozas, María y Luisa, avanzan por la red de senderos, perseguidas por la polvareda que levantan sus pasos. Ambas detienen la marcha en el prado donde trabaja la familia. Padre, madre y el primogénito recogen los haces de heno, que cargan a la espalda para depositarlos en el carro tirado por vacas.

Las dos hermanas saludan, dejan la comida a la sombra de un par de árboles cercanos y se unen a la incesante actividad hasta que el implacable sol llega a su cenit. El hambre aprieta. Todos devoran el puchero, rebañan con pan y beben agua fresca del botijo.

—Manu, hermano, déjame ir contigo a la verbena esta noche —susurra Luisa aprovechando un descuido de los padres.

—¡Ni hablar! Quédate en casa esta noche y no empeores aún más las cosas.

—¡Pero a tí siempre te dejan hacer lo que quieres!

—¡Ojalá tuvieras razón!

A media tarde, los cinco emprenden a pie el viaje de regreso al pueblo con el carro lleno de seco forraje. Las centelleantes tejas de pizarra y los gruesos muros de piedra contrastan con el paisaje agrícola y ganadero castigado por la sequía. La vegetación, que antaño resistía verde y frondosa, agoniza bajo los cielos azules. La familia se santigua a las puertas del camposanto y rodea todo el pueblo.

Las vacas aceleran el paso hasta plantarse junto a la casa. Un par más de maniobras son necesarias para alienar el carro con el balcón de la planta alta. Solo entonces las vacas se liberan del yugo: sacuden la cabeza, mugen y trotan hacia la entrada del establo que María se apresura a abrir.

María casi tropieza con padre, que recoge los haces con la horquilla para depositarlos en el balcón, mientras Manu los ordena de forma concienzuda. La moza vuela al encuentro de Luisa y madre en la era trasera. Las dos mujeres limpian los garbanzos sentadas en taburetes. Las manos agarran un puñado de vainas, esparcidas en una raída lona, y las desgranan. Los rastrojos se depositan en un cesto de mimbre y los dorados garbanzos en un saco de esparto.

—Madre, quiero ir a la verbena.

—No insistas.

—¡Volveré pronto!

—¡Ni se te ocurra desobedecer!  —sentencia a Luisa y encomienda a María—. Niña, ¿qué haces aquí? ¡Ya estás tardando en ir al prado a por las vacas! Llévalas al establo, ordéñalas y limpia la mierda.

—Sí, madre.

En la penumbra, María despierta sola en el jergón y rebusca inquieta con la mirada. Sus ojos se clavan en una Luisa que, vestida con sus mejores galas, ruega silencio dedo índice en los labios. María vuelve a cerrar los ojos. Luisa sale de la casa a hurtadillas.

Los primeros rayos de sol espabilan a María, que salta del jergón vacío. La moza desayuna y abre las puertas del establo. Una, dos, tres y cuatro  vacas desfilan ante María y la acompañan al prado cercano. Deja a las vacas pastando, deshace sus pasos y madre la aborda nada más pisar el zaguán.

—María, ve a por flores de cardo para la tía Adela —ordena madre.

—Sí, madre —asiente María, que coge una cesta y las tijeras de podar, y  antes de salir pregunta—. Luisa, ¿vienes?

—No —interrumpe padre reteniendo del brazo a la joven de ojos llorosos—. Luisa se queda.

María corta los tallos de las flores, que sirven para hacer cuajo una vez secas. La cabeza está ausente y pincha los dedos con las espinas. A María le gusta la compañía de la tía Adela, la única hermana viva de padre, que pastorea las ovejas y vende queso artesanal en los mercadillos y ferias.

Cuando se escapó, lo vendió todo y probó suerte en la ciudad. El querido se quedó cojo en un accidente laboral y la tía Adela comenzó a trabajar en una fábrica textil. El pobre diablo se entregó a la bebida y regresaron al pueblo con la esperanza de que el campo aliviara su delicado estado de salud. Solo aguantó un par de inviernos y murió de unas fiebres. La tía Adela, viuda tan joven, sin hijos y que no quiere volver a saber nada de hombres.

María vuelve al pueblo con la cesta rebosante. Llama a la puerta de la tía Adela. Nadie responde. María se encoge de hombros, sacude la cabeza y reanuda la marcha. La siguiente parada es el hogar.

—No entres, María. Padre y madre están hablando —avisa Manu que, sentado en el banco de la entrada, talla rabioso un trozo de madera con la navaja.

—Solo será un momento.

Manu niega con la cabeza. María entrevé por la ventana a padre y madre discutiendo con un joven del pueblo vecino y, más retiradas, a una tía Adela que consuela a Luisa. María, rendida, se deja caer en el banco. Silencio incómodo.

—¿Qué ha pasado?

—Ayer noche la encontré en la verbena, ¡cómo no! ¡Siempre tiene que salirse con la suya y todo lo demás le resbala!

—¿Padre y madre también están enfadados contigo?

—Creo que no. Les dije que estuvo todo el rato bailando con Pedro y que no los perdí de vista en ningún momento.

—¿Por qué él está en nuestra casa?

—María, no todos los hombres somos tan malos como el tío Ramón. Pedro es amigo mío y quiere hacer las cosas como Dios manda.

—Pero... Luisa está llorando.

—Deja de husmear. Quédate aquí y no dejes entrar a nadie hasta que salgan. Voy a la cantina.

—Sí, Manu.

Una, dos, tres gotas caen al suelo. María percibe la humedad en el aire y mira expectante a los cielos. Una nube, avanzadilla del ejército, destrona al sol. La llovizna resplandece.