La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 17 de mayo de 2018

REVISTA HEBRA

Lugar de Edición: Guadix
Editada por la Asociación Para la Promoción de la Cultura y el Arte "La oruga azul".
ISSN 2605-0854

Nº1


Nº 2

Nº 3

martes, 15 de mayo de 2018

HEBRA. Revista Literaria.Nº 3 mayo 2018


ISSN 2605-0854

SUMARIO

Jurado: 
José María Molas Tresserras (redactor de prensa y Licenciado en derecho)


Poesía












Relato









A LOLA, Jose Antonio Guzmán Pérez




Nunca supo el secreto… Por otra parte, para mi sentimiento, gota a gota de puro aljibe,  textura de eco guardado en el tiempo, donde sus entrañas engendran y expanden a la luz, un te quiero, tan profundo como real.
Como un delicado céfiro azul, entraste en mi claroscuro universo, bella reminiscencia,  juegos y risas en patio de gorriones y palmeras, instantes de mediodía,  de vivos colores en tu compañía,” niña de olor a naranja”.
Se impone el olvido a las raíces engendradas. Sigo sangrando intentando olvidar, otros campos yermos. En la oscuridad se forja mi luz y en silencio, mi tintero, caudal,  zaguán abierto, pañuelo que enjuga mis miedos, vives y olvidas.
Cuán acerada espina, es el beso de labios silenciados, ígnea alma, minarete de plata en noches sin nodriza, alas de espino elevan la febril quimera, de percibir el incienso carmesí de la primavera, en un corazón otoñal.
Segundos de arena se perpetúan en cuello de cristal, susurrando promesas rotas junto a la encalada celosía.
Hoy, encadenados a la realidad, solo somos huellas amparadas por el frescor de la piedra, añorado incunable donde el aedo amanecer, expresó odas a la atardecida malva.


EL VIEJO FÉLIX, por Tomás Sánchez Rubio




            Nunca supo el secreto. Desde que tenía uso de razón, Damián había visto siempre a su padre con una sonrisa en los labios y una mirada serena y limpia. Recordaba esa actitud como recordaba la inabarcable angustia que le causaban las continuas bombas que caían, junto con el día, caprichosamente a su alrededor, o bien la desaparición constante, ineludible, inmisericorde, de sus seres queridos. En medio de todo aquel horror que su familia y él, siendo aún un niño, conocieron, el viejo Félix, como ya entonces le llamaban amigos y vecinos a su padre, nunca pareció dar muestras de flaqueza, de miedo.  El resto de las víctimas se rompían y se desdibujaban por el dolor. Un dolor tan lacerante que les encogía el corazón y les hundía la cabeza entre los hombros; que les helaba los huesos y les vaciaba los ojos de humanidad. Aprendió Damián que el dolor extremo nos acobarda y nos llena de cal el alma. Ya no queda lugar para la rabia. Incluso el odio, tan fuerte en los comienzos, acaba desapareciendo como termina disipándose el humo de una hoguera cuando la noche lo hace confundirse con el infinito cielo azul cobalto.
            Sin embargo, la figura amable de su padre brillaba como rescoldo que se resistía a apagarse entre todo aquel océano de polvo y ceniza.
            A pesar de haberlo perdido todo -mejor dicho, casi todo, pues le quedaba el pequeño Damián-, el viejo Félix siempre tenía una palabra amable para los demás; hablaba como si hubiera de existir un mañana mejor, haciendo continuamente planes para el futuro.
            Muchos años después, muerto el viejo Félix por el agotamiento de un corazón que había sufrido, al fin y al cabo, tanto como el de todo su pueblo, Damián seguía sin adivinar el secreto del optimismo de su padre. Solo sabía que, sin quererlo, él mantenía esa despreocupada actitud delante de su propio hijo, Eliazar, la única persona que vivía y jugaba con él entre las ruinas de lo que algún día había sido su mundo, un mundo tranquilo y en paz.

NUNCA SUPO EL SECRETO, por Isabel Rezmo



Hablar entre la boca, intentando llegar
al espacio que se queda perenne
entre el diafragma, y el lado
del nenúfar.

Queda petrificado en los ojos que intentan
descifrar palmo a palmo, registrando
como un desertor, como un náufrago del apetito.

Nunca, intentó llevárselo al burdel, para no caer
en las caderas de una copa disfrazada de azul.

Los labios son un corrector,
la carga que va agitando el saludo  colándose
en todas las habitaciones de la casa,
en todos los establecimientos de ultramarinos presentes
en la calle.

Las aceras son un síncope,
una bajada al bocado del labio que dicta taquicardias 
e injerencias,
mientras el cielo no se da cuenta de los raíles 
que atraviesan los renglones.

Y el secreto dormita, se agita, se vierte, se desangra, se cuela en la celosía o en el foco
de la noche como un náufrago.

Hasta caer insensato por el poder que nunca tiene bastante,
ni  siquiera en los dientes, 
en el papel, en el aire, en el charco.

NUNCA SUPO EL SECRETO, por Custodio Tejada.




            I

Aquella primavera
se marchitó muy pronto
y el jardín quedó umbrío.
Nunca supo el secreto
que escondía la flor
en su silencio
hasta que abeja y miel
despertaron la luz
de un sueño largo.

            II
Abejas somos
de los instantes
que como flores
ceden el néctar
de su olor y su polen
a nuestra vida
tantas veces marchita.
Y mientras tanto,
el tiempo hace la miel
con los recuerdos
que, al fin y al cabo, son
la colmena del ser
que nos define.

DIVERGENTES, por Isabel Pérez Aranda.




Nunca supo el secreto, sus vidas transcurrieron en línea a sus estrictos deseos, amistades las justas y sin muchas concesiones, nunca demasiado tiempo en un lugar, siempre lejos de la familia, prácticamente sin relación. Viajaron cuanto pudieron, en una época en la que ser diferente conllevaba cierta discreción, aún así, desarrollaron un sexto sentido capaz de entrever en un solo gesto el rechazo, eso les hizo muy peculiares, o quizás ya lo eran; su exquisita forma de vestir, las veladas en los mejores restaurantes, donde alguna que otra vez compartían con devotos iguales, disfrutar de lo mejor era su apuesta de vida. Nunca supe su secreto, aunque a veces lo intuí, realmente no importaba, hubo pasión
y amor incondicional, deseos concretados y un lugar con vistas donde permanecer eternamente.


NUNCA SUPO EL SECRETO, por Marian Orruño Touzón.



Nunca supo el secreto; eso creyeron...
Lo descubrió a través de los años, no fue pronto ni tarde, fue...  
Ver a su madre y su insaciable coquetería, su afán por gustar a los hombres, le gustaban tanto como a él el regaliz de palo o aquellos pirulís de caramelo envueltos en barquillo.
Se dice a los niños bobaliconamente y le decían: "cómo te pareces a tu padre" mientras su madre al escucharlo sonreía complacida sintiéndose fuera de toda duda, cada afirmación la liberaba y él la observaba analizando su sonrisa...
Constantemente miraba su imagen en el espejo del baño, el lugar idóneo, secreto, sin interrupción alguna devolviéndole éste un rostro diferente al de su padre. Los rostros se heredan, si bien, no absolutamente siempre, pero tan opuestos. Nariz aguileña su padre, ojos huevones, labio fino, sus mejillas caían como las de un bulldog, nada con él.
Fumaba en pipa y leía novelas del Oeste, no tenía más vicios. A su pipa la llamaba cachimba, tenía varias. Echaba humo por boca y nariz igual a la chimenea de Altos Hornos.
Aún recordaba aquel olor, suave, dulzón del tabaco de su pipa, su tono beige como el mueble de la entrada. Sin embargo, con todo eso, su cachimba echando humo, su buen vestir, tan alto y esbelto, era antipático, desagradable, sin gesto amable, sin palabra alguna durante casi todo el año hasta llegar las vacaciones e ir al caserío de la tía Ramona. Y entonces, sin la presencia de su madre, su padre se transformaba en otro hombre, subían a la sierra y escalaban el pico  Marina, nadaban en el río, en verano, aún, helado. Hablaban, hablaban de cualquier cosa, como si de pronto, él, su hijo, existiese, su padre le dirigía la palabra...  
Fue deductivo, no le quedó otro remedio, algo había entre su padre y su madre, algo inconfesable y él jugaba en ello un papel importante.
Si se hubiese casado su padre con la tía Ramona, ahora sería su hijo, el hijo de la tía Ramona y no de su madre y lo más importante, no existiría aquel malestar bloqueando a su padre con él.
La tía Ramona, le gustaba la tía Ramona hija de un hermano de su abuelo, por tanto prima carnal de su  padre. Fue el mayorazgo el que la concedió la propiedad de aquella inmensa finca, disfrutándola, también, su familia, los veranos. Si se hubiese casado su padre con ella serian propietarios de aquella tierra, pero cada uno se casó por su cuenta y riesgo, la tía Ramona con un criado que ayudaba con el ganado y las faenas del campo desposeído de tierras, expulsado de su caserío por su hermano mayor. Un hombre, su nuevo tío, pequeño y feo, muy trabajador, sin embargo, no es un atenuante, seguiría siendo feo aún trabajador, trabajador y feo al mismo tiempo. Su pelo tan negro tenía visos azules, al igual que la barba de Barba Azul los tenía, más joven que ella, dieciocho años mayor la tía Ramona, un escándalo fue aquella boda, él lo supo hacer, la dejó embaraza y ella se dejó, él tenía veinte, y ella treinta y ocho, se estaba quedando soltera; a éste no quiero porque no tiene fortuna y el otro con más fortuna aspiraba a otra más refinada de la capital de aquella provincia.
No se apreciaba entre ellos la diferencia de edad, él era tan feo, tan vasto que aparentaba muchos más años y ella, tan alta, tan bella, tan jaca enjaezada, con aquellos andares cuando subía a la pequeña huerta de diario a coger la lechuga o la berza o cualquier otra verdura que comeríamos a mediodía.
Hubiese sido una boda consanguínea de haberse casado con su padre, y qué, tenía un compañero de colegio, sus padres eran primos carnales y no pasó nada.
El conflicto siempre presente entre su padre y madre; su madre tan casquivana, tan hermosa, tan divertida, tan...
Tenía un gran trabajo por hacer, difícil, complicado para alguien que no deseaba, al fin, conocer la verdad... Sería una especie de inquisidor, tendría que reconocer y volver a hacerlo y comparar su parecido con los amigos de su padre , con los socios del club al que fueron todos los días de su vida, se estaban haciendo viejos los socios, pasaron tantos años. Debía apresurarse, no es fácil hacer comparaciones de rostros cuando a estos los ha deteriorado la implacable vejez, esperó demasiado tiempo...

OCURRE COMO TE LO HE CONTADO, Consuelo Jiménez Martin



Nunca supo el secreto que guardaba mi libro.
Mentira, su olvido me leía en los brazos de las nubes.
Me leías, me lees…
Sobre la fina línea, cuchillo que mutila la anciana gruta de cangrejos.
Vagabundos que huyen de los ojos del pensamiento.
Ojos, tus ojos, aquellos ojos…
Los míos sentados en tu puerta,
caen otro día más al soplo de un muerto.





NUNCA SUPO EL SECRETO, por Lucía nieto Oliver



Nunca supo el secreto
guardado bajo llave
en mi corazón.

Ni tan siquiera me dijo
si sentía tristeza
ira o dolor...

Sólo admitió su error
como aquél pájaro herido
que mártir cae de su rendición.

Nunca dijo, nunca jamás.

Allá a lo lejos se vislumbra,
quedó muerto partido en dos.



MI HERMANA, por Antonio Peláez Torres



Nunca supo el secreto de la levitación de su hermana. Eran mellizos pero él era más viejo porque añadiendo con este hecho contradictorio que todo el mundo da por bueno, un nuevo secreto, ella debía haber nacido media hora después que él. No era consciente de que las dos cunas estuvieran separadas pero cada vez que miraba fuera de su entorno, veía la de su hermana vacía y a ella levitar por el estrecho habitáculo… como si estuviera en una atmósfera líquida y densa que la mantuviera, con movimientos pausados, suspendida en el aire; como nadando.
No se lo contó a nadie…ni a nadie se le ocurrió preguntárselo. Fue pura casualidad que se enterara de boca de una tía indiscreta, que tuvo una hermana melliza que murió en el parto. Muchas veces, más de las que hubiera deseado, cuando cerraba los ojos para dormir, justo en el momento en que se pierde la conciencia, la veía flotar. Así toda una vida. Antes de morir, con el último latido de su corazón descubrió el secreto: Dios había decidido que él, al igual que lo hacía su hermana, también levitara… Solo que ochenta años después. La media hora tampoco importaba demasiado.


LA BESTIA DESCONOCIDA, por Eduardo Moreno Alarcón


A José Fajardo, que me contó esta historia

Nunca supo el secreto. El abuelo se murió mientras volvía con el rebaño. Mi padre y yo lo encontramos tendido en un sestero, sin la boina, muy cerca de la Fuente de la Parra. Pobre abuelo. Yo creía que dormía. Se estaba tan a gusto a la sombrica de la encina… Pero no era hora de siesta, y él no se tumbaba boca abajo… Ay, me pregunto qué cara habría puesto; qué hubiera dicho si supiera la verdad…  
Él fue quien vio las huellas por primera vez.
Me acuerdo como si fuera ayer. Era un día nublado, de fresco agradable, de esos de abril en que da gusto madrugar (como no soy camastrón, no me importa levantarme con los gallos). En cuanto abrí el ojo, me vestí y desayuné. El pan con aceite me supo a gloria. Antes de salir, para entrar en calorcillo, arrimé el cuerpo a la lumbre (en casa nunca se apaga).
Luego me puse a la faena.
Afuera, la hierba del corral estaba empapada. «Ha chispeao un poquillo esta noche; cuatro gotas na más», dijo mi padre. Se conoce que dormí como un bendito: ni me enteré.
Como digo, esa mañana había neblina. El Prao y el Pico, los dos picachos que resguardan nuestra aldea, ni se veían (y mira que son grandes). Entré en la cuadra a por la mula, le aferré los serones y embutí los cántaros vacíos. Raro es el día que no salgo a por agua. Eché a andar hacia la fuente, sin sujetar al animal, pues ya se sabe de memoria el recorrido, y aunque mula, es bien lista y obediente. Los almendros estaban en flor. Olía de maravilla, como si metes la nariz en un tarro de miel. De paso, saqué mi navaja y cogí collejas de un ribazo. Había para hartarse. A mis padres les encantan. Bueno, y a mí también.
Volvíamos a la aldea cuando el abuelo me llamó. ¡Vaya susto me llevé! Venía con cara rara, blanco de más.  
—¿Qué pasa, abuelo?
Se rascó la calva bajo la boina, así como pensativo. Me preguntó:
—¿Tu padre está en el huerto?
—Sí. Vamos, a no ser que le haya dado un apretón.
Se rió, pero sólo un poco. Se conoce que rumiaba algún problema.
—Dile que lo espero en Royo Odrea, que quiero que vea una cosa.
—¿Y qué cosa es esa? ¿Puedo ir yo también?
A veces soy un poco impulsivo. Lo dije así, de sopetón. Pensé que el abuelo, como estaba tan serio, iba a echarme un rapapolvo, pero no. En vez de eso, sonrió. Me revolvió el pelo y dijo:
—Ay, Tomasín, menudo pieza estás hecho. Anda, lleva el agua a casa y haz lo que te digo, ¡date prisa!
Qué bueno era el abuelo. Cuánto me acuerdo de él.
Me dejó acompañarlos. Mi padre refunfuño un poco, pero no se opuso porque obedecía siempre al abuelo.
Trepamos monte arriba, y luego descendimos hasta el valle que riega el río Mundo. ¡Las vistas desde lo alto son preciosas! ¡Las mejores vistas del Mundo, je je…! Por el camino encontramos un nido de golondrina, de esos que tienen forma de botella. Al fin llegamos al lugar. Era un sitio de paso. Por allí cruzaba muchas veces el ganado. En la tierra, había un surco de huellas muy extrañas. Mi boca era una O.
—¿Tú sabes qué animal deja estas marcas? —la pregunta, claro está, no iba para mí. Igualito que mi abuelo, mi padre parecía desconcertado.
—No tengo ni idea, Virgilio. Es la primera vez que veo una cosa así.
Esas pisadas me dejaron boquiabierto y amoscado. Eran rarísimas. ¿Qué clase de bestia se ocultaba en Royo Odrea?
Lo reconozco, los días siguientes no dormí tan del tirón. Me parece que hasta tuve algunos sueños de cagarse.

Sería a la semana más o menos. El domingo por la tarde, mi padre se fue a echar la partida al bar de Avelino. Entre orujos y cigarros, contó el misterio a sus amigos, por si alguno podía darle alguna pista. Y fue Lorenzo, el boticario, el que dijo de ir a verlas.
Y allí que se plantaron otra vez.
Y al ver aquellas huellas, Lorenzo voceó:
—¡Coño, Marcelo! ¡Esto no lo ha hecho ningún animal! Estas marcas son de máquina, de ruedas de automóvil. Vi algunos cuando estuve en Albacete.


El SECRETO DE ELMER, por Pedro Pastor Sánchez.



Nunca supo el secreto.
Por más que trató de averiguar el porqué de aquel comportamiento errático de su marido, Rose no consiguió jamás saberlo.
En un principio, achacó el cambio en sus hábitos a que se estaba adaptando a su recién estrenada jubilación. Había pasado de estar todo el santo día, de arriba abajo, realizando el reparto postal por media ciudad, a disponer de todo el tiempo del mundo para dedicarse a su gran pasión: la jardinería. Esos primeros meses, tras el merecido retiro, los pasó remodelando por completo el pequeño jardín que había ido cultivando durante años frente a su casa, situada en el campo, a escasas millas de la pequeña población. Colocó la vieja bicicleta, que le había servido de medio de locomoción, en un lugar prominente, rodeada de coloridas petunias y azucenas. Colgando del manillar, la gran cartera de piel que le acompañó durante tantos años, pegada a su espalda. Todo ello bajo la protección de un pequeño soportal, con tejadillo de pizarra, que la preservaba de las inclemencias del tiempo.
Vivieron apaciblemente, y por fin pudieron hacer ese viaje que ella tanto tiempo había estado reclamando, hacía mucho que no viajaban juntos. Aprovecharon su incursión en la costa para visitar a su hija Mary, que vivía con su marido Jordan al sur de la bahía. A Rose le hubiese gustado tener nietos, le encantaban los niños. Todavía recordaba con cariño los años que se dedicó a la docencia en aquel pueblecito del interior del país, hasta que aquel día agosteño, de vacaciones en la playa, conoció a Elmer y renunció a todo para estar con él. De no haberlo hecho, seguramente la distancia que separaba sus domicilios hubiera sido la losa bajo la que hubiesen enterrado su incipiente relación.
De repente, las prioridades de Elmer empezaron cambiar. Si bien parecía que durante ese tiempo había perdido apego a las calles que tanto había pateado durante su vida laboral, una mañana, en concreto un lunes, bien temprano, con la excusa de ir a comprar unas semillas, se fue por el camino hasta el cruce, y enfiló la carretera. Lo extraño fue que, en lugar de subir al autobús ―no volvió a utilizar su viejo Cadillac desde que tuvo un susto, un breve desvanecimiento, y se salió de la carretera, sin mayores consecuencias― cogió su vieja bicicleta, retirándola del florido pedestal, y a pedaladas hizo el trayecto. Apuró su regreso hasta la hora de la comida, volviendo con las manos vacías. En esta ocasión, no encontró la variedad de flores que buscaba, le dijo.
Ese mismo ritual lo hizo durante toda la semana, de lunes a viernes, poniendo cada día una excusa distinta para justificar su traslado a la ciudad. Elmer nunca fue un hombre muy elocuente, al contrario, costaba arrancarle una frase. Todo lo contrario que Rose, tal vez por eso se complementaban tan bien, la una necesitaba de una audiencia fiel, el otro se alimentaba de las historias que le contaba. Pero este distanciamiento repentino le creaba a Rose un gran desasosiego, y así se lo hizo saber a su hija en conversaciones telefónicas, la cual trató de quitarle importancia.
Esta rutina la mantuvo a la semana siguiente, así que el miércoles ya no pudo contener más su curiosidad, y le preguntó abiertamente.
―¿A dónde vas hoy?― inquirió con tono áspero.
―Necesito alguna herramienta para el jardín―le respondió Elmer mientras ajustaba la pequeña canasta a la parte posterior de la bicicleta―. Se me ha roto el rastrillo pequeño, y los guantes ya están destrozados, toca reponerlos.
―Si quieres te traigo lo que necesites. Yo también tengo que ir a la ciudad, me he quedado sin azúcar y quiero hacer ese bizcocho que tanto te gusta― se ofreció, fijando la mirada directamente en su pupila.
―Oh, vaya...gracias― respondió Elmer vacilante― pero es que también quisiera hablar con Joe, su hijo me dijo que se encontraba algo peor. Si quieres, te evito el viaje y lo traigo yo. ¿Cuánto necesitas?
Minutos mas tarde se marchó con el dulce encargo, a pesar de que la despensa rebosaba de azúcar, mientras el amargor recorría la garganta de Rose. No estaba dispuesta a seguir así, sin respuestas. Quitó la lona del coche y con cierto nerviosismo se dirigió a la carretera. Cuando llegó al stop del cruce y se detuvo, los rayos del sol mañanero la deslumbraron por un segundo, pasando al mismo tiempo por su cabeza la fugaz idea de volver a casa. Era absurdo lo que estaba haciendo, vigilando a su marido, nunca le había dado razones para desconfiar. El estridente pitido de una furgoneta que estaba siendo rebasada por un bólido rojo, justo en ese punto donde todavía la línea era continua, borró este pensamiento, y finalmente se incorporó a la vía.
Se dedicó a recorrer con parsimonia las calles. Elmer no se encontraría demasiado lejos de su bicicleta. Y así fue, la halló atada a una farola, justo en la puerta del hospital. Parecía que sus miedos eran infundados. Tal y como le había dicho, Elmer estaría visitando a su amigo Joe ―fueron compañeros de armas décadas atrás― del que le constaba que sufría una grave dolencia desde hacía tiempo. No obstante, esperó aparcada a cierta distancia, hasta que vio aparecer a su consorte, que recogió el velocípedo y se dirigió al centro de la población. Lo siguió, ya tenía pensada la excusa que le daría si por un casual Elmer identificaba el vehículo. No fue necesario usarla, a unos pocos metros, frente al Ayuntamiento, Elmer volvió a poner pie a tierra, y se introdujo en el Consistorio. Sin duda cambiaría impresiones con Jim, el alcalde, el hijo de Joe.
Aliviada y a la vez avergonzada por su falta de confianza, decidió aprovechar el viaje para hacer algunas compras. Se apeó y recorrió la zona comercial. Una hora más tarde, con sus brazos cargados de bolsas, volvía hacia el coche cuando de nuevo se encontró con la bicicleta de su marido. Esta vez estaba apoyada en la fachada de la farmacia. Se acercó a la puerta, le enseñaría a Elmer sus adquisiciones, y así podrían volver juntos a casa. Pero cuando se aproximó, a través de las cristaleras pudo ver cómo detrás del mostrador, junto a la entrada de la rebotica, su marido se fundía en un prolongado y efusivo abrazo con la farmaceútica.
Ethel, la farmaceútica. El amor adolescente de Elmer volvía a aparecer en su vida. Rose conocía su historia, él se la contó una vez que, algo embriagados, al principio de su relación, confesaron sus vaivenes amorosos. El tronco de uno de los árboles junto al colegio todavía poseía la marca indeleble de aquel amor prematuro que Elmer marcó con su navaja. Pero la vida les llevó por derroteros distintos. Aunque claro, ahora que era viuda, podía volver a llenar su corazón con los rescoldos que quedaran de su párvulo amor.
Volvió al coche con los nervios agarrados al estomágo y flojera en las piernas. Casi se deja un piloto tratando de sacar el Cadillac del aparcamiento, tal era su estado de nervios.
Para cuando Elmer volvió ese día a casa, ella ya había conseguido calmarse. No le dijo nada al respecto, fingió normalidad, y prefirió esperar a ver la excusa que le ponía su marido al día siguiente para volver a la ciudad. Esta vez no la hubo. Muy temprano, Elmer se levantó sin hacer ruido, desayunó frugalmente y con cierta prisa fue al jardín, cortó unas cuantas flores variadas e hizo un colorido ramillete. Lo dispuso en la cesta y partió de casa a golpe de pedal. Rose lo miró desde la ventana de la alcoba. Estaba convencida de que ese ramo estaba destinado a Ethel, pero tenía que estar segura.
El mayor miedo de Elmer era que Rose sufriera. No soportaba la idea de verla lamentarse, por eso, cuando le dieron el diagnóstico, optó por no revelárselo. De todas formas, nada se podía hacer. Según los médicos era ya irreversible, y tan agresivo que era cuestión de poco tiempo que la metástasis empezara a afectar a órganos vitales, reduciendo drásticamente su calidad de vida. Por eso su carrera contrarreloj se centró en dos cosas. Por un lado, despedirse de todos aquellos que le habían demostrado afecto a lo largo de su vida. Como Ethel, con la que siempre mantuvo una hermosa amistad desde la infancia. O Joe, que desgraciadamente estaba pasando por un trance parecido al suyo, y con el que compartió peripecias en la guerra, salvándose la vida mutuamente en más de una ocasión. Por otro lado, dejar como legado algo de lo que Rose se sintiera orgullosa.
Pensó Elmer que su ahijado Jim podría ayudarle con lo que sería su último acto de amor hacia Rose. Ninguna objeción, al contrario, puso a los empleados municipales a su disposición para que en tiempo récord pudieran acondicionar el jardín público junto a la escuela, siguiendo los dictados del cartero. Las flores que portaba aquel día eran precisamente una muestra de las variedades que Elmer había proyectado colocar en el macizo central del jardín, el cual llevaría el nombre de su mujer. Esa era la impronta que pretendía dejar para la posteridad, los dos grandes amores de su vida, su mujer y la jardinería, en un lugar en el que todos sus conciudadanos se sintieran rodeados de embriagadores aromas y belleza.
Pero esa mañana, cuando Elmer acudió a la consulta del oncólogo, recibió el mayor varapalo de su vida, incluso mayor que su funesto diagnóstico. Le avisaron para que acudiera a la sala de urgencias de manera inmediata. Se personó sin saber a que atenerse, confundido por las caras desencajadas del personal que le acompañó al piso inferior. Allí le dieron la noticia del fallecimiento de su mujer, no hacía ni una hora, en accidente de tráfico. Un coche rojo, a toda velocidad, se empotró con el viejo Cadillac cuando éste se incorporaba a la carretera. Todavía por determinar las causas, si por excesiva velocidad del uno, o por imprudencia del otro al haberse saltado la señal de stop. El caso es que Rose no llegaría a ver la placa con su nombre en el jardín que Elmer le quería regalar, a la vista de todos, para demostrarle su amor.

Nunca supo que el motivo por el que Rose estaba ese día en el cruce fueron los celos. Ella murió sin conocer el secreto de Elmer. 

MI SECRETO, por José Antonio Hernández García.



Nunca supo el secreto
ni del mío que me alce,
la fatiga de este desasosiego me asusta.

Acabo de probar mi poema
sin asustar a esta tierra
que me cura en sus alturas,
mientras soy su deriva,
mi secreto es el mismo:

nunca supe de mi valor.

SECRETOS, por Gloria Acosta (Ganador)


imagen: JACQUELINE OSBORN


 Nunca supo el secreto. Veinte años o cinco dan igual cuando la decisión de ocultarlo se toma en el minuto uno. El transcurso del tiempo lo desnuda del halo de inquietud que lo envolvía para vestirlo de cotidianidad. Se olvida su misterio, su opacidad e incluso el dolor insomne que pudo haber ocasionado. Deja de ser secreto, ni siquiera existe.
  Ella lo escuchaba con atención. Observaba sus facciones tan nuevas con aquella barba que le favorecía y a la vez tan familiares y aniñadas. Como un fugaz relámpago sitió la punción de un amor olvidado. El corazón tiene memoria y cualquier chispa consigue por un segundo despertar una reacción física, algo tan insustancial que de inmediato vuelve a perderse en los recovecos del olvido. Le hizo gracia la forma atropellada con la que trataba de ponerla al día de sus logros, la misma con la que exponía de joven sus temas en la facultad en los años donde lo amó en silencio. Por un  instante se abstrajo embebida en la sonoridad de sus palabras tratando de imaginar cómo habría cambiado el rumbo de sus vidas si ella se lo hubiera dicho. Tan libres, tan jóvenes, tan ambiciosos cayendo en el precipicio de lo establecido, en el abandono del objetivo marcado cuando se saludaron por primera vez. Él hubiera renunciado a dirigir la carrera política del presidente y ella vería los reportajes de guerra en las noticias, vendería su cámara y renunciaría al World Press Photo. Puede que incluso la abnegación hubiera sido solo de ella. Podría haber seguido adelante sola, abrir un estudio fotográfico donde plasmar sonrisas de bautismos o comuniones, besos de boda o felicitaciones de aniversario, y luego en casa la implacable presencia del pasado en otro rostro infantil,mientras él escalaría puestos en el periódico hasta conocer al candidato y dirigir su campaña publicitaria hacia la cumbre del éxito. Se preguntó si hubiera sido feliz contándoselo, al menos un poco feliz sin su amor a cambio de su compañía, si el sentido firme de responsabilidad que él siempre tuvo hubiera sostenido los cimientos de un hogar. Le hubiera visto languidecer entre pañales y biberones fingiendo el bienestar del acomodo, forzando una sonrisa de camino a la redacción. Y luego al caer la noche el sofá resistiría el peso de dos cuerpos marchitos, juntos pero lejanos en el punto de encuentro de una cuna.
  La presencia del camarero la sacó de sus pensamientos. Él pagó la cuenta y cada uno tomó su maleta rumbo a destinos opuestos anunciados por megafonía. Un abrazo rápido, estremecido, sin nada que decir. Hasta la próxima, suerte, cuídate, cualquier frase hecha que sonaría mientras se alejaban. Ella rumbo al oeste viendo cómo los cristales del aeropuerto le devolvían la imagen de su cuerpo bello, seco, estéril desde aquel día, aferrada a la cámara de fotos por la que se asomaba al frecuentado inframundo de las balas y la sangre.

Nunca supo el secreto. Por primera vez se preguntó por qué no se lo confesó veinte años atrás. Él la reconoció al instante a pesar de las ojeras y el aspecto cansado. Conservaba aquella belleza salvaje que lo atrapó en la facultad, ahora más hecha, más reposada, más madura. Se acercó a la mesa y la llamó interrogante. Vio en su rostro la duda de un segundo, ese fugaz instante que el cerebro necesita para ordenar cajones ocultos y traer al frente el destello de una mirada, un timbre de voz, una sonrisa a media asta. Cuando se levantó lo envolvió en el perfume del pasado y recordó cuánto la había amado. Se abrazaron eufóricos en el reencuentro y compartieron los minutos que faltaban para una nueva despedida. La felicitó por el reciente premio fotográfico publicado en El Times y le rogó que le pusiera a día con esa capacidad de síntesis que siempre envidió. La escudriñó mientras hablaba tratando de rescatar algún rescoldo de la pasión  que se inflamaba entre sábanas de juventud. Veía sus labios sinuosos y memoraba su humedad recorrerlo despacio. Veinte años sin saber de ella desde que tomó la cámara sin mirar atrás. Siempre lo supo. Era mujer de objetivos claros e inamovibles, como él, pero si ella lo hubiese amado al menos un poco él podría haber desviado su rumbo para vivir a la espera de sus regresos, tal vez una corresponsalía próxima o un puesto fijo en la editorial, cuidando de los hijos que hubiera deseado y buscado. El silencio que salva escollos en momentos de ruido también cava fosas donde ocultar cadáveres incómodos que el tiempo descompondrá en putrefacción y que nadie recordará al pasear sobre la hierba que se abre paso en la superficie. Él también le contó sus logros de forma atropellada. El tiempo se agotaba en la terminal del aeropuerto en combustión rápida e imparable. La notó absorta, con ese rasgo de personalidad que siempre tuvo cuando se metía para dentro, cuando era aún más bella e inaccesible.
La megafonía puso en sus manos el último abrazo, un cuídate y tal vez un hasta la próxima. La vio alejarse mirando absorta a las cristaleras del pasillo. Él rumbo al este, aferrado a su maletín y revisando los mensajes en el buzón de voz.