Clotilde
y Matilde, hermanas mellizas, siempre fueron muy competitivas. La primera
disputa se produjo en el mismo útero que las albergó durante nueve meses. Hubo
codazos para ser la primera en ver lo que había ahí fuera. Esa curiosidad
innata sería un rasgo distintivo de su carácter. Desde la más tierna infancia
se las podía ver en el patio del colegio en absurdas competiciones que les
llevaban hasta la extenuación, como intentado ser la que más veces seguidas
saltaba a la comba. O poniendo a prueba su resistencia física para ver cuál de
las dos, tercas como mulas, daba más vueltas a la pista de baloncesto, en una
maratón inacabable, jaleadas por sus compañeros. Lo daban todo con tal de no
rendirse ante su adversaria.
Tanto deporte les esculpió el cuerpo
y, llegada la adolescencia, su divertimento preferido era acumular una mayor
cantidad de ligues que su rival. Sus fibrosas carnes fueron magreadas por
cientos de barbilampiños jovenzuelos cubiertos de acné. El único requisito que
habían sometido a consenso para engrosar el tanteo de conquistas es que alguna
amiga común diera fe de haberlos vistos acaramelados, beso de tornillo
incluido.
Fue en esa época cuando advirtieron
una circunstancia especial en este torneo sin tregua. Sus relaciones eran más
problemáticas con muchachos llamados David, Manuel, Juan, Emilio o Javier, por
ejemplo. En cambio, la predisposición al flirteo era mucho mejor con aquellos
llamados Ramón, Julián, Martín, Jeremías o Joaquín, por citar unos cuantos.
Pronto descubrieron el motivo de
esta predilección. El detonante fue la redacción de su compañera de aula,
Rosalía, que fue leída tal cual estaba escrita, en voz alta, por parte de Doña
María, la profesora de Lengua, con cierta sorna no disimulada. Lo que debía
haber sido una armoniosa y enfática montaña rusa de melódicas palabras se
convirtió en un vasto páramo átono. Fue entonces cuando relacionaron, de una
forma un tanto absurda, pero con convicción indisoluble, estos acontecimientos con
sus propios nombres, heredados de ambas abuelas. El cosmos les había hablado. Y
a partir de ese momento iniciaron una competencia frenética, en la que solo una
de ellas podía resultar vencedora.
Iniciaron el desafío reuniéndose
todas las tardes, con la excusa de hacer los deberes y repasar las lecciones,
en la amplia biblioteca del abuelo Antón. Comenzaron a leer con avidez todos y
cada uno de los libros, que se habían repartido empezando la una por el anaquel
superior izquierdo, la otra por el inferior derecho. Acordaron que, para dejar
constancia de sus hallazgos, debían mostrárselo mutuamente. Para ello,
adquirieron unas gruesas libretas cuadriculadas en las que lo anotaban todo.
Pronto se quedaron cortas y necesitaron más y más libretas. Durante meses
dedicaron incontables horas, olvidándose de sus otras obligaciones, lo que les
acarreó más de un castigo por parte de sus padres, que no entendían tanto
enfrascamiento en un asunto tan banal como superfluo.
La obsesiva competición, sin
embargo, continuó en años sucesivos, poniendo al descubierto la poca
rigurosidad de las editoriales e imprentas. Cuando se acabó el último tomo de
su biblioteca, añadieron nuevas reglas, haciendo extensiva su búsqueda a
carteles publicitarios, rótulos televisivos, apuntes, prospectos, folletos,
etiquetas de productos, libros de cualquier índole y origen… En fin, que todo
material, impreso o no, en cualquier soporte, era susceptible de ser sometido a
su escrutinio, siempre y cuando se remitiesen una prueba gráfica de cada ítem
encontrado, a fin de cuantificarlo. Llevaban miles de registros cada una, en
una pugna ardua y continua por superarse, no cejando en su estúpido juego.
Le cogieron el gusto a las bebidas
carbonatadas aromatizadas con quinina, y así, entre tónica y tónica, se les
pasó la juventud. Habían leído tanto y tan variado que adquirieron una vasta instrucción,
conocimientos que usaron para opositar y sacar una plaza en el Ministerio de
Cultura, sección de biblioteconomía, por lo que tuvieron acceso a bases de
datos y múltiples publicaciones. A Clotilde se le ocurrió una vez comentar a su
superior que había advertido algunos errores en la información almacenada en
aquellos servidores, y se postuló para corregirlos. La tildaron de loca. Que
qué se había creído, que si era más lista que nadie, que no estaba allí para
corregir nada, que si estaba así sería por algo. Jamás puso objeción alguna a
partir de ese momento, y se dedicó a seguir acumulando anotaciones sin
rechistar. Estaba claro que el caos era la tendencia natural del universo, por
más que las hermanas pusieran el acento en poner cierto orden y concierto
buscando gazapos.
Pasaron
los años. Clotilde y Matilde permanecieron solteras, habían dedicado demasiado
tiempo en destacar la una sobre la otra, tiempo que les arrebató la oportunidad
de tener otra compañía, o descendencia. En su piso compartido envejecieron.
Algunos vecinos no las soportaban. Y no era para menos, puesto que su
comportamiento algo histriónico era la comidilla del bloque. A cada nuevo
hallazgo, lo pronunciaban a voz en grito, seguido de una risotada malévola y un
exabrupto dedicado a la otra, mofándose de haberse adelantado.
Un
día, cuando ya habían superado ambas con holgura las cien mil palabras
encontradas, se lanzaron acusaciones y ácidas críticas por querer sumarse
algunas diacríticas. Pasaron de los
gritos a las peleas en cuestión de días. Perdieron finalmente el juicio. Los
servicios sociales las acomodaron en una apartada residencia. Por fin sus
vecinos se libraron de las que llamaron «las hermanas Tilde», y pudieron dormir
a pierna suelta, sin tener que aguantar a aquellas dos prosódicas profiriendo gritos en mitad de la noche: ¡Sílfide! ¡Calígula!
¡Camélido! ¡Dórico! ¡Esdrújula!
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