¿Quién no se ha sentido fascinado con la magia de la fotografía? Al contemplarse en ese trozo de papel, hoy evolucionada a imagen digital, no se ha preguntado ¿qué mago, genio o demonio que habitara en los mecanismos ocultos de una cámara, es capaz de capturar una instantánea de la realidad con la precisión del ojo humano? ¿Qué alquimia misteriosa, sirviéndose de la luz, es capaz de inmortalizar una vivencia, un acontecimiento histórico o cotidiano?
Pero no estoy aquí para desentrañar el misterio, ni destripar el mecanismo, porque soy profana en la materia y porque de libros sobre la historia, y manuales sobre el arte de la fotografía están las bibliotecas llenas.
Me viene de pronto a la memoria el aforismo, sentencia o verso de Antonio Machado… “El ojo que ves, no es ojo porque lo veas, es ojo porque te ve.” Y me doy cuenta que explica de forma magistral la idea (aunque esta no fuera su intención original) de que el resultado de una buena fotografía depende fundamentalmente de un buen observador: el fotógrafo.
Entre los fotógrafos, quisiera recordar y homenajear humildemente a uno a quien conocí desde niña, que perteneció a aquel ambiente insólito de cuevas, cerros, secanos polvorientos, cal y luz, transformada en amaneceres lunares, mediodías cegadores y atardeceres dorados que fueron escenarios de mi niñez.
Joaquín Jiménez Caballero, popularmente conocido como “El agujero”, nació en Guadix, el 9 de junio de 1914, hijo de Ramón Jiménez y María Gracia Caballero. Fue el mayor de cuatro hermanos. A la edad de 14 años quedó huérfano de madre y comenzó entonces, imagino, su etapa de desamparo. Según me han contado sus sobrinos: Manolo y Rosalía, trabajó como arriero muy pronto, el oficio de su padre. Compraba y vendía distintos productos en los pueblos, transportados por borricos y mulas. Al poco tiempo su padre volvió a contraer matrimonio con una viuda, prima de su madre, que llevaba otros cuantos hijos de su anterior matrimonio. Y lo que pudo ser un remedio, se transformó en una pesadilla: su madrastra, al igual que la de los cuentos populares no fue justa con él y sus hermanos, haciéndoles pasar hambre y privaciones. La hermana menor, Ramona, que tan sólo tenía dos años al morir su madre, fue internada en el Colegio Presentación, donde tuvo el hogar que no pudo darle su padre.
Joaquín, como muchos jóvenes de su época, pasó de la niñez a la edad adulta sin más preámbulos. Hizo el servicio militar en África, en el territorio marroquí correspondiente al Protectorado Español en Marruecos, cuando la Guerra del Rif (1911-1927), originada por la sublevación de las tribus rifeñas de la región montañosa del norte de Marruecos, contra la ocupación colonial española y francesa. Quizá fuera aquí donde Joaquín tuviera la oportunidad de tomar contacto con la fotografía. Su familia no ha sabido decirme cómo aprendió su tío este oficio. Y se me ocurre que en la guerra de África pudiera tener contacto con algún reportero gráfico…, pero no son más que suposiciones. Lo que sí sé, de primera mano, ya que yo fui testigo presencial, es que Joaquín tenía su propio laboratorio.
Carmen H. Montalbán (primera a la derecha) |
Yo vivía en el barrio cuevero de la Minilla, al igual que él. Su cueva estaba en el terreno donde se construyeron las trescientas viviendas de protección oficial, la actual Barriada de Andalucía. Entonces estaba ocupada por árboles frutales, algunas cuevas, y una fábrica de escobas. Su cueva era acogedora, tenía su pequeño huerto y jardín, con varios rosales. Dentro de la cueva, una habitación dedicada a su taller fotográfico, con una cuerda donde se sucedían las fotografías, colgadas con pinzas de la ropa, puestas a secar. Solía retratarnos fuera, donde desplegaba sus dos o tres lienzos pintados, con estanques de patos y jardines que le daban un toque exótico a las fotos y nos hacían soñar que habíamos viajado a esos lugares idílicos.
Nuestro fotógrafo se ganaba la vida con su arte, viajando con una moto de pueblo en pueblo y retratándonos a nosotros, los suyos, en los momentos claves: nacimientos, fotos escolares, primeras comuniones, ferias, corridas de toros… y otros acontecimientos de lo más pintorescos. Existen fotos dispersadas entre distintas familias, que reflejan la vida de una época, una identidad y unas costumbres que sin el testimonio de su trabajo sería difícil conservar. Y que merecen un recuerdo, una exposición, un homenaje. Aquí tienes el mío.
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