Hoy el periódico abre con un reportaje gráfico, una serie de fotografías
de horror y destrucción, la vasta desolación de un seísmo provocada por el
hombre mismo: avenidas de ruinas, hospitales y escuelas apenas sostenidos por columnas
de hormigón, mujeres y hombres, ancianos y ancianas, niñas y niños, sitiados
por la muerte, unos cadáveres, otros plañideros pozos de impotencia… Y mucha
indiferencia alrededor, la indiferencia de los organismos que se atiborran a
palabras que nunca trasmutan a hechos, y, sobre todo, la indiferencia –¡oh, no:
la connivencia!– del imperio de las barras y las estrellas y de un césar al que
entregaron por anticipado un premio por la paz para usar de pisapapeles sobre
los folios de un programa electoral, ambos para adorno en un despacho de forma oval.
Pero detrás de cada fotografía hay una historia, más bien una infinidad
de historias, ésta pudo ser una cualquiera de ellas.
Nabil se balanceaba en la vieja mecedora de mimbre. Era la herencia que
conservaba de su abuelo Utman Hussain, junto a un viejo manuscrito que le
reconocía la propiedad de un naranjal en Ascalón. Hacía ya sesenta años que
abandonó la tierra de su niñez y el solar de sus antepasados. Una guerra, una
horrible guerra, la más cruel, desde que los cruzados pasaran por allí, había
arrollado sus esperanzas, la continuidad ancestral de su futuro, y ahora todo
era desierto, suciedad lamentable, pervivencia insalubre y de nuevo el
desconsolador sonido, ora convertido en monótonos acordes ambientales, de las
bombas y las sirenas.
Los judíos con los que durante siglos convivió su familia, acompañados de
centenares, de miles de hebreos extranjeros, expulsaron a su familia de la
única tierra que había conocido en más de una quincena de generaciones; ahora
permanecía en su último refugio, en una tierra ruda y áspera, que era de la
poca que podía con orgullo llamar Palestina.
Cada día realizaba sus abluciones y ajustaba su alquibla hacia La Meca , como siempre había
hecho, tanto por sincera religiosidad como por maquinal costumbre. Fue en uno
de esos ceremoniosos momentos, cuando unos soldados armados hasta los huesos,
después de reducir a escombros casi todo el barrio, traspasaron el umbral de lo
que aún se mantenía en pie de su destartalado y sagrado hogar. Le acusaron de
ser un terrorista enrolado en las filas del fundamentalismo, pero él jamás
había mantenido contacto alguno con Hamás, siempre mantuvo su fidelidad al rais
Arafat aún después de fallecido. Y con el estigma del criminal fue ejecutado allí
mismo, en juicio sumarísimo, sin defensa, pruebas o
alegatos, por los mismos jueces y parte, en el patio desolado de la desolada
casa.
Su última mirada no se dirigió a su pelotón, se dirigió al infinito mundo
de los recuerdos, al olor a azahar de la casa de sus abuelos, a la imagen de
las naranjas en los árboles brillando al sol del oscurecer como si de perlas de
sangre mágica se tratara; pero la sangre, real y más pastosa, manaba de su
cuerpo como la fuente del jardín que daba la bienvenida en el hogar de sus
antepasados.
Un par de horas más tarde apareció su nieto Hakim. Un rugido de rabia y
de dolor fue escupido por su pecho, como si todo su corazón contraído y de
pronto distendido, hubiera brotado con él; sentía dolor, mucho dolor, pero aún
más la inmensa pena de no haber podido hacer regresar a su abuelo Nabil al
naranjal de la infancia. Su corazón, estrangulando a su voluntad, sólo
dictaminaba venganza, ojo por ojo, hasta la muerte, morir matando, y despertar
rodeado de vírgenes en un paraíso reservado para los héroes, que ahora estaba
rebosante de desesperados. No lo meditó dos veces y salió de la casa: primero
en busca de su tía Zanab para que organizase el duelo, después para encontrarse
con sus compañeros de desesperado infortunio y planear un azote de venganza
contra aquellos infieles.
Llegó Hakim a un antiguo redil, ahora trasmutado en pequeño cuartel
semienterrado, en el que seguían arrinconándose los corderos para el
sacrificio. Un grupo de fedayines mantenía aptas para el uso las viejas armas,
accionadas en mil derrotas. Hakim, motivando la empatía de los guerrilleros,
demandó la urgente necesidad de sellar con sangre el sepulcro de su abuelo,
póstumo héroe y mártir.
No hubo más prolegómenos, la unidad se puso en formación con Hakim
ciñéndose la bandolera del lanzacohetes, su arma más mortífera, y en la noche, por
túneles, que tanto sirven para abrir paso a la muerte de un lado al otro, como
para romper el férreo bloqueo de suministros a este campo de extermino que se
conoce por Gaza, pasaron como lombrices bajo las huestes del invasor enemigo, llegando
la pequeña y sigilosa columna hasta un monte al otro lado de la impuesta
frontera.
Era de noche y en la nocturnidad se podían vislumbrar las luces de
Ascalón. Hakim apoyó el artefacto para que Muammar introdujese el obús por el
orificio, ahora tan sólo restaba calcular, graduar altura y distancia, ello
llevó aún algunos minutos, hasta que una llamarada, como un genio recién
rescatado de su carcelaria lámpara, resplandeció por la boca trasera del
siniestro tubular metálico y un silbido, que a ellos les pareció el canto del
ruiseñor en los jardines del paraíso, atravesó la oscura y lisa cortina de la
noche en busca de las tintineantes luces del fondo. Luego fueron la gran
llamarada y el bronco bramido al impactar el proyectil contra la tierra.
Se mantuvieron en silencio y aún se aventuraron a lanzar un segundo
misil, lo hicieron con la misma parsimonia que la vez anterior. Volvieron a
flamear gigantes danzarines de fuego y tornó a retumbar el orbe bajo sus
saltos. Ahora sí que no encerraron en sus gargantas el grito de alegría, la loa
a la victoria: "¡Dios es el único victorioso!" Mas aquello sólo fue
el inicio de la transición al jardín de las vírgenes doncellas: tres espadas de
fuego descendieron del cielo para convertirles en trozos de nada, ellos andaban
ya el camino hacia el paraíso, y el ángel exterminador y metálico, con sus
aspadas alas, transmigraba por el aire, rebuscando entre las ruinas nuevas
diminutas Sodomas.
El amanecer entre los naranjales de Ascalón fue desolador, el suelo
exhalaba humo, que con el olor a floresta quemada, mezclado con el de azufre,
disfrazaba los huertos en simas del infierno. El fuego y la metralla habían
destrozado uno de los naranjales más antiguos de la villa, el dueño –hijo de un
askenasí que vino de Polonia– había perdido ambas piernas y los naranjos, los
mismos que sembrara la familia de Nabil, testimoniales algunos de las vivencias
de chiquillo del anciano asesinado, de los días en que el convivir de árabes y
hebreos era rutina feliz en el tiempo, estaban en su mayoría tronchados,
mutilados o carbonizados. Parecía un minúsculo trocito de Gaza que hubiese
cruzado también por los corredores subterráneos. Prácticamente no quedaba vestigio
alguno del viejo naranjal, era como si Nabil y su nieto lo hubiesen llevado
consigo para trasplantarlo en su rincón del paraíso.
Flores de azahar son las palabras que ofreces tan terapéuticas, como intensa su fragancia, para paraísos que denuncien guerras.
ResponderEliminarabrazos