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Era su última fotografía. De
forma casi rutinaria, durante los últimos cuatro meses, Sara se había pasado por la habitación de Ricardo,
a diario, para hacerle una fotografía. Se lo había prometido. Pero a pesar de saber
cual iba a ser el final, le costaba hacerse a la idea. Le había cogido cariño a
aquel viejo que le hablaba con entusiasmo de viajes, de personajes pintorescos,
de su ajetreada vida. Embargada por la emoción del momento, decidió hacerle una
foto más, por si la anterior había salido movida, a fin de cuentas, no estaba
acostumbrada a manejar aquel antiguo modelo, ni siquiera sabía como debía
introducir el carrete en aquel armatoste hasta que Ricardo se lo explicó y le
dio unas rápidas nociones de enfoque y encuadre. Ahora aquella Leica era suya.
Así lo dejó escrito en su testamento.
► Desde que Ricardo ingresó
en la residencia, las cosas habían ido de mal en peor. La pertinaz tos fue a
más, hasta que un día decidió que tal vez fuese mejor dejar de fumar a
escondidas. Esa furtiva bocanada de humo era su momento de libertad absoluta,
de saltarse las rígidas reglas, los horarios, los reproches de algunas
auxiliares por no someterse a sus órdenes. Tuvo que rendirse a la evidencia, se
estaba muriendo. Meses antes ya sufrió una leve apoplejía y su mano izquierda
perdió movilidad, pero mantuvo la necesaria para poder seguir manejando su
cámara fotográfica. Siguió fiel a su plan, y cada mañana se retrataba junto a
alguno de los internos. Ahora eran su familia, y merecían ocupar un lugar en su
obra. Con suma paciencia, había dedicado los últimos tres meses, de lunes a
domingo, a ordenar todas aquellas fotografías. Sabía que las fuerzas empezarían
a flaquear y no podía permitirse perder más tiempo, ahora que estaba tan cerca
de su objetivo.
► Fue duro hacerse a la idea
de que tendría que abandonar su casa definitivamente. Esas escaleras lo estaban
matando, ya apenas podía salir de casa, así que los Servicios Sociales tomaron
cartas en el asunto, a falta de familiares que pudieran cuidar de él. Era el
peaje que tenía que pagar por su falta de solvencia económica. Echaría de menos
las vistas desde la terraza, los churros recién hechos que Paco siempre le
ponía en la mesa cada vez que bajaba a desayunar. Toda su ropa cabía en una
pequeña maleta, era un hombre acostumbrado a viajar con poco equipaje, pero lo
que no esperaba el mozo que fue a recogerlo con la furgoneta era que tuviese
que cargar con aquellas tres pesadas cajas, a saber qué demonios llevaría el
viejo en ellas, pensaría. Antes de bajar por última vez la persiana, le pidió
al chaval que le hiciera una última foto en el balcón, así cerraba 20 años de
vivencias en aquel destartalado pero encantador rincón de Madrid.
► Cuando Amanda murió,
Ricardo pensó que lo mejor sería irse con ella. No era solamente su amante, su
compañera, era su soporte vital. Y ahora tendría que afrontar lo poco o mucho
que le quedase de vida en soledad, y no se creía con suficientes fuerzas para
hacerlo. Con el frasco de barbitúricos en la mano, las lágrimas rodaban por sus
mejillas cayendo sobre la primera y la última de las fotografías que se hizo
junto a ella. No, Amanda no querría que pusiera fin a sus días de esta manera,
no sin antes poner en orden todo aquel material y poder mostrar al mundo algo
todavía inédito, ningún artista gráfico había siquiera imaginado antes hacer
algo así. Y no podía tirar por la borda tantos años de perseverancia. Dejó
atrás los sollozos y cerró aquel álbum que guardaba tantos momentos alegres,
tantos días compartidos con aquella mujer con la que un día se cruzó en la
calle y a la que preguntó, desvergonzado, si podía hacerle una fotografía. Ya
nunca más soltó su mano. Puso el tomo junto a los demás, más de trescientos,
apretujados en cajas, y encendió un cigarrillo. Más tarde, tal vez, empezaría a
seleccionar instantáneas.
► La sala de espera estaba
atestada de mujeres con el pañuelo a la cabeza. Él no soltó su mano ni un solo
instante, de hacerlo, se hubiese puesto a temblar como una hoja en una
tormenta. La miró a la cara y vio serenidad en su rostro. ¿Cómo era posible afrontar
de aquella manera, con tal entereza, la enfermedad “innombrable”?. Quiso captar
dicho momento con su cámara, así que pidió a un enfermero que pasaba por allí
que les hiciese una foto. “Pero si estoy horrenda”, le dijo Amanda, al mismo
tiempo que se colocaba el flequillo y esbozaba una sonrisa cautivadora. Esa fue
la última foto que se hicieron juntos. Tras salir de la sesión de
quimioterapia, su sonrisa se borró definitivamente. Iba a ser duro, pero lo
afrontarían juntos.
► Tras volver de Perú, a
Ricardo le fue difícil encontrar trabajo, no digamos ya digno o bien pagado,
simplemente un trabajo. A pesar de que era un hombre bien considerado y con un
nombre en el mundillo de la prensa, ya nadie quería contar con un reportero
gráfico al que le costaba desplazarse, renqueante. ¿Cómo aventurarse a mandarlo
a una manifestación?. Y eso que él siempre se había distinguido por estar en
primera línea, a veces no se sabía muy bien si cubriendo la noticia o siendo
parte de ella, sus “autorretratos” en momentos y lugares clave en la historia
reciente de muchos países eran ya legendarios, su seña de identidad. Pero eso
ya era parte del pasado, tenía que adaptarse a las circunstancias, la madurez
le daba aplomo para afrontar la vida, pero al mismo tiempo, tenía que asumir
sus propias limitaciones. Si no fuese por sus colaboraciones esporádicas con
revistas locales, fotografías asépticas y pie de foto escueto, sobrevivir
habría sido mucho más complicado.
► El calor era asfixiante en
aquel perdido hospital. Pronto lo trasladarían a Iquitos, y de allí, cuando los
trámites del Consulado concluyesen, repatriado. Acababa de despertar, con
Amanda pegada a su cama, como cada día, y le pidió que le fotografiase una vez
más. La memoria se construía no solamente a base de momentos felices, también
los varapalos contaban en la biografía. Como tantas veces en la vida, fue
cuestión de mala suerte. Nadie podía imaginar que la serpiente se escapara por
una brecha en el saco, ni mucho menos que pagara con él el trato que había
sufrido por parte de los indígenas minutos antes, durante la celebración del
ritual. Hubiese sido un gran reportaje de no terminar de aquella manera, con
los colmillos del ofidio clavados en su tobillo derecho. El traslado al hospital
se demoró demasiado, remontar el río en aquellas frágiles canoas no era fácil.
Y menos mal que tenían el antídoto. Aún así, la gangrena se cebó con él, y
tuvieron que cortarle el pié para atajar de raíz el problema.
► El estruendo fue
ensordecedor. Miles de pequeños trozos de cristal y piedra saltaron por los
aires cuando las bombas impactaron. Aquella mañana de septiembre no sólo cambio
la historia de Chile, la democracia sufrió un duró golpe, y su onda expansiva se
propagaría rauda por países vecinos. Y allí estaba Ricardo. Su imagen se hizo
popular ya que salió en portada de muchos periódicos. Su foto captó el rictus
de su cara justo en el momento en el que la explosión destrozó la fachada del
Palacio de la Moneda. La incredulidad y el miedo tomaron cuerpo. Las sucesivas
fotos de ese carrete salieron todas movidas. Ni siquiera alguien tan avezado en
el oficio pudo soportar tal presión. Nada que ver con los tanques por las
calles de Praga, acontecimiento del que también fue testigo cinco años antes.
Allí donde se cometía una injusticia, donde la opresión tomaba el control,
Ricardo estaba presente, y dispuesto a ponerlo en conocimiento del resto del
mundo.
► Los cinco días que pasó en
aquel cuchitril apestoso, en mitad del desierto, fueron los peores de su vida.
Junto a otras cuatro personas, todos europeos, esperaba resignado a que se
decidiera su destino. Dos miembros del FLN argelino, apenas unos jovenzuelos,
les proporcionaban algo de agua, comida y tabaco, a la espera de que las
negociaciones dieran fruto y los rehenes fuesen intercambiados por rebeldes
capturados tras actos terroristas. Aún en estas circunstancias tan
desalentadoras, Ricardo mantuvo la esperanza, y no dejó pasar la oportunidad de
continuar con su idea fija. En su nefasto francés, consiguió convencer a uno de
los chavales para que utilizara su cámara para hacerle una fotografía junto al
periódico del día. Una prueba de vida, le dijo, por si la otra parte la
solicitaba a la hora de negociar. Finalmente no fue necesario. De repente, una
mañana, se encontraron solos, sus captores habían desaparecido. El
levantamiento había ganado la partida, y en las semanas sucesivas, miles de
“pieds noirs” abandonaron el país hacia un futuro incierto. Nunca más volvió a
ver su cámara Polaroid pero, por fortuna, recuperó las fotografías de aquellos
angustiosos días, olvidadas entre los diarios que cada día sostuvo entre sus
manos mientras posaba con gesto grave.
► Su primer sueldo como
reportero. Con la cámara colgando de su cuello, esperó en la redacción a que
Matías terminara una crónica. Al poco, ambos se dirigieron en coche a su
destino. Cuando llegaron al pantano de Alarcón, aquello parecía una verbena.
Las “fuerzas vivas” de las localidades limítrofes se habían congregado allí
para agasajar al Caudillo. Tanta música y tanto boato para un acto que, a la
postre, fue más breve que un “padrenuestro”. Tras pasear a la Virgen local, el
coche negro se acercó a la presa. Sobre un pedestal, la pequeña figura del
dictador, vestido de militar, arengaba a los paisanos, que apenas escuchaban su
voz, pero lo importante era que se difundiera el mensaje a través de las ondas
de radio, medio que era entonces el más
adecuado para la propaganda. Cuando terminó, un rápido apretón de manos y pies
en polvorosa a la capital. Por supuesto, la crónica de Matías no se ciñó a la
realidad, al contrario, lo adornó de todo tipo de piropos hacia la egregia y
benefactora figura del Generalísimo. Tal vez fue entonces cuando Ricardo
aprendió que la realidad era algo maleable, que el enfoque podía adornar y
matizar cualquier noticia. Pero no dejó pasar la oportunidad. Tras realizar
distintas tomas, siguiendo las indicaciones de Matías, se subió a una peña
cercana y preparó la cámara con el disparador. Otro retrato más para la
colección. A fin de cuentas, no todos los días uno podía ser parte de la
historia.
► Aunque la clientela era
bastante exigua en aquella época, alguien tenía que hacerse cargo del negocio
familiar. También fue mala pata la de su padre, que se hizo polvo la espalda
tratando de ayudar a su vecino, que harto de buscarse la vida de mala manera,
decidió venderlo todo y emigrar a América. Todavía se apreciaban las marcas de
aquel armario en sus riñones. Así que, de un día para otro, tuvo que poner en
práctica todo lo que había aprendido al lado de su progenitor. A fin de
cuentas, desde que dejó los estudios, aparte de trabajos esporádicos aquí y
allá, no había hecho otra cosa. Se sentía cómodo entre cubetas, revelador y
fijador. En el cuarto oscuro depuró su técnica y aquellos autorretratos casi
quemados de sus primeras pruebas fueron adquiriendo mejor definición y calidad
bajo la luz inactínica.
► Al principio, Ricardo no
encajó bien en aquella institución. El rezo diario, la férrea disciplina, los
exigentes profesores, todo aquello chocaba frontalmente con lo que había sido
su vida hasta entonces con sus padres. Su origen humilde tampoco le ayudó a
integrarse, lo tildaban de “paleto” y siempre era objeto de bromas y novatadas.
Logró reconducir la situación cuando comprendió que tenía un arma muy poderosa
en sus manos. Aquella cámara le abrió las puertas a la camaradería el día en
que uno de aquellos matones se la arrebató con intención de no devolverla.
Lloró y suplicó de forma desconsolada, pues veía que ponía el riesgo no poder
cumplir la promesa realizada a su padre, así que llegó a un trato con aquellos
vándalos. Él tomaría fotos de todas sus barrabasadas, que luego revelaría para
tenerlas de recuerdo y mofarse de sus víctimas. Entre broma y broma, se ganó la
confianza del grupo, algunos de ellos llegarían a convertirse en amigos
entrañables.
► El día que Ricardo tomó su
maleta para ir a estudiar bachillerato, su padre le hizo prometer que no
dejaría de hacerse la foto de rigor diaria. Para ello le regaló una de sus
Leicas, un aparato que, para la época, disponía de una óptica excepcional, objetivos
intercambiables, flash, autodisparador y trípode. Todo ello dentro de su
estuche de cuero. Sin duda, un capricho que no estaba al alcance de la mayoría
de los jóvenes de su edad. Tampoco tendría que preocuparse por el material
fungible, su padre le aprovisionaría de los carretes que precisara, y cada vez
que volviese al pueblo, por vacaciones o algún fin de semana, revelaría las
instantáneas tomadas. Esta promesa forjó en él lo que con el tiempo se
convertiría en su “leitmotiv” para el resto de su vida, un compromiso que
estaría dispuesto a cumplir a toda costa.
► Cada tarde se repetía el
mismo ritual. Ricardo esperaba a que el estudio estuviera vacío, no se podía
importunar al cliente ni interrumpir el negocio. Para él era como un juego. Don
Nicolás le vestía, más bien le
disfrazaba, de variopintos personajes, y el niño posaba ante la cámara haciendo
todo tipo de gestos y muecas, que sacaban una sonrisa en el adusto semblante de
su padre. Su madre, mientras tanto, miraba con cierto recelo esta complicidad,
este encabezonamiento paternal rayano al absurdo. ¿En qué cabeza cabría
semejante tontería?. Un retrato diario, una instante en la vida de una persona,
todos y cada uno de los días de su vida. Doña Rosario no sabía cuan profundo
aquella idea calaría en su hijo y como determinaría todas y cada una de sus
decisiones futuras.
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Nada más nacer, Don Nicolás
retrató a su primer retoño junto a la matrona que lo asistió en el parto. Allí,
con el telón de fondo pintado con motivos campestres, Ricardo recibió su
bautismo ante la cámara. Como propietario del primer negocio que se estableció
en su localidad especializado en material fotográfico, su padre pensó que
podría aprovechar los carretes que quedaban a medio usar al finalizar la
jornada, de forma que realizaría una fotografía diaria a su hijo, creando un
álbum que luego podría enseñar a los abuelos paternos del infante. Como
emigrante, sabía lo dura y sacrificada que era la vida tanto para el que tenía
que desplazarse, buscando prosperar, como para los que se quedaban añorándolo.
“La vida instantánea”, llamó al primer álbum, y sin ser consciente de ello,
marcó para siempre el futuro de su hijo.
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