Paula
imagina:
Cuando se es diestra
como la mayoría de nosotras, al arrojar algún paralelepípedo sólido con la mano
que nos es propia y más cómoda, el objeto en cuestión realiza un movimiento de
alejamiento semicircular muy parecido, si no exacto, al descrito por la
trayectoria vertical de una bala de cañón defectuosa…
Como todas
las mañanas, Paula mira por la ventana y deja volar su imaginación por encima
de los tejados que observa justo enfrente. También mira las palomas, las
antenas, el perfil de las nuevas construcciones a través de la bruma
amortiguada. Un poco más lejos, no mucho, pasea su mirada por la escalinata
empedrada; se sostiene en las cornisas y trepa por la cúpula de la catedral
hasta las nubes, desde donde regresa a su salita de estar, a su sillón
preferido y a su gato (que ahora mismo se cuela entre sus piernas) así; en un
suspiro. Pero como Paula tiene una imaginación desbordante, han sido esos
pensamientos y no otros con los que hoy entretiene el tiempo mientras se asoma
al balcón a realizar la intranscendente tarea de recoger la ropa tendida.
Si ese mismo objeto
fuese arrojado con la mano impropia o siniestra, éste describiría un movimiento
elíptico y horizontal similar al que realiza un beso cuando es lanzado por dos
dedos al azar y recogido en superficie por la palma de una mano…
Justo debajo de su ventana y sobre el alero del tejado más
cercano, ha descubierto una fotografía enmarcada, una foto de dimensión
estándar de trece por dieciocho centímetros en la se adivina la cara de un
hombre, un muchacho tal vez. El marco es de color verde brillante y está nuevo,
lo que hace que resalte sobre el rojo apagado y mohoso de las tejas. Sin
pensárselo dos veces, Paula va a por su cámara de fotos con teleobjetivo,
apunta al retrato, enfoca y dispara. Y mientras comprueba la calidad de la
instantánea descubre que el fotógrafo por partida doble es un chico joven y
además bastante guapo.
Qué raro, piensa mientras recoge la ropa y la dobla. Qué
raro.
Y como ya hemos advertido de la inventiva desbordante de
Paula, no caben en su cabeza explicaciones banales o sencillas como que alguien
haya dejado caer accidentalmente el retrato mientras lo limpiaba o lo miraba al
trasluz de la mañana. Aún así busca en las ventanas de alrededor a alguien
asomado con expresión de querer recuperar la fotografía.
No le vale la explicación más lógica, la primera que cruzó
por su cabeza: que tal defenestración sea fruto de un arrebato o un despecho de
amor, o más bien de desamor. Y así imagina que en un instante de celos o de
enajenación transitoria, la novia del chico ese tan atractivo (el mismo que
incluso ahora parece que también la observara a ella desde su propia cámara),
haya arrojado su foto por la ventana como quien tira por la borda para siempre varios
años de noviazgo. No tiene tampoco mucho sentido que un golpe de aire la haya
arrastrado lejos de la mesa o e aparador que la sostenía.
O quizá sí,
quizá sea eso…
Aunque la verdad es que no, no le valen estas razones.
Tampoco le funciona la idea descabellada de un pájaro negro y absurdo que entra
por la ventana y atrapa entre sus garras el retrato para dejarlo caer un poco
más allá, o tal vez un océano más allá, una vez picoteado.
Todos los días, todas las mañanas, Paula se asoma a la
ventana y comprueba que el joven de la fotografía sigue ahí, bajo el tiempo
inclemente. Y a ella le duele la lluvia que le empapa los esos de papel, y el
sol que le cuartea los ojos y los labios, y le duelen más que nada las palomas
que lo cubren todo con sus excrementos.
Paul piensa en maleficios y vudúes, en extraños rituales que
condenan al muchacho de la foto. En caídas de aviones o globos aerostáticos. En
suicidios programados.
Cada vez que sale a la calle mira buscando entre los vecinos
al joven del retrato, ese chico tan guapo que ya sabría distinguir entre una
multitud de chicos atractivos. Revisa con un nudo en la garganta las esquelas
del periódico y la página de sucesos. Pregunta a los tenderos de la zona y les
muestra su fotografía. Algún día se ha sentado horas y horas en el portal para
soñar con verlo aparecer tras una esquina o en el reflejo de los escaparates.
A Paula le parece que el retrato le sonríe una mañana
mientras tiende sus braguitas de colores, y ella que no puede sostener su
mirada, cierra los ojos dejando caer la ropa húmeda mientras su cara se pone
toda de color púrpura. Desnuda. Intenta después recoger la ropa con una cuerda
y un garfio de alambre como ha tratado de hacer tantas veces con la fotografía,
pero sin ningún resultado.
Paula no descansa, no duerme. Su imaginación la traiciona con
pensamientos superfluos o enamoradizos. Con sueños húmedos y a veces dolorosos.
Paula (ya lo sabemos de sobra) tiene una imaginación desbordante y eso la
rebosa, la arrastra. Intenta olvidar su cansancio insomne cubriendo el retrato
y le lanza los periódicos, las bolsas de basura, y hasta las fundas de discos
antiguos que ya nunca volverá a escuchar.
Un día cualquiera, pero ese día y no otro, Paula decide coger
de nuevo su cámara de fotos, la prepara sobre un trípode y aprieta el botón del
disparador automático.
Apunta,
enfoca, espera. Piensa.
Paula
imagina:
Cuando se es diestra o
siniestra, como la totalidad de nosotras, al arrojar un objeto paralelepípedo
con ambas manos, éste realizará un suave movimiento elíptico y exacto, propio
de un ave en las alturas y al acecho; o en su defecto, de una pluma muerta, o
de una hoja…
Sobre el tejado de enfrente, bajo su ventana y también
asomada al balcón, Paula respira más tranquila, casi liberada, mientras recoge
la última camiseta tendida.
Entre los periódicos, la ropa caída, las bolsas, las fundas
de los discos y emergiendo entre el moho y los excrementos, destaca ahora un
breve rectángulo de color madera que a simple vista carece de importancia, pero
que esconde en su reverso, una foto de Paula acariciando con una sonrisa de
cristales rotos al joven de la fotografía.
Y con este
último pensamiento, Paula hace huir a las palomas.
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