1
Una obsesión
me ha consumido estas dos últimas semanas: tratar de pasar página, zafarme del
pasado más reciente, olvidar. A pesar de la insistencia reiterada de los
medios, de su acoso inicial —la caza de mis viejos compañeros venteando la
primicia cual sabuesos—, durante este retiro silente (aislado de los focos y la
cámara) llegué a albergar la íntima esperanza de ahuyentar la pesadilla, los
hechos padecidos esa noche aciaga; de alcanzar, andado el tiempo, una vida
tranquila, más o menos normal.
Sin embargo,
tras recibir este último mazazo, mi frágil equilibrio se ha hecho pedazos. Ni siquiera
las pastillas surten efecto ya. Las voces no callan, repiten su fatídica
advertencia. El miedo, aún mayor que entonces, ha regresado con toda su
crudeza. Se enrosca en mi garganta; me atenaza. Todo se hunde bajo mis pies blandos
de barro: la casa, el patio, la linde del bosque cercano… El horizonte se
emborrona en un paisaje cada vez más turbio, ensombrecido y desolado.
La noticia
me ha desgarrado las entrañas como un tiro a bocajarro. De súbito las náuseas
no dan tregua, me asfixian, me impiden tomar aire, salvo un hilillo exiguo, el
soplo imprescindible para no caer desmayado.
Estoy a
punto de vomitar. Las piernas me flaquean, incapaces de aguantar el peso de mis
huesos por más tiempo. Demasiado tarde para alcanzar la taza del váter. Me
arrojo al sofá, azuzado por violentas y amargas arcadas. Mi abdomen parece una
batidora triturando el alimento a máxima potencia. No aguanto más...
Todo se
derrumba y los muros, antes firmes, se desdibujan en esta asquerosa vorágine
interior. Tanteo en mis bolsillos, bajo el mueble, en el borde de la alfombra
salpicada. Ni siquiera una brizna de dignidad. A falta de pañuelo o una triste
servilleta, me limpio la boca, la espuma que gotea por mis labios, con el dorso
de la mano temblorosa. El sabor, al tragar, es repugnante. «El sabor del
miedo», me digo en un rapto de humor negro. Siento aversión e impotencia, la
caída en picado de aquél que se sabe perdido de antemano, la locura —siempre
cuerda— muy lejos todavía, inalcanzable, carcajeándose de mí.
2
«Un terrible
accidente», ha dicho sin sentirlo en absoluto el afectado locutor. Ejemplo para
todos los que nos dedicamos a esta profesión, una pérdida irreparable, bla,
bla, bla…
Yo
les diré la verdad sin usar edulcorantes, sin emplear esos patéticos eufemismos.
Ray
Lorenzana hallado tieso, colgado de la soga que él mismo (eso creen ellos) se
ató al cuello con trémula frialdad de suicida, dedicando un último gesto a su
público, a los miles de fans que seguían su programa con la avidez de la adicción.
Ante ustedes, queridos televidentes, la escena que dará la vuelta al globo: su
estrella televisiva sacándoles la lengua, hinchada y azulenca, sus pies
balanceándose a medio metro del suelo, casi uno noventa de atractivo varonil pendiendo
como un fardo de una lámpara de araña anclada al techo (igual que en las
películas). Ah, y recuerden que las imágenes que van a ver pueden herir su
sensibilidad, ¡no dirán que no se lo advertimos!
¿Quién lo
iba a decir? Hace tan sólo unos meses, Ray tocaba el cielo con los dedos,
sinónimo del rico triunfador, portada de revistas, piropeado sin pudor en foros
cibernéticos, atacado en las tertulias de la competencia, odiado y envidiado en
las cloacas del gremio periodístico.
Con su muerte,
me he quedado huérfano en la experiencia más funesta: el cabo que ligaba
nuestras vidas al pasado y sus demonios acaba de cortarse. Lorenzana, el hombre
—no diré amigo— que vio en mí un perfecto aliado, un perrillo fiel dispuesto a
lamer su estela refulgente, a arriesgar el pellejo sin reservas, a invadir
intimidades sin escrúpulos, lo que fuera necesario con tal de batir un nuevo
récord de audiencia, aquella masa insaciable, rendida de por sí a nuestros
pies.
En el lapso
que ambos saboreamos las mieles del éxito —cada uno a su manera— jamás hubo una
sola divergencia entre nosotros. La relación era muy simple: él mandaba y yo
obedecía. Pero aquella última noche, testigos en directo del macabro espectáculo,
rompí mi sumisión y me negué a seguir filmando. Más aún: seccioné uno de los
cables para impedir que la emisión volviera a restablecerse. Con ello —paradojas
de la condición humana— disparé sin pretenderlo las audiencias; millares de
hogares aguardando, con el alma en vilo, su ración semanal de carnaza.
* * *
La llamada de Lidia Torres —joven seguidora del
programa— se produjo dos horas antes de comenzar la emisión. Aquella
adolescente (sospechosa de asesinato, estaba en búsqueda y captura por parte las
fuerzas policiales) tenía sus pasos calculados al milímetro, con una precisión
tan aviesa como impropia de su edad. Ella sabía que, siguiendo sus directrices,
Lorenzana acudiría a toda mecha hacia aquel punto del mapa; calibró, incluso, el
tiempo aproximado en desplazarnos al lugar, pero, sobre todo, buscaba notoriedad:
su espeluznante galería sería vista por millones de personas dentro y fuera del
país.
Salvo un
selecto círculo de fieles, nadie supo los motivos de aquel viraje radical en el
guión. Un rápido intercambio de miradas bastó para percatarme de que algo «muy
jugoso» se cocía: no había un segundo que perder. Acostumbrado como estaba a
esta clase de arrebatos de mi jefe, embutí mis bártulos en el amplio maletero
del Porsche Macan y ocupé el asiento del copiloto. Salvo casos muy
excepcionales, Lorenzana nunca cedía los mandos de su coche. Siempre fue de
esos tipos que gozan, necesitan tener el control de todo, sentir la potencia de
una máquina subyugada a sus caprichos, el empuje formidable, bestial, de un
motor de 400 caballos.
Rugió el
monstruo mecánico y sus ojos luminosos hirieron la noche, violentando algún
roedor agazapado en las tinieblas. Volamos a través de la autovía, muy poco
transitada a aquellas horas, como si el diablo impulsara el automóvil con su
hálito de azufre. Lorenzana apenas parpadeaba, abstraído totalmente en su
objetivo ya cercano. Sus ojos de vidrio, casi humanos, apenas encerraban una
chispa de empatía hacia el pueblo enlutado, hacia las víctimas, hacia los destrozados
familiares de Lidia y la pareja asesinada. En su fuero interno ya saboreaba el
impacto del «bombazo», su incontestable primacía de genial número uno.
Primero un
gran cartel, después un desvío señalizado, y, por último, la luz de las farolas
relumbrando en la distancia, preludiaron la arribada a Villanueva. La llanura
dormía un sueño inquieto, y el campo, alumbrado fugazmente por los focos del
Macan, se arrugaba con estrías de cultivos venideros. Giramos a la izquierda y
tomamos una carretera local: ante nosotros se abrió un sardón de encinas pardas.
La carretera devino en camino de tierra y, tras subir una cuesta empinada,
encontramos la senda que conducía a la finca, nuestro objetivo, final de
trayecto.
Tal como la
joven había apuntado por teléfono, ocultas en un macetero, bajo las hojas
arrugadas de un geranio situado en el alféizar, dimos con las llaves de la
casa. Entre tanto, yo dejaba listo el material para empezar la conexión. Ray
aprovechó el lapso para cambiarse de ropa y espolvorearse con destreza el maquillaje.
Dio comienzo
la emisión en vivo que, previamente, había picado la curiosidad de los forofos,
lanzado el cebo del mejor morbo a cuantos espectadores aguardaban impacientes el
comienzo de su espacio favorito.
Cámara al
hombro, sin dejar de encuadrar a Ray, uno y otro franqueamos el portón de la
cochera.
3
Colgadas en
los muros del garaje se exponían un total de cinco fotografías —ampliadas y de gran
calidad plástica y estética— tomadas por la propia Lidia Torres. En el centro,
sobre una mesita auxiliar, había un CD rotulado «Mi exposición, para el
programa La noche de Ray».
Con una
frialdad de hielo, la adolescente comentaba en una grabación casera cada una de
las cinco instantáneas. A la vista del hallazgo, Lorenzana echó más leña al
fuego y aseguró que «por primera vez en televisión, escucharíamos la confesión
de una homicida».
Reproduzco,
tal cual se oyó en directo, la voz de Lidia Torres.
FOTO 1: Miriam
Esta es Miriam, mi ex amiga. Como veis, parece
una modelo posando. Le gustaba presumir. Era guapa, ¿verdad? La muy cerda tenía
ese pelazo rubio y unas tetas muy crecidas, pero yo se lo perdonaba porque a
Nacho, mi novio, le ponían las morenas como yo. La foto se la hice en
septiembre del año pasado, durante una excursión del instituto al Monasterio de
San Juan, seis meses antes de matarla.
FOTO 2: Nacho
Este es
Nacho, mi ex novio, fumando a escondidas en un rincón del patio. Es una de mis
fotos favoritas: ese día había una luz especial, como de tormenta. El muy cabrón
está guapísimo, ¿a que sí? Ni se enteró cuando se la hice, quizá por eso sale
tan natural. Llevábamos un año saliendo. Si os fijáis en el brazo derecho,
veréis mi nombre tatuado. ¡Qué hijo de puta, cómo me la pegó con esa zorra!
FOTO 3: Los cuernos
¿Y qué me
decís de esta estampa de otoño? Los tortolitos morreándose bajo un paraguas, en
la zona más frondosa del parque. El caso es que algo me olía. Cada vez que
salíamos con el grupo de amigos sorprendía las «miraditas» que Nacho echaba a
Miriam. Hasta que una tarde, seguí a mi novio sin que él se diera cuenta, y
allí, escondida en un seto como una espía, los pillé dándose el lote. Ese día
juré que los mataría.
FOTOS 4 y 5: La
venganza
Aunque no se
distingue muy bien, el cuerpo que asoma bajo las piedras es el de Miriam. Aún
estaba viva (lo sé porque movía los dedos y me pareció oírla lloriquear) pero
no creo que tardara mucho en diñarla. Ahí la dejé, en medio del campo, en
aquella pocilga abandonada. La muy ingenua se tragó lo del corto de terror. Y
en esta otra foto podéis ver a Nacho, y eso de ahí son sus huevos rebanados. ¡Cómo
chilló el muy cabrón, casi me dio pena hacerlo!
4
De pronto, tras una pausa mínima, aquella voz
hiriente de psicópata —carne de manicomio— quebró el silencio del garaje profiriendo
un chillido atroz. El reproductor escupió seguidamente una serie de sonidos
enlazados: murmullos ahogados, arrastrar de muebles, ronroneos y, por último, una
voz distinta, lúgubre, siseante como una serpiente de cascabel, que remachaba
la palabra «escalera», «escalera», «escalera».
En ese
instante suspendí la filmación. ¿Qué me impulsó a hacerlo? Puede que un deje de
alarma creciente, la intuición de algo malsano en el ambiente, quizá un último
arresto de escrúpulos, no lo sé; el caso es que Lorenzana me fulminó con su
mirada imperativa: «¿Qué coño estás haciendo, Quico? ¡Pon la puta cámara a
grabar!».
Estábamos a punto de enzarzarnos cuando, de
súbito, se abrió la puerta de la cochera. Por primera vez en mi vida vi a Ray
vacilar. Luego su vista se hundió en un punto distante, tras el fondo recortado
por el marco, y, sin dar crédito a mis ojos, lo vi perder el habla, empalidecer.
La cochera,
ubicada en la planta baja de la casa, comunicaba, a través de una angosta
escalera, con el piso superior. Supongo que era inevitable, pero cometí el
error de asomarme, la insensatez de echar un mórbido vistazo al rellano ahora
en penumbra.
A la luz adyacente
del garaje, se aplastaba en los peldaños la silueta movediza de unas piernas
oscilando en el vacío. Con el pulso más que acelerado, presioné el interruptor
y alcé la vista: Lidia Torres, la confesa asesina, colgaba de una cuerda atada
a una viga de madera. En su rictus, en sus ojos ya vacíos, centelleaban las
huellas del espanto. Y en mitad de la escalera, en una macabra vuelca de tuerca
a aquella relación de odios y crímenes, alguien había dejado un pequeño álbum
de fotografías.
Arrancado de
su inusitado atoramiento, Ray me arrebató el cuadernillo y, ávidamente, se puso
a ojearlo. Pasadas las primeras hojas, ambos sentimos un viscoso gorjeo a
nuestra espalda, como de voces opacas, y el álbum cayó al suelo.
* * *
Los médicos
trataron de convencerme de que aquello fue, sencillamente, una alucinación
producto de los nervios, una fantasía inducida ante un hallazgo tan siniestro. Pero
ahora comprendo que las voces no mentían, que las sombras de aquel álbum eran ciertas. Ellos susurraron nuestros nombres, maldijeron la codicia que regía
nuestros actos, aquel afán de triunfo sin respeto ni medida.
Miriam y
Nacho están aquí. Esta vez han traído la soga —ya anudada— y la cámara de fotos
(la misma que robaron a la ahorcada), y yo no puedo, no soy capaz de resistirme.
Los espectros guardarán en su memoria —coagulada para siempre— esta angustia
insoportable que me asfixia, mis ojos de pavor desorbitado, la imagen detenida
de la muerte y la agonía ya instalada, el último estertor, tal como hicieron
con Lidia Torres, su despechada asesina.
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