El conductor del
destartalado autobús ya le dijo cuando subió a él que no tenía parada en
Fastum, que se limitaría a dejarlo en el cruce de caminos, a apenas una milla
de los aledaños del pueblo. Hacía años que esa línea apenas tenía viajeros y la
compañía suprimió la parada tradicional en la Plaza del Mercado. Los pocos que,
de tarde en tarde, viajaban allí eran oriundos del mismo, y en cualquier caso,
nunca habían expresado queja alguna, taciturnos y raros como nadie más en la
comarca. Jim Donohoe se apeó y comenzó a andar por un hosco camino pedregoso,
en suave pendiente descendente hacia aquel recóndito lugar que hasta hace poco
le era totalmente desconocido.
Pensándolo bien, pretender encontrar alguna pista de su padre en
Fastum era como tener la suerte de encontrar una aguja en un pajar. De hecho,
apenas contaba con algún indicio sólido, sólo meras suposiciones y una punzante
intuición que no dejaba de martillearle en las sienes. Ya habían pasado tres
años desde que Brendan Donohoe había desaparecido sin dejar rastro. Nadie sabía
de su paradero desde entonces, nadie pudo dar una pista de qué hizo ese día en
el que se despidió de su mujer y de la enfermera que la cuidaba. Su amigo
Sullivan dijo que creía haberlo visto a media mañana en la Estación Central,
merodeando entre los andenes. En cambio, la señora Lee dijo que le pareció
verlo subir a un autobús, aunque no pudo precisar ni la parada ni el número de
línea.
Lo cierto es que, pasado el tiempo
legal prescrito para declararlo ausente, los abogados de la familia remitieron
a las Autoridades solicitud de apoderamiento para la administración de sus
bienes, pues la modesta pensión apenas podía cubrir los gastos de manutención
de su esposa Lidia, aquejada de una grave enfermedad degenerativa, que
precisaba de atención médica permanente. Precisamente esta afección fue la que
hizo que su hijo mayor, James, fuese nombrado apoderado. Le fueron entregados
todos los títulos de propiedad, extractos bancarios y otros documentos legales
que obraban en poder de notarios y abogados. Aunque la relación con su padre,
en los últimos años, había sido más bien escasa, no pudo sino aceptar tal
encargo en beneficio de su madre, así que pidió a su redactor jefe una semana
de vacaciones y se desplazó desde el interior a Lowell, donde se alojó
provisionalmente en el antiguo caserón de sus padres.
Brendan Donohoe fue un hombre que se
hizo a sí mismo. Desde joven tuvo que buscarse la vida, y poco a poco, con la inestimable
ayuda de su suegro, el Coronel Frampton, un veterano de fuertes convicciones
pero escaso patrimonio, consiguió hacerse un nombre en el mundillo de las
antigüedades. Su tienda tal vez no estuviese en la mejor zona comercial, ni
tampoco fuese la más visitada, pero lo cierto era que las piezas que consiguió
recopilar eran realmente peculiares y exóticas, por lo que cotizaban al alza
entre los coleccionistas de la región. Destacable fue, en su momento, y
recogida en los rotativos de la época, la adquisición por parte de la
Universidad de Miskatonik de unas piezas labradas en una curiosa piedra,
similar al jaspe, veteada de tonos ambarinos y cobrizos, de los que ningún
experto pudo siquiera aventurar su procedencia y edad geológica. Los símbolos y
figuras que mostraban también despertaron asombro entre eminentes científicos,
que no se ponían de acuerdo entre una variopinta sucesión de conjeturas sobre
su significado, a cada cual más extravagante. Preguntado por su origen, Donohoe
sólo dijo que provenían de “allende los mares”, sin precisar más detalles al
respecto.
Fue precisamente revisando, por un lado, los documentos donde se
relacionaban las propiedades de su padre, y por otro, los recortes de periódico
archivados cuidadosamente por orden cronológico, cuando Jim advirtió una
extraña coincidencia. Figuraba su padre como único heredero de una casa situada
en la calle del Pez, en Fastum, un pequeño pueblo costero en la bahía de
Ipswich. Este nombre no le era familiar, pero cuando vio la partida de nacimiento
de su progenitor, se asombró al conocer que éste había nacido allí, pues él
siempre aseveró que era de Boston. Recordó también en ese momento la profunda
aversión que Brendan siempre tuvo por el mar, nunca quiso vivir cerca de él y
nunca llevó a sus hijos a la costa. Estaba claro que algo en su juventud, en
aquel pueblo de sus antepasados, le había marcado para siempre.
Ya no le pareció una casualidad cuando, echando mano de varios
recortes amarillentos, comprobó que eran
de periódicos de aquella región marítima, en los que se relataban extraños
sucesos acaecidos en la misma localidad y otras próximas, en los cuales se
veían implicados navíos y marineros, vomitados prácticamente por el océano tras
sufrir todo tipo de penurias y extraños avistamientos en alta mar.
Esa noche no pudo dormir, dándole vueltas a todas estas revelaciones.
A la mañana siguiente, fue a ver a su madre. No había vuelto a decir una sola
palabra en tres años, su cuerpo se fue retorciendo y apagando sin solución, y
sólo Dios sabía lo que pasaba por su cabeza pues no era capaz de responder a
ningún estímulo. Contemplar a aquella mujer tan llena de vitalidad tiempo atrás
le atormentaba el alma. Tal vez fue un acto instintivo, tal vez una malsana
curiosidad, pero el caso es que Jim se sentó junto a su madre, la cogió de la
mano y le preguntó en voz baja: “¿Qué sabes de Fastum, mamá?”. Al instante los
ojos de la anciana se clavaron en las pupilas de su hijo, torció el gesto de
forma desmesurada, y desde sus adentros arrancó un grito desgarrador que le
heló el alma: “¡No vayas!”.
Estaba claro que la única persona a la que su padre dijo a donde tenía
intención de ir era su propia madre, tal vez sin ser realmente consciente de si
ésta acertaba a comprender las palabras que pronunciaba. Esa reacción de Lidia
era el síntoma inequívoco de que su padre pretendía saldar alguna vieja cuenta
con su pasado, todavía no sabía de que índole, pero su olfato periodístico y
sus ansias de resolver este misterio le empujaban en esa dirección. Tal vez
fuera una pista falsa, pero no tenía otra, así que al día siguiente partió
hacia Fastum, y con la excusa de hacerse cargo de la herencia familiar, fisgonearía
un poco por allí.
Una suave brisa otoñal hizo que su bajada hacía el pueblo se hiciera
más soportable. Desde lo alto había contemplado todo el perímetro, buscando
puntos de referencia para posteriormente poder orientarse en busca de la casa
de sus ancestros. Destacaba entre las vetustas edificaciones la puntiaguda
iglesia con sus arbotantes, única de estas características en la zona. Por otro
lado, se advertía una suerte de callejuelas en forma de espina que, partiendo
de la plaza de la iglesia, desembocaban directamente en el enorme puerto, el
cual aparecía casi desprovisto de barcos, y los pocos que se vislumbraban
estaban desvencijados. Lo que en otra época fuera un importante centro
neurálgico de pesqueros parecía ahora un lugar abandonado y espectral. Al otro
lado de la ensenada había un promontorio, pegado a una colina abrupta y de
difícil acceso. Al borde del acantilado se dibujaba la silueta de una mansión.
Se detuvo un momento para mirarla con más detenimiento, y sin saber por qué,
tuvo la desasosegante sensación de que, desde el otro lado de la bahía, era
observado.
Las primeras calles comenzaron a acogerle, al principio anchas y con
casas dispersas, más adelante, estrechas y abigarradas. Los ojivados capiteles
de las puertas parecían apuntar en una misma dirección, como guiándole en su
camino. No vio un alma, aunque si notó como alguna contraventana entreabierta
se cerraba a su paso. Aparte de moradas cerradas, los letreros de los negocios,
carcomidos y desdibujados, denotaban que la actividad comercial era
prácticamente nula. Su lento deambular inicial dio paso a un trote más vivo,
pues comenzó a notar cierta desazón ante lo sombrío del lugar. En llegando a la
plaza donde se alzaba la iglesia, el tañido de la campana le hizo estremecer,
pues el silencio hasta ese momento era sepulcral, apenas roto por algún crujir
de maderas. Ni siquiera se oía el batir de alas de una gaviota o el piar de
algún pájaro, cosa que le pareció harto extraña. Miró su reloj y comprobó que
eran las doce menos veinte, luego tampoco era comprensible que sonaran las
campanas para marcar hora alguna, lo que acrecentó su sensación de que se
trataba simplemente de poner en guardia al pueblo con su imprevista visita. No
podía entender de qué modo podría ser él una amenaza o por qué los lugareños se
escondían a su paso.
Cesado el repiqueteo del campanario, dejó a su espalda las deslucidas
vidrieras y se dirigió dubitativo hacia un caserón adornado con una banderola
deshilachada, azul oscura con unas ondas blanquecinas a modo de olas, que
colgaba de un asta colocada en un balcón superior. Tenía que ser algún tipo de
edificio público o administrativo, pensó, así que se acercaría para preguntar.
El ronco sonido de los goznes al empujar la puerta le crispó los nervios. Al
pisar en el interior de la porticada entrada, retumbaron las rotas baldosas. Si
había alguien en el interior de aquel edificio, suponía que le saldría al paso.
No obstante, avanzó unos metros cautelosamente, y a su frente, vio un oblongo
mostrador de madera, y tras de sí, una puerta entreabierta donde se vislumbraba
alguna actividad.
― Buenos días. ¿Hay alguien
ahí? ― dijo con voz entrecortada.
Al instante oyó ruido tras
la puerta, no puede decirse que se tratara de una conversación propiamente
dicha, a Jim le pareció más un balbuceo pues no pudo distinguir ni una sola
palabra. Eran dos personas, por el tono de voz de una y otra, pero lo que decían
era ininteligible. Ruido de cajones que se abren y cierran, un portazo en el
otro extremo de la sala, e inmediatamente después, de detrás de la puerta
emergió una figura. Se trataba de una chica de mediana edad, aunque la verdad
es que esa fue simplemente una apreciación de Jim pues llevaba encima bastante
maquillaje, distribuido por su redonda cara de forma bastante heterogénea, bien
por hacerlo con prisas o por ser corta de vista y no advertirlo al mirarse al
espejo. Se acercó pausadamente al mostrador, y con sus grandes ojos saltones
observó al visitante. Vestía una blusa en tonos claros, la cual complementaba
con un larguísimo pañuelo estampado que le daba varias vueltas al cuello,
cubriendo su anatomía desde las orejas hasta los hombros. Otro rasgo que Jim
encontró singular era su boca. Era pequeña pero con el labio inferior mucho más
grande que el superior, y prominente en relación a su nariz, prácticamente
chata. Si alguien le tuviera que hacer una caricatura, sin duda elegiría los
rasgos de un pez como referente.
― Buenos días, señor. ¿Puedo
ayudarle? ― por fin dijo la mujer con voz sibilante.
― Pues, sí. Acabo de llegar
al pueblo con la intención de visitar una propiedad que recientemente heredé,
la verdad es que no sé exactamente ni donde está ni de qué se trata ― explicó
Jim tratando de ganarse la confianza de la joven. Tras estas primeras palabras,
se hizo un incómodo silencio, pues no hubo respuesta alguna por parte de su
interlocutora. Parecía como si no le interesara el asunto, cómo si estuviera
esperando simplemente a que terminara la alocución, sin empatía alguna. Jim
tragó saliva y fue al grano.
― Perdone, ni siquiera me he
presentado. Soy James Donohoe. Y usted es… ― le dijo mientras alargaba la mano
por encima del mostrador. La joven se sintió algo sorprendida al verse en la
tesitura de darle la mano al desconocido. Vaciló, y finalmente, con una mezcla
de miedo y vergüenza, ofreció su mano a Jim. Este inmediatamente se fijó en la
total laxitud del apretón, además de una sensación de humedad que hizo que ambas
manos resbalaran. También notó que la temperatura corporal de la joven debía
estar algunos grados por debajo de lo normal. Era como si acabara de salir de
una cámara frigorífica, pensó.
― Vera, mi nombre es Vera ―
apenas musitó.
― Pues bien, Vera. Como le
decía, si fuese tan amable de indicarme como encontrar la casa de mis
antepasados, está en el número 4 de la Calle del Pez. Y de paso, me preguntaba
si podría acceder al censo para saber si todavía queda en el pueblo algún otro
miembro de mi familia.
― Respecto a lo primero,
señor Donohoe, la dirección que me indica está muy cerca de la lonja, al final
de la calle que parte junto a la iglesia ― le dijo la muchacha de forma
contenida. ― Respecto a lo segundo, me temo que hoy no será posible, todo está
cerrado con motivo de la festividad, no hay ningún funcionario que pueda
atenderle.
A Jim le asombró la
respuesta de la chica. Curiosa forma de celebrar una fiesta, ni un solo adorno
o guirnalda por las calles, nada del bullicio propio de festejos. Debía ser una
fiesta religiosa o bastante bizarra la de este pueblo, muy lejos de lo que un
forastero podría pretender encontrar si quisiera pasar un rato de
esparcimiento. Inquirió algo más al respecto.
― ¿Y qué se celebra en esa
fiesta?. ¿Cuándo tendrá lugar?
― Será esta noche, en la
playa. La fiesta del mar ― dijo Vera con sensación de desvelar algún secreto.
― Vaya, es una contrariedad
no poder zanjar este asunto hoy mismo. El conductor del autobús me dijo que si
no estaba a las seis en el cruce, tendría que esperar a mañana para volver a la
ciudad ― soltó Jim sin esperar respuesta. ― Voy a pasar primero por la casa
para ver en qué estado se encuentra, pero después de estar tanto tiempo vacía,
lo más normal es que no sea habitable.
Supongo que habrá algún lugar donde poder alojarse esta noche, ¿verdad? ― no lo dijo muy convencido dadas las
circunstancias, pero no le quedaba otro remedio si no quería volver a repetir
el viaje al día siguiente.
Vera vaciló un instante,
miró al techo dubitativa, y finalmente, asintiendo con la cabeza, le respondió:
― Disponemos de un par de
habitaciones en la planta de arriba, no creo que haya inconveniente en que
ocupe una de ellas.
― Estupendo, en ese caso,
avisaré a mi familia para indicarles que volveré mañana. ¿Puedo hacer una
llamada telefónica?.
En realidad Jim no tenía
intención de avisar a ningún familiar. Su idea era poner en conocimiento de su
periódico donde se encontraba, ya que todo era bastante extraño, y quería
obtener más información del pueblo y sus habitantes. Aparte de buscar más datos
en relación a la desaparición de su padre y su vínculo con este fantasmagórico lugar,
aprovecharía para ver como era la
aludida fiesta nocturna.
― Lo siento, señor, nuestro
teléfono está estropeado ― dijo Vera con tono de escasa credibilidad.
― ¿Y no hay ningún otro que
pueda usar?.
― No hay más teléfonos en el
pueblo, excepto en la casa del alcalde.
De repente, Jim creyó que
las cosas serían mucho más fáciles si hablaba directamente con el regidor.
― Tal vez al alcalde no le
importe que use su teléfono. ¿Dónde puedo encontrarlo?.
Verá alzó la mano señalando
a la puerta. El viajero no se había dado cuenta de que, desde su posición, a
través del dintel, podía divisarse el acantilado, y allí en lo alto, la casa
que vio desde el camino cuando se aproximaba al pueblo.
Se despidió de Vera y enfiló
la salida hacia la calle que le había indicado. Todavía no había atravesado el
umbral cuando escuchó a su espalda un sonido gutural, algo parecido a una
persona con problemas asmáticos intentando hablar. No, era Vera hablando tras
la puerta del despacho. No entendió nada de lo que dijo, pero sí escuchó
claramente el clic característico al colgar el auricular telefónico.
Según atravesaba las
solitarias callejuelas, se afianzaba en la mente de Jim la idea de que algo
realmente misterioso ocurría en aquel lugar. Todo un pueblo enclaustrado
durante un día de fiesta, ni rastro de actividad económica, un puerto otrora dinámico
y con raigambre pesquera con su flota desmembrada. Tiempo atrás el mar marcaba
la vida de todos, y los nombres de las calles así lo atestiguaban. A un lado de
la arteria principal conducente al puerto, nombres de barcos, sus partes o
aparejos jalonaban las calles: bergantín, galeón, goleta, palangre, quilla,
trinquete. Al otro lado, la fauna marina: jurel, fletán, bacalao, lenguado,
cachalote.
Por fin llegó al corazón
portuario, la Calle del Pez. Ante sus ojos, la antigua lonja de pescado, en
estado ruinoso, haría estremecer de pena a cualquier avezado marinero. A
continuación, varias casas pintorescas, de tejados en ángulo muy inclinado,
igualmente decrépitas, llamaron su atención. Al pasar junto al número 4, un
sentimiento encontrado se apoderó de Jim. Hacía apenas unas horas que descubrió
que su padre tal vez naciera en la ruina que ahora tenía frente a sus ojos.
Probablemente varias generaciones de sus ancestros habitaron este lugar,
subsistiendo de lo que el mar les ofrecía. Seguramente más de uno sufrió algún
naufragio, víctimas que pagaron con lo más preciado, sus vidas, a fin de que
sus familias salieran adelante. Todo esto a él le era ajeno, pero ahora, de
alguna forma, algún vestigio se hacia eco en lo más profundo de sus entrañas.
Miró al promontorio y pensó
que, antes de dar un rodeo por la ladera de la colina, mejor cruzaría la playa
aprovechando la marea baja. Se atisbaba una suerte de escalinatas que sin duda
servirían al alcalde y su familia para alcanzar la playa. Una vez puso los pies
en la arena, se quitó los zapatos. Comenzó su andadura con paso firme, con el
rumor de suaves olas rompiendo en el espigón de poniente. Según se acercaba,
miró con más atención a la ciclópea mansión. A pesar de tener un aspecto
bastante decadente, resultaba una construcción que no había perdido un ápice de
su majestuosidad gracias a que parecía agarrada a la roca cual mejillón. El ala
oeste se asomaba al vacío desafiando la gravedad, colgando literalmente sobre
el abismo. Si alguien pretendiera, en su osadía, hacer una salto en picado
desde los ventanales, a más de veinte metros de altura, durante la marea alta,
caería directamente al mar.
Llevaba recorrido la mitad
del camino cuando algo yacente en la parduzca arena llamó su atención. Se
aproximó y comprobó que se trataba de un monolito de algo más de dos metros de
largo por uno y medio de lado. Los cantos estaban redondeados en los laterales
y parte superior, como si hubieran estado sometidos al continuo azote de las
aguas durante centurias, o quizás en el fondo del mar. En cambio, en su base,
las aristas se presentaban curiosamente rectilíneas, como labradas con tosco
cincel. No sería descabellado pensar que, en algún momento, el bloque hubiese
permanecido erguido en posición vertical. Pero lo que más llamó la atención de
Jim, aparte del tono rojizo y sus coloridas vetas, fue lo que a modo de
rasguños se podía apreciar en su superficie, apenas unos trazos sin
continuidad, unas hendiduras aparentemente informes, pero que podrían
representar algún tipo de escritura o simbología arcana. Lo que estaba claro es
que aquello lo habían puesto allí a propósito, no sabía quién ni para qué. Un
enigma más que investigar.
Miró de nuevo a la casa,
ahora con más detenimiento dada la proximidad, y por un instante le pareció ver
un reflejo en una de las ventanas, un punto luminoso, que enseguida achacó al
sol que se reflejaba sobre la cristalera del primer piso. Casi sin darse
cuenta, sus pies se encontraban empapados por una repentina y vertiginosa
subida de la marea. Apresuró el paso y en poco tiempo alcanzó la base del
risco. Las escaleras que vio desde lejos se encontraban allí, sí, pero de
cerca, su aspecto era bastante destartalado. Subir por esa suerte de maderos
entrecruzados, corrompidos por el salitre, era una auténtica temeridad, pero no
había vuelta atrás, el agua ya le cercaba. Así que ascendió con toda cautela,
jugándose la vida a cada crujido, y lacerando de trecho en trecho sus manos y
antebrazos con alguna que otra astilla. Ya tendría tiempo luego de pensar como
demonios realizaría el descenso.
Obviamente nadie le
esperaba, así que le pareció apropiado avisar de su proximidad al alcalde o su
familia, no quería asustar a nadie. Mientras ascendía por unos toscos escalones
labrados en la roca, gritó: “¡Hola!. ¿Señor alcalde, está en casa?”. Se plantó
frente a la enorme puerta principal. A aquella altura, el viento soplaba con
más fuerza. Negros nubarrones empezaron a atisbarse allá donde el mar se fundía
con el cielo. No hubo respuesta, así que se acercó a la entrada y dio un par de
aldabonazos. Con el segundo, la puerta batió unos centímetros, al unísono de un
chirrido de bisagras oxidadas. Vacilante, la empujó y se asomó con cautela. Ni
un alma, ni un atisbo de movimiento en su interior. Franqueó el umbral y accedió
al zaguán. A pesar de ser mediodía, las sombras invadían la estancia, todas la
ventanas debían estar cerradas.
Siguió avanzando y se encontró
con una puerta abierta a su derecha, de la que arrancaban unas escaleras
descendentes. Debía ser el sótano, excavado en la roca, también inmerso en la
negrura. Su olfato percibió un hedor salitroso que manaba del fondo, como si
estuviera inundado pero con estancada agua marina, lo cual, bien pensado, le
pareció una estupidez. Se disponía a proseguir la marcha cuando se oyó abajo un
casi imperceptible chapoteo, como si un pez asomará sobre la negra superficie
para volver a hacer inmersión de inmediato. Tal era el estado de nervios en el
que se encontraba que pensó que serían imaginaciones suyas. Todos estos pensamientos
eran absolutamente absurdos e irracionales.
Haciendo acopio de fuerzas y
valentía, se atrevió a subir las torneadas escaleras que conducían al piso
superior, ya con el corazón desbocado por la aventura tan inusual en la que se
había convertido esta visita. Una vez más, la más absoluta oscuridad a
excepción de un haz luminoso proveniente de una puerta abierta al fondo del
distribuidor. Repitió la misma letanía llamando la atención del alcalde, que o
bien era sordo o definitivamente no estaba en casa. Para su sorpresa, una voz
se oyó en la estancia iluminada. Creyó entender un “Adelante”, aunque con un
matiz extraño que le recordaba al de la chica que le atendió en el pueblo.
La escena que observó en el
interior de aquella habitación le heló la sangre. Frente a él, a escasos tres
metros, una mesa labrada con extrañas formas sobre la que un único objeto
todavía se mecía de un lado a otro. Se trataba de un catalejo antiquísimo. Esa
sensación de sentirse en todo momento observado quedó confirmada. Ese destello
en la ventana sin duda sería la lente siguiendo sus movimientos por la playa.
Las paredes se mostraban desnudas, tan sólo las marcas perimetrales de los
cuadros apoyados antaño contra las mismas dibujaban composiciones asimétricas.
Altos cortinajes colgaban del techo cubriendo los anchos ventanales, a
excepción de un lateral por el que se tenía una excelente visión de la playa a
un lado, y al otro, el infinito horizonte esmeralda. Y tapando parcialmente
este escenario, una silueta de casi dos metros de altura, de espaldas a la
puerta, vistiendo una especie de bata plomiza con capuchón, permanecía inmóvil
contemplando el paisaje sin prestar atención, aparentemente, al recién llegado.
En el suelo, un charco delataba que el propietario de la mansión acababa de
darse un baño, sin preocuparse del rastro húmedo que dejaba a su paso.
― Bienvenido, señor Donohoe
― pronunció con voz grave. El eco retumbó por toda la estancia. Llegado a este
punto, Jim hizo de tripas corazón y contestó.
― Señor alcalde, es un placer
conocerle ― Tras una breve pausa en la que trataba de buscar las palabras
adecuadas, continuó. ― Permítame la pregunta, ¿cómo sabe mi nombre?. ¿Acaso nos
conocemos y no acierto a recordarlo?.
― No, nunca hemos coincidido
usted y yo. Pero al igual que usted ya conoce a mi hija, yo una vez conocí a su
padre. Y el tremendo parecido entre ambos le delata.
Jim se quedó perplejo. No
sabía qué pregunta realizar a continuación pues varias incógnitas se habían
abierto en tan breve conversación.
― ¿Su hija, dice? ― acertó a
decir medio tartamudeando.
― Vera ― replicó el otro,
conciso.
― Entiendo, una chica muy
amable, todo hay que decirlo― trató de ganarse su confianza con una lisonja,
aunque a continuación no pudo contenerse― sólo que algo mentirosa, porque seguro
que el teléfono sí que funcionaba, y le llamó a usted nada más salir yo del
edificio. ¿Me equivoco?.
― Está en lo cierto. Pero
dado que, al parecer, nos honrará con su presencia esta noche, durante nuestra
celebración, mi madre y yo queríamos conocerlo personalmente.
― Vaya, no sabía que la
familia del alcalde se volcaba de esta forma con todos los visitantes, lo
tomaré como un halago― dijo en tono capcioso. El miedo inicial había dado paso
a una malsana curiosidad. Si quería averiguar lo que sabía acerca de su padre,
tenía que seguir tirando del hilo.
― Aquí siempre celebramos el
retorno de uno de los nuestros. Los Donohoe han dado la vida por sus familiares
y vecinos durante décadas ― aseveró ― y esperamos que lo sigan haciendo...
Esta última frase dejó a Jim
algo descolocado, no sabía que pensar, pero algo siniestro subyacía bajo la
apariencia de humor negro.
― Entonces no es necesario que le cuente lo que
he venido a hacer aquí.
― No, no es necesario ―
contestó la sombría imagen. ― De hecho, podría decirse que le estábamos
esperando.
― ¿Esperándome?. ¿Cómo es
posible?. Ayer mismo tomé la decisión de venir aquí y no lo comenté con nadie.
― La conversación comenzó a tomar tintes dramáticos, Jim estaba totalmente
desconcertado ante la omnisciencia de este personaje.
― Como le dije, también su
padre un día se presentó aquí, ahí mismo, donde está usted, y también tenía
muchas preguntas. Quería respuestas, y las obtuvo, pagando el tributo necesario
para obtenerlas.
― ¿Y qué tributo era ese, si
puede saberse?
― Su vida.
En este punto, Jim creyó
volverse loco. Las piernas le empezaron a temblar, apenas podía sostenerse
sobre ellas. Lo que era una mera suposición, finalmente se reveló como la cruda
realidad. Su padre vino aquí buscando respuestas y murió por ello. Ahora él
estaba allí, tal vez ante el mismo asesino, y no sabía lo que iba a ocurrir a
continuación, pero si su fin estaba cerca, al menos prefería saber a qué se
enfrentaba y qué razones empujaban a este loco desconocido a acabar con su
estirpe. Intentó dejar a un lado el miedo y centrarse de nuevo en el
interrogatorio, desenredar la urdimbre que envolvía este misterio.
― ¿Qué mal le infligió mi
padre para querer acabar con su vida?.
― Se olvidó de la prudencia
que había mantenido durante muchos años.
― ¿A qué se refiere?.
― Su padre tuvo la desdicha
de estar presente la noche en que falleció el asesino del mío.
― ¿Y tal hecho cuándo tuvo
lugar?.
― Hace mucho tiempo, él
apenas era un muchacho.
― ¿Acaso defendió a ese asesino,
que finalmente murió?. ¿Cómo pudo él ofenderle a usted?.
― No, su mera presencia fue
suficiente para marcar su destino. Fui yo quién, de alguna forma, maté al
asesino de mi padre.
― No entiendo nada― Jim
estaba en un completo estado de confusión.
― Pobre idiota, todavía no
sabes a lo que te estás enfrentando. Va más allá de lo que puedas imaginar.
La figura comenzó a moverse,
girando su cuerpo, la cabeza agachada, en dirección a Jim. El contraluz impedía
ver los rasgos de su cara. Permanecía con los brazos cruzados. Prosiguió la
charla por otros derroteros.
― Dime, Jim, seguro que te
ha llamado la atención esa roca en la playa, ¿verdad?.
― Es extraña, sí. ¿Qué es?.
¿Qué hace ahí?.
― Es la tumba de mi padre,
Malcom Shield.
― Ese nombre si recuerdo
haberlo leído en recortes de prensa. ¿Cómo murió?.
― Abatido a tiros, a manos
de su íntimo amigo Garred.
― ¿Y qué motivó ese crimen
si eran amigos?
― Descubrió la verdadera
naturaleza de mi padre. ― Se hizo el silencio. La tensión era máxima.
Prosiguió. ― Por eso lo mató.
― ¿Tan horrenda fue esa
revelación?.
― Garred se aterrorizó al
ver en lo que mi padre se había convertido. El mismo horror que vivió su padre cuando
nos encontramos frente a frente, años más tarde, junto al cadáver de ese
asesino. Dicho esto, ¿todavía le interesa saberlo?.
Jim, en este punto, estaba
al borde del paroxismo, ya era plenamente consciente de que éste ser sin
entrañas se movía por pura crueldad y venganza. Pero, ¿qué secreto era el que
escondía y que, una vez revelado, implicaba morir a sus manos?.
― ¡Por todos los Santos!.
¿Va a decirme de una vez quién o qué es usted? ― gritó como un energúmeno, ya
no le era posible sujetar sus nervios, este diálogo era exasperante.
― No es necesario que grite,
mi madre está abajo, dándose un baño, y podría pensar que pretende agredirme.
Seguro que a ella le agrada usted. Estará de acuerdo conmigo en que una madre
está dispuesta a cualquier cosa por un hijo ― prosiguió hablando ajeno al
estado de nervios de su interlocutor ― y Mirella ha sido una madre estupenda, todos
mis hermanos la quieren mucho.
El jadeante Jim Donohoe había ya perdido contacto
con la realidad. Su cara desencajada era la viva expresión del que prefiere
alejarse de lo que sus sentidos mandan al cerebro para cobijarse bajo un
paraguas de indiferencia. Todavía quedaba un último golpe de efecto para
terminar de encajar las piezas, para el cual tampoco estaba preparado.
Por fin, aquel engendro se
desenmascaró. Levantó su cabeza y lentamente se bajó la capucha. Ante los ojos
de Jim apareció un rostro que poco tenía de humano. Un médico hubiese dicho que
padecía de un grado exacerbado de ictiosis, pues tenía el cuerpo cubierto por
finísimas escamas de un tono azulado; exoftalmos o proctosis ocular, por esos
ojos anormalmente grandes y saltones; abléfaron, por la ausencia total de
pestañas; microtia, por apenas ser perceptibles pequeños apéndices donde se
supone deben estar las orejas; cebocefalia, con ausencia total de nariz y un
único orificio nasal; prognatismo mandibular, con el labio inferior muy prominente
y desproporcionado respecto al superior;
microstomía, con una boca pequeña, y además plagada de pequeños dientes
afilados. La membrana interdigital en las manos y las agallas en su cuello eran
otros rasgos distintivos del engendro. Un lego en cuestiones médicas
simplemente hubiera dicho que estaba frente a una aberración, un pez
antropomórfico.
Los acontecimientos que
ocurrieron a continuación no dejaron ya huella en el consciente de Jim. Cuando
se quiso dar cuenta, estaba volando por encima del ventanal, cayendo
directamente al mar. Allí, un buen puñado de seres similares a Shield lo
arrastraron a la playa, tumbándolo sobre la inquietante piedra, lápida y altar
a la vez. No podía oponer resistencia, su cuerpo ya no respondía. La sal
entraba en las heridas que se había producido en sus manos durante el ascenso,
al tiempo que su sangre se mezclaba con el océano.
Tras el crepúsculo, más y
más acólitos, en ceremonioso silencio, salían de las profundidades marinas, y
se acercaban al desdichado para arrancar apenas un pequeño bocado de su
anatomía. Así lo hizo también Vera. El ritual culminó una vez más profiriendo
plegarias en su particular galimatías, una macabra orgía en honor de sus
deidades. La naturaleza algún día se invertiría, cuando todos los hermanos
estuviesen preparados, cuando todos hubiesen probado el sabor de la carne
humana, sólo entonces el pescado pescaría al pescador, una raza aniquilaría a
la otra para reconquistar lo que antes fue suyo.
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