"Familia mirando el mar,
mamá y niñas", óleo sobre tela, Leandra, Buenos Aires 2012
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Adriana
solía pasear junto al mar todos los días. Recogía caracolas que le servían para
hacer manualidades. Se sentaba en la arena mirando al horizonte, pidiendo un
único deseo, que sus hijas estuviesen bien. Ese día, que era su cumpleaños,
llevaba consigo una botella con un mensaje dentro. Dejemos que el contenido del
manuscrito quede siempre en la intimidad de sus sentimientos. Arrojó con todas
sus fuerzas la botella tapada con el champán que había descorchado por su
cincuenta cumpleaños y sonrió. El mar se había tragado, fiel amigo, sus
lágrimas, sus risas, sus cuitas. Le había contado tantas cosas a su amable y
silencioso interlocutor… Volvió a casa, un pan dulce se cocía en el horno. Sus
hermanas venían esa tarde a merendar y su marido estaba feliz en su despacho.
Podría decirse que su vida, a pesar de todo, no estaba tan mal.
Mar,
fotógrafa, cerró con llave la puerta del estudio. Contempló el escaparate, al
que había añadido fotos nuevas. Eran de una antigua azucarera, hoy convertida
en residencia para artistas: grupos de música, de teatro, pintores, escritores,
modelos… Una mezcla de lo antiguo con lo actual. Precioso. Era una pequeña
muestra, pues todo el material estaba embalado para la exposición en Madrid,
que tendría lugar dentro de dos semanas.
De
repente sintió que se mareaba, que su visión se volvía borrosa; no era la
primera vez, ya estaba acostumbrada y sabía que no debía preocuparse, su salud
estaba bien. Se sentó en un banco del parque de enfrente y cerró los ojos. Como
siempre, la visión era la misma: dos niñas de cabello alborotado corriendo
junto al mar, de la mano y, a lo lejos una voz maternal, divertida “¡cuidado,
no os acerquéis tanto al agua, hoy el mar está revuelto!”. De nuevo sintió la
emoción del recuerdo pero ¿qué significaba aquello?, le hacía muy feliz esa
imagen pero al tiempo la entristecía pues no sabía que significaba. Trataba de
atraparla para que no se fuera, la retenía para captar colores, olores,
tamaños, igual que hacía con el objetivo de su cámara, pero ahí se terminaba
todo. No alcanzaba a alargar ese momento, no lograba saber más.
Su
visión volvió a la normalidad y se dirigió a la cita con su representante. Su
trabajo la fascinaba. Cada vez que miraba con la lupa una foto descubría cosas
nuevas, lo que no ocurría con su sueño. Era tarde y tenía ganas de concluir los
detalles para poder marcharse a casa, darse un buen baño y contemplar el mar. Ella
lo atribuía a su nombre, toda su vida había querido vivir en una zona costera y
ahora, después de muchos esfuerzos lo había conseguido. Mar era sorda de
nacimiento por eso su olfato se había desarrollado como el de un gatito y los
olores que el mar le traía, hacían que se sintiera feliz, arrullada, serena.
Así que se recogió la rebelde melena de rizos indómitos en un coletero de seda
y anduvo rauda para que nada ni nadie le robara el mejor momento del día.
Al
otro lado del país, frente a las marismas del Guadalquivir, otra Mar, más
delgada pero de igual cabello, trataba de poner fin a sus tesis en
Antropología. Ya estaba todo hecho, lo más duro: años investigando genes y
evolución. Sólo faltaban detalles triviales. Dos editoriales esperaban con
ansia que leyera la tesis para publicarla y ellos se encargarían del color de
la portada, de los datos biográficos, del autor del prólogo y de su foto. Le
habían recomendado un estudio de una fotógrafa que se estaba haciendo un hueco
importante. Y, ahora, que el esfuerzo de los últimos años estaba por concluir,
había decidido tomarse unos días de descanso. Tenía la reserva de uno de los
mejores hoteles de Madrid, necesitaba descansar y aprovecharía, entre otras
cosas, para ver la exposición de fotos “La vieja azucarera”, de la artista que
se llamaba como ella, para decidir si las fotos que iba a incluir en el libro,
incluso la suya propia, las iba a encargar en su estudio.
Mar
antropóloga, se estiró para desentumecer los músculos del tiempo transcurrido frente
al ordenador, cogió de la entrada su chal favorito, de lana suave y bordados y
se dispuso para su paseo vespertino. Cada día era igual y diferente, ese olor
húmedo del Odiel, la vegetación, en algunos lugares escasa, en otros frondosa,
poblada de carrizos, castañuelas y bayuncos. Verde en primavera, cuarteada en
verano, escarchada en invierno. “Mañana haré la maleta”, se dijo, y como una
niña encantada, cruzó el frondoso bosque de acacias de su jardín, para
adentrarse en los olores de la ciénaga.
Adriana
colgó en el salón su último cuadro, eran sus niñas, cogidas de las manos, con
sus rizos al viento y sus lazos colocados “a la deriva”, como ella entre risas
las peinaba. Sus preciosas gemelas, sorditas de nacimiento, criadas con todo el
amor de sus padres, que desaparecieron en el incendio del respetable colegio
“Escuelas Pías de San Fernando”. Sus dos mares, porque, a pesar del enojo de la
familia y de la terquedad del sacerdote que las bautizó y del funcionario del
registro, se llamaban igual. Bueno, al final tuvo que transigir y le añadió a
una, Silvana, a la otra, Laura. Y así quedó.
-
Las niñas… te ha
quedado impresionante este cuadro querida, aunque siempre digo lo mismo cuando
terminas uno, pero este tiene algo especial. ¿Todavía piensas que nuestras
pequeñas puedan estar vivas?, era Raúl, su marido.
Adriana
se volvió para darle un beso. Habían sufrido mucho. Ya hacía veinte años de
aquel horrible accidente en el vetusto recinto de los Padres Escolapios, donde
Mar y Mar, aprendían a hablar con sus manitas. Tenían seis años cuando, quién
sabe por qué, el colegio ardió como si fuera un débil tul. Todo, todo
desapareció bajo las cenizas. Tapices, cortinas, alfombras, juguetes,
documentos… y lo peor, algunos niños que jamás fueron encontrados. Los forenses
dijeron que el fuego los había convertido en cenizas y, aunque Adriana y Raúl
durante años investigaron, demandaron, lloraron, gritaron… llegó un momento,
eso que los psicólogos llaman “punto muerto” y les aconsejaron que si no
querían volverse locos, que rehicieran su vida, que tuvieran más hijos, que
mantuvieran a las dos “Mares” en el recuerdo. De cara a la galería así lo
hicieron, excepto lo de tener más hijos. De puertas para adentro de sus vidas,
hablaban en secreto, fantaseaban con una historia inventada: que sus niñas
lograron escapar del fuego y juntitas emprendieron otro camino y que algún día
llegarían de nuevo.
-
¿Te gusta?, si
Raúl, están vivas, así lo siento y son felices, también lo siento, porque
nosotros siempre deseamos que lo fueran. Volverán, te lo aseguro.
El
AVE llegó puntual. Mar, antropóloga
había dormido todo el rato y estaba descansada. Tomó un taxi y una vez en la
habitación se dio una ducha rápida y se vistió con unos pantalones blancos y
una camiseta, y un bolso florido, liviana y casual, no era cosa de llamar la
atención, sino de mezclarse entre los asistentes a la inauguración de la
exposición de forma anónima, quería saber más de esa fotógrafa que la editorial
había elegido para ella.
Llegó
pronto, antes de que periodistas y curiosos pudieran arrebatarle el momento de
estar a solas con las fotos. Una a una captaron su atención con sumo deleite,
la obra era asombrosa, magnífica, incluso había algo en ella que le resultaba
familiar, “buena elección”, “la editorial sabe lo que hace, me gusta”. Se
retiró un poco para ver una foto con perspectiva cuando, sin querer, tropezó
con alguien y se volvió para disculparse con el lenguaje de sus manos.
-
Lo siento… Dios
mío!!, se estaba mirando en un espejo, la mujer que tenía enfrente era igual a
ella. Un poquito más rellena pero idéntica.
-
¿Quién eres?, le
preguntó la chica elegante que tenía sus ojos, su pelo, su boca, el lunar junto
al labio… Lo hizo por gestos, nerviosa.
Mar,
antropóloga, frente a Mar, fotógrafa, no supo que decir, qué hacer y salió
huyendo, con el corazón latiendo a mil por hora, con las lágrimas surcándole el
rostro, con miles de imágenes en su mente: “Yo cuidaré de ti, dame la mano,
vamos a buscar a nuestros padres”. Recordó el incendio, a su hermana, a su
bella madre, a las diligentes monjitas que reían ante sus diabluras; recordó
las tardes junto al mar, que a ella le daba miedo, ni siquiera había aprendido
a nadar, sólo se sentía segura bajo la dulce vigilancia de su madre y asida a
la manita de su hermana gemela. Sin saber cómo, había llegado al hotel y, con
el rostro transmutado, pidió que alguien hiciera de intérprete por ella y
llamara a la exposición para decirle a su hermana dónde se alojaba y que la
esperaba allí al día siguiente.
Así fue como el mar de agua dulce y agua salada
llegaron a confluir, mezclando sus sabores, sus amarguras, sus talentos. Todos
los ríos llegan al mar y el río de Mar, antropóloga, se fundió en el océano de
Mar, fotógrafa. Juntas de nuevo emprendieron el camino de vuelta. Hacia el
hogar al que nunca llegaron, a los brazos de Adriana y Raúl.
Muy emocionante,Enhorabuena!!
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