Estás en el fin del mundo,
cuando más arrecia la lluvia.
Flamas de espuma como diablos
chocan contra las rocas
que te sirven de parapeto.
Más allá del mar sólo hay mar.
Más allá de ti sólo queda silencio.
Una última niebla amenaza caer
para envolver los rastrojos
de una ya atemorizada tormenta,
será el sudario gris que te envuelva
frente a una noche quebrada de oscuridad.
No quedan estrellas que guiar tu nave,
aunque tampoco hay nave,
sólo deshechos de lo que pudo haber sido
desperdigados por los arrecifes.
Son los dientes de la tierra
masticando tu vida,
recogiendo del mar todas las vidas
que tuviste y que perdiste,
hay apuestas que quedan a sotavento.
Aún te reprochas en esta playa
de escollos afilados y perdidos
no haber sabido hacerlo mejor,
aún te lo reprochas,
sin concebir que tu brújula
estuvo trucada
desde el inicial momento del viaje.
La derrota de tu nave es tu derrota.
Así estuvo siempre escrito en las cartas marinas.
Nunca hubo puertos y bahías a la espera,
nunca brisas fáciles que conducir a ensenadas,
sólo zozobras descontroladas entre arrecifes,
para al final recalar en el último recodo,
ideal para un faro que nunca asistió a la luz,
la última colina desde donde otear
el fin del mundo, de tu mundo, de cada mundo.
Donde todo acaba,
donde todo empieza,
donde cada ola repetida hasta la saciedad
siempre fue la misma.
Quizá esperas haber llegado
y aún no sabes si has partido,
y al fin tan sólo tomas constancia
de que siempre estás en el fin del mundo,
cuando más arrecia la lluvia.
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