La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de junio de 2016

Lo que vino de las profundidades, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.

Ilustración de Pablo Gómez



I
            El viejo Garred encendió su pipa con suma lentitud. Fuera, la lluvia arreciaba y las gotas golpeaban torrenciales los cristales. Hacía rato que los dos guardábamos silencio, absortos en sombrías reflexiones, escuchando el rugir enfurecido de la mar.
            —¿Sabes, chico? Una noche así, ningún barco debería estar navegando —musitó con voz sombría.
            —¡No me diga que un marino como usted tiene miedo de una simple tormenta…!
            El gesto del anciano me heló la sangre: sus pupilas se dilataron, su barba cenicienta se erizó.
            —¡Ignoras lo que ocultan esas aguas, insensato! ¡Los mayores secretos de la naturaleza se esconden bajo los océanos!
Garred miró hacia la ventana y suspiró profundamente. Me quedé desconcertado. Desde algo más de un año, pasaba largas horas de trabajo en su pesquero: jamás lo había visto así.
            —Pero, señor, ¿qué le ocurre?, yo sólo bromeaba.
            Su rostro avejentado se endureció.
            —¿Ves la casa que está sobre el cerro? —dijo, dándome la espalda. Hice un esfuerzo hasta que mis ojos se adaptaron a las sombras, y al fin distinguí el contorno del vetusto caserón.
            —Ah sí, pero allí no vive nadie, señor; que yo sepa, lleva mucho tiempo abandonada.
            El viejo marino se hundió en su sillón y me miró fijamente mientras aspiraba el humo de su pipa.
            —Allí vivía un amigo mío: Malcom Shield.
            —¿Y qué tiene eso que ver con los misterios del mar? —interrumpí.
            Garred sonrió tímidamente. Pero su sonrisa era triste; muy triste. Se diría que una inmensa pena laceraba su espíritu.
            —Voy a contarte, querido muchacho, algo que he guardado en mis entrañas muchos años, emponzoñando mi vida día tras día. Ahora que siento cerca mi final, quizá sea el momento de advertirte antes de que sea demasiado tarde.
            »Como ya te he dicho, aquella era la casa de Malcom Shield. Hacía tiempo que se había casado. La semilla de un hijo era el mayor deseo del matrimonio. Su mujer, Mirella, una triste aldeana, quería a toda costa un varón, y todas las noches rezaba por ello en silencio. Hacía dos años que intentaban traer al mundo un retoño y, hasta el momento, sus plegarias habían sido en vano.
            Sólo faltaban dos semanas para que empezara la temporada del cachalote. Malcom no estaba de humor: la sombra del último barco destrozado por un temporal inquietaba su ánimo.»

            Durante unos minutos, Garred meditó. Echó tabaco en su pipa y dio varias caladas. Su mirada era fría. En aquel momento sentí que un temor malsano helaba su alma.
            »El puerto presentaba un aspecto sombrío aquel amanecer de febrero. La mayoría de los marineros preparaban sus navíos pensando en las largas jornadas de duro trabajo que les esperaban lejos de su hogar. Otros, en cambio, apuraban sus cervezas en la mugrienta taberna portuaria, que entonces regentaba Sac, el tuerto. No eran muchos los que le trataban, pero, desde luego, puedo asegurarte que a nadie le gustaba ese ojo vidrioso ni la extraña forma en que hablaba entre susurros. Malcom lo consideraba un ser repugnante.
            En pocas horas la flota estaba en alta mar. Cuatro balleneros zarparon aquella infausta mañana. Las verdes aguas del Atlántico se extendían por todas partes hasta más allá de donde el ojo humano puede contemplar. La embarcación de Malcom fue, según supe después, la última en llegar al caladero.
Durante varias semanas la vida del pueblo siguió tan vacía como siempre. Las mujeres aguardaban el regreso de sus esposos con su habitual resignación.
            Yo, por mi parte, no había podido embarcar por primera vez en veinte años debido a una gripe que debía haberse iniciado en el mismísimo infierno. Estaba, te lo puedes imaginar, de un humor de perros. Pasé dos largas semanas en cama maldiciendo a todo aquél que se acercaba a mí. No podía siquiera imaginar que esa enfermedad me había salvado la vida.
            Transcurrido un mes desde su marcha, seguíamos sin noticias de nuestros muchachos. Era raro, ya que, con frecuencia, algún mercante informaba de cómo iba la pesca a su paso por el puerto. Pero esa vez no vino ningún barco.
            Ya estaba totalmente recuperado y la inactividad me producía un tremendo desasosiego. Vagaba taciturno por desfiladero a fin de distraerme y encontrar un poco de alivio ante mi penosa situación. ¡Ojalá hubiera continuado en aquella bendita apatía!


II

            En la noche del 14 de marzo, un barco atracó en Fastum. Una ligera niebla cubría el negruzco litoral. Era el primer navío que llegaba desde la partida de los pesqueros. Mi primera reacción fue de intensa alegría, pero, al perfilarse la silueta de aquella embarcación, un oscuro sentimiento invadió mi corazón. Aquella nave avanzaba en el más absoluto silencio. Ningún hombre asomó en cubierta. Su casco era de un intenso color verde aceituna. De los mástiles colgaban desgajados trozos de lo que, en otro tiempo, fueron recias velas, asemejándose a una espectral tela de araña. A medida que se aproximaba, pude percibir un extraño hedor. El mar permanecía en una inquietante calma, sin hacer el más leve susurro. La siniestra embarcación proseguía deslizándose hacia tierra entre sombras fantasmales, y la pestilencia que desprendía a su paso era cada vez mayor.
            No sé cuánto tiempo permanecí contemplando aquella espantosa visión. De pronto, un ruido hueco me sacó de mi estupor. La nave había encallado a unos cincuenta metros de la costa, deteniéndose por completo».

            En este punto, el viejo marinero dejó su pipa en la mesita y fue hasta la cocina. Llenó una jarra de ponche; al cabo, volvió hasta la butaca, tomó asiento y, tras beber un buen trago, prosiguió su relato.
            »A esa distancia ya no tuve duda: se trataba de uno de nuestros balleneros. En él se había enrolado Malcom. En ese momento, dudé entre ir a avisar a alguien o acercarme para comprobar si algún tripulante se encontraba a bordo. Pudo más mi curiosidad y mi deseo de hacer algo útil después de tanta inactividad. Pese a la creciente hediondez que inundaba la playa, me acerqué y logré arrastrar un pequeño bote hasta las frías aguas que habrían de llevarme hasta aquel navío decrépito.
            El trayecto fue penoso. Tenía la impresión de que miles de ojos vigilaban desde el fondo del abismo marino. El viento comenzó a gemir a barlovento, trayendo consigo el ulular de turbias algas. Cada vez se hacía más difícil respirar. Al fin alcancé la proa, que estaba totalmente cubierta de moho húmedo. Con gran esfuerzo, conseguí trepar por unos desgastados cabos hasta cubierta. El horror que contemplé en los minutos siguientes me acompañará hasta la tumba.
            La desolación más absoluta se extendía por todas partes. Una nauseabunda alfombra de hongos cubría la popa por entero. A proa, sin embargo, un asqueroso líquido violáceo infestaba la superficie. Tuve que taparme la nariz con un pañuelo para no vomitar. Avancé con cuidado, pues el limo me hacía resbalar continuamente. Ni rastro de los tripulantes. En ese instante no me atreví a plantearme qué había ocurrido y cómo llegó el barco hasta la costa: mi único deseo era encontrar a alguien con vida.
            Haciendo acopio de todo mi valor, llegué hasta la escotilla que conducía a los camarotes. Conforme bajaba los oscuros peldaños, la presencia de aquella sustancia acuosa se volvió más intensa y pegajosa. Proseguí, pese a la creciente dificultad. Y al llegar ante el primero de los compartimentos y ver lo que albergaba en su interior, mis nervios no pudieron más. Mi grito debió escucharse en todo el litoral.
            Lo siguiente que recuerdo es mi mejilla pegada a la horrible inmundicia violeta, ahora más espesa. Me incorporé, arrancando varias tiras pastosas adheridas a mi piel. Lo que había sido mi pañuelo flotaba en aquel río de pesadilla atravesado por minúsculos agujeros.
            Al contemplar de nuevo el siniestro habitáculo, un escalofrío me recorrió la espalda. Mi cuerpo se atenazó. En el fondo del cuartucho, yacía un cuerpo antropomorfo envuelto por completo en un infecto líquido gelatinoso que yo bien conocía. Los rasgos del pobre ser sufrían una desfiguración horrible. Bajo la gruesa capa de masa violácea, se intuían unos ojos presa del mayor de los espantos. Pero lo más terrible de todo es que aún respiraba.
            Pese a la blasfemia que gemía enfrente, me acerqué para tratar de liberarle. Saqué mi navaja y corté parte del macabro envoltorio. Ninguna persona hubiera podido emitir el alarido que profirió el engendro acuoso. ¡Dios del cielo, muchacho! ¡Aquello no podía ser de este mundo! ¿Qué clase de caos oceánico inundaba esa nave?
            Del interior del viscoso caparazón, surgieron cientos de crustáceos más negros que la noche. Tenían la cabeza en forma de hongo, plagada de ojillos amarillos, y diez patas velludas rematadas en una especie de ventosas. El ser encapsulado rompió para siempre mi equilibrio mental.
            Recordaba a una babosa marina. Tenía la piel cubierta de escamas verdosas; carecía por completo de extremidades, aunque se apreciaban dos incipientes aletas en su largo tronco. La boca era gigantesca, surcada por pequeños dientes afilados como dagas. Más arriba, refulgían dos ojos vítreos y saltones. En la parte lateral del grueso cuello asomaban dos agallas. ¡Y por ellas continuaba jadeando roncamente aquella abominación!
            El miedo se apoderó de mí hasta las entrañas. Salí del repulsivo camarote y eché un vistazo al fondo del pasillo. Cinco cuartos permanecían abiertos de par en par. La idea de toparme con la misma aberración me llenaba de espanto, pero era preciso comprobar si aún quedaba alguien con vida tal y como los mortales la conocemos.
            Mientras inspeccionaba el resto de estancias, los desquiciantes gemidos del monstruo acentuaron su intensidad. Para mi asombro, las encontré vacías. Desalentado, traté de dar con algún superviviente, pero fue en vano. ¿Qué demonios habría ocurrido en alta mar? ¿Dónde estarían los demás marineros? Eran demasiadas preguntas para una mente al borde de la locura.
Actué rápido. Busqué cerillas en la cocina y botellas de licor en la despensa.     Salpiqué el pasillo de tablas con ron, subí hasta la cubierta y arrojé varios fósforos prendidos al interior. Luego salté al agua, presa del paroxismo, y nadé hasta el bote. El hedor acre que emanó del barco incendiado vino acompañado de un rugido tan horrible que creí perder la razón.
            Las olas me arrastraron pesadamente hasta la playa. Una sombra humeante se hundía tras de mí. Exhausto, me desplomé en la fría arena. Mi agotada mente cedió y quedé medio inconsciente. Lejanos y confusos, seguían llegando hasta mí los crujidos del detestable ballenero».

III

            Unas gotas en la cara sacudieron mi estupor. En pocos minutos se formó una tormenta como nunca había visto Fastum en su historia: como no había vuelto a ver hasta esta noche. 
            Me cubrí con el abrigo y eché a correr en mitad del aguacero mientras, a ráfagas, el cielo se tornaba de un blanco cegador. Al poco de iniciar mi frenética carrera divisé, a través del velo de agua, un hombre tendido boca abajo cerca de la orilla, como si el fuerte oleaje lo hubiera arrastrado hasta allí. Lo así con firmeza y lo puse boca arriba: era Malcom Shield. Al palparle la cabeza, advertí un abultamiento en la parte izquierda de su nuca. Acto seguido comprobé que su corazón seguía latiendo y, tras insuflarle aire en los pulmones, recobró el conocimiento. Lo levanté con esfuerzo y, apoyándose en mi hombro, caminamos trabajosamente hasta el pueblo.
            La furia oceánica alcanzaba dimensiones abismales. Ensordecedores truenos rasgaban la bóveda celeste a una velocidad endiablada. Cuando llegamos a la casa de los Shield, el alba intentaba desperezarse.
            Mirella abrazó largamente a su marido mientras daba gracias a Dios. Malcom no había dicho una sola palabra desde que lo recogí. Decidimos acostarlo y llamar al médico para que lo inspeccionara cuanto antes.
            El doctor recomendó que evitáramos alterar al paciente, ya que éste sufría una fuerte conmoción nerviosa, y ordenó cambiar cada tres días unos apósitos puestos entre el espinazo y la región occipital de su cabeza, a fin de reducir la inflamación.
            Transcurrieron las semanas. Malcom iba mejorando, aunque aún se encontraba un poco débil. La única alusión que hizo a lo ocurrido fue que, pasado un mes de su llegada al caladero, una inmensa tempestad los había sorprendido; añadió que, tras partirse el trinquete, sintió un dolor sordo en el cráneo. Nada más recordaba. No sabía cómo había llegado hasta la costa.
            Por una parte, me alegré de su bendita amnesia, pero, por otro lado, su explicación me generaba aún más interrogantes. Y esa extraña protuberancia en el lóbulo de mi amigo no disminuía.
            Paulatinamente los Shield abandonaron la vida social. Mirella apenas salía una vez por semana a comprar pescado, y Malcom se negaba a dar sus acostumbrados paseos matutinos. Sólo a regañadientes consentía que fuera a verle de cuando en cuando. Fue en una de esas visitas esporádicas cuando supe que Mirella estaba embarazada. Sin embargo, el alborozo que yo esperaba ante la feliz noticia, sólo se tradujo en una discreta alegría.
            A medida que pasaban los meses, el aislamiento y las extravagancias de la pareja se hicieron cada vez mayores. Mirella únicamente dejaba su hogar los días de lluvia. Para colmo, una noche salí a caminar por la playa y los sorprendí bañándose desnudos y nadando mar adentro hasta perderlos de vista.
            A mis preguntas sonreían; decían que era bueno para el niño en camino.
            Un sudor frío roció mi cuerpo al ver cómo Mirella se cubría el cuello con una oscura pañoleta. Quizá mis nervios me engañasen, pero daba la impresión de que su nuca se había hinchado.
            Yo parecía el único ser humano al que no evitaban. Pero, a pesar de esta aparente calma, en el fondo de mi mente seguía germinando un temor glacial. Continuaba haciéndome preguntas y sufriendo pesadillas. No tardaría mucho en producirse el culmen de todos mis espantos.

IV

            Se acercaba la hora en que Mirella Shield daría a luz a su hijo. Pedí a Malcom estar presente en el parto y éste se negó en rotundo. El bulto en su nuca había aumentado. Me expusieron su intención de trasladarse a una isla cercana después del alumbramiento aduciendo que el bebé estaría mejor allí que en Fastum. Yo no me opuse, pero no entendía el motivo y sus argumentos no me convencieron. Francamente, estaba desconcertado. El secretismo con que manejaban todos los aspectos relacionados con el embarazo me llenaba de inquietud. Contra toda lógica, ni una sola vez acudió el doctor a ver a Mirella y al niño que gestaba en sus entrañas.
            Faltaban pocos días para que el retoño de los Shield viniera al mundo y, ante la insistente negativa de mi amigo, tomé la decisión de estar presente en aquel parto a toda costa. No podía soportar la tenebrosa incertidumbre, la duda      terrible, las preguntas espantosas. Había visto demasiadas cosas como para no intuir que una oscura amenaza se cernía en nuestra costa.
            Desde ese momento, la vigilancia de su casa se convirtió en mi obsesión. Me oculté en lo alto del cerro, a pocos metros de la casa, prestando oídos a cualquier sonido que aflorara en su interior. Una tarde que llovía a cántaros, la solitaria pareja salió de su hogar en dirección a la playa.
            Tenía todo preparado. Llevaba mi rifle, bien oculto, municiones, una cantimplora y una bolsa de cuero con pan y algunas frutas. Aprovechando esta ocasión inmejorable, forcé la vieja cerradura del portón trasero y trepé hasta la buhardilla para esconderme allí hasta que se produjera el temido desenlace. Me sequé un poco e hice unos pequeños agujeros en la trampilla de madera: quería observar todo lo que sucediera en el piso de abajo.
            Minutos más tarde, Malcom y su esposa aparecieron empapados por completo. Nada más entrar, ambos se despojaron de sus ropas, pero, en vez de mudarse, permanecieron desnudos. Y, ante mi creciente asombro, vi cómo se sentaban a la mesa y devoraban un salmón crudo.
            Sus prominencias habían desaparecido, pero ahora, en su lugar, aparecían dos ranuras escamosas a cada lado del cuello. Tuve que taparme la boca para no dejar escapar un grito.
            Al cabo de un rato se fueron a acostar. Aunque no tenía hambre, comí una manzana y aguardé. Cada minuto de angustiosa espera se me hizo eterno.
Entrada la madrugada, un jadeo lejano me sobresaltó: Mirella estaba de parto. Desde mi posición no podía verlos, pero escuché con atención. La sangre se me agolpaba en la cabeza, haciéndome consciente de una tensión insoportable. No me gustó la forma en que brotaron unos extraños susurros procedentes de su habitación. En ese instante recordé un detalle que me alarmó aún más si cabe. Desde que llegaron, en ningún momento habían hablado.
            El eco de aquel siniestro gimoteo emitido por el ser baboso cruzó mi cerebro golpeando mis sentidos como una maza ardiente. Había una similitud entre esos sonidos que sugería horrores que una mente normal no debe admitir.
Mis ojos estaban fijos en la puerta que daba al cuarto de los Shield. Cogí mi escopeta y la cargué, presa de un temor indescriptible. Los jadeos proseguían; eran roncos y profundos, semejantes a un grave gorgoteo. Una pálida luz asomó bajo la puerta. Y entonces apareció Malcom, desnudo y chorreante, con un candil en la mano. Avanzó unos metros emitiendo un siniestro chapoteo a cada paso, hasta quedar justo en mi campo visual, bajo los orificios de la trampilla. Contuve la respiración. De pronto, alzó sus ojos hacia el techo: sabía que había alguien en la buhardilla. No sé qué macabra intuición le llevó a descubrirme. Tal fue la impresión que me tambaleé y rodé por los tablones del altillo; como resultado, mi situación se hizo insostenible.
            Toda mi conducta posterior fue producto del instinto, ya que mi razón quedó anulada por entero. Abrí la trampilla y realicé dos disparos.
            Entre el humo levantado por la pólvora se oyó un grito espantoso seguido de un chapoteo desquiciante. Poco a poco logré distinguir el cuarto de abajo otra vez. Estaba vacío. Un denso líquido violeta se dispersaba por el suelo. El corazón me dio un vuelco. Por unos instantes, respirar me costó un gran esfuerzo. El cúmulo de pesadillas archivadas en mi alma maltrecha regresó con todo su vigor.
            Acto seguido, bajé por los peldaños desgastados y entré en el dormitorio del siniestro matrimonio. Lo que vi me dejó estupefacto.
            Ni cama ni muebles. En su lugar, habían colocado unas bañeras alargadas de tono macilento. Llenas de agua oscura, en ellas, decenas de anfibios se agitaban. Parecían renacuajos, con la cabeza ovalada y anormalmente grande. Preso del horror, huí de aquel lugar terrible y seguí el rastro violáceo. Conducía inequívocamente a la playa. Era el único sitio al que podían haberse dirigido esos seres detestables. Corrí, salvaje, hasta que divisé dos figuras humanas.
            Malcom se arrastraba dejando tras de sí un reguero acuoso. Mirella lo aferraba por la cintura con una fuerza sorprendente para una mujer en su estado. Se hallaban a escasa distancia del mar, y, de alguna manera, intuía que, si alcanzaban las aguas, serían indestructibles. Me acerqué cuanto pude y volví a disparar. Malcom se retorció y cayó sobre la arena. Mirella, en cambio, no se detuvo y prosiguió su carrera.
            Tuve que recargar el rifle; perdí tanto tiempo que podría resultar nefasto. Apreté el gatillo dos veces más… El pulso me tembló y fallé.
            Llegué a la altura del que una vez fuera mi amigo, y al observar los diminutos crustáceos que asomaban bajo su piel escamosa, ya no pude más. Me lancé como un loco en pos de su mujer, cuyos pies ya eran bañados por las olas moribundas. Me hallaba apenas a dos metros. Entonces ella se volvió hacia mí. La furia que lanzaron sus pupilas fue abismal. Apunté. La carga estalló con tal fuerza que me obligó a retroceder.
            Mirella se desplomó en las frías aguas y el océano se la tragó junto a su vástago. Durante unos segundos me quedé quieto, con el rifle entre las manos, contemplando las inmensas olas en el horizonte azulado. Sentía mi respiración agitada y mi cuerpo desfallecer. Me dejé caer en la arena y lloré amargamente. Luego quemé el cadáver de Malcom y enterré sus huesos en un rincón apartado de la costa. Por último, regresé a la casa de los Shield y arrojé ácido en las bañeras. Aún tuve que escuchar los horribles chillidos que proferían los demoníacos batracios mientras agonizaban.

V

            Han pasado varios años desde que el infortunado marino me contó la terrible historia de los Shield. Ahora vivo lejos de los mares, pero sigo sufriendo malos sueños y una sombra de temor recorre todos mis huesos cuando hay tormenta. Cada vez que leo alguna noticia sobre naufragios en alta mar, padezco crisis de pánico que sólo controlo gracias a fuertes fármacos.
            Contar lo sucedido después no resulta nada fácil, pero es preciso que explique qué fue lo que me condujo a esta penosa situación.
            Terminado su relato, Garred se sirvió otra jarra de ponche y se la bebió de un trago. Se quedó callado, contemplando la noche tenebrosa a través de la ventana. Una pálida luna filtraba tenues haces de luz entre los arbustos. El temporal había remitido, pero la fuerza de la lluvia seguía siendo aún intensa. Yo estaba atónito ante aquella macabra revelación. De pronto, el viejo palideció y su mirada se llenó de horror. Sus pupilas se quedaron inmóviles y su cuerpo se atenazó. Por la boca abierta, escuché su respiración pesada y sibilante. Entonces, desde el exterior de la cabaña se escuchó un gorjeo inhumano y atronador. La jarra se escurrió entre sus dedos crispados y cayó al suelo hecha añicos. Fuera, aquellos sonidos abominables continuaron. Rápidamente acudí en ayuda de Garred. Mientras tomaba su pulso me dio un vuelco al estómago. Estaba muerto. Sus ojos seguían completamente abiertos, mirando a la ventana, presos de un terror espantoso.

            Los médicos dijeron que había sufrido un ataque al corazón, pero yo sé que lo que le mató fue otra cosa. Al desviar la mirada hacia el cristal, distinguí, a través de las sombras, una forma semihumana, asquerosa y repulsiva que, entre horribles chillidos, repetía sin cesar:
            —¡Tú mataste a mis padres!



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