Ilustración de Pablo Gómez
I
El viejo Garred
encendió su pipa con suma lentitud. Fuera, la lluvia arreciaba y las gotas
golpeaban torrenciales los cristales. Hacía rato que los dos guardábamos
silencio, absortos en sombrías reflexiones, escuchando el rugir enfurecido de
la mar.
—¿Sabes, chico? Una noche así,
ningún barco debería estar navegando —musitó con voz sombría.
—¡No me diga que un marino como
usted tiene miedo de una simple tormenta…!
El gesto del anciano me heló la
sangre: sus pupilas se dilataron, su barba cenicienta se erizó.
—¡Ignoras lo que ocultan esas aguas,
insensato! ¡Los mayores secretos de la naturaleza se esconden bajo los océanos!
Garred
miró hacia la ventana y suspiró profundamente. Me quedé desconcertado. Desde
algo más de un año, pasaba largas horas de trabajo en su pesquero: jamás lo
había visto así.
—Pero, señor, ¿qué le ocurre?, yo
sólo bromeaba.
Su rostro avejentado se endureció.
—¿Ves la casa que está sobre el
cerro? —dijo, dándome la espalda. Hice un esfuerzo hasta que mis ojos se
adaptaron a las sombras, y al fin distinguí el contorno del vetusto caserón.
—Ah sí, pero allí no vive nadie,
señor; que yo sepa, lleva mucho tiempo abandonada.
El viejo marino se hundió en su
sillón y me miró fijamente mientras aspiraba el humo de su pipa.
—Allí vivía un amigo mío: Malcom
Shield.
—¿Y qué tiene eso que ver con los
misterios del mar? —interrumpí.
Garred sonrió tímidamente. Pero su
sonrisa era triste; muy triste. Se diría que una inmensa pena laceraba su
espíritu.
—Voy a contarte, querido muchacho,
algo que he guardado en mis entrañas muchos años, emponzoñando mi vida día tras
día. Ahora que siento cerca mi final, quizá sea el momento de advertirte antes
de que sea demasiado tarde.
»Como
ya te he dicho, aquella era la casa de Malcom Shield. Hacía tiempo que se había
casado. La semilla de un hijo era el mayor deseo del matrimonio. Su mujer,
Mirella, una triste aldeana, quería a toda costa un varón, y todas las noches
rezaba por ello en silencio. Hacía dos años que intentaban traer al mundo un
retoño y, hasta el momento, sus plegarias habían sido en vano.
Sólo
faltaban dos semanas para que empezara la temporada del cachalote. Malcom no
estaba de humor: la sombra del último barco destrozado por un temporal inquietaba
su ánimo.»
Durante unos minutos, Garred meditó.
Echó tabaco en su pipa y dio varias caladas. Su mirada era fría. En aquel
momento sentí que un temor malsano helaba su alma.
»El puerto
presentaba un aspecto sombrío aquel amanecer de febrero. La mayoría de los
marineros preparaban sus navíos pensando en las largas jornadas de duro trabajo
que les esperaban lejos de su hogar. Otros, en cambio, apuraban sus cervezas en
la mugrienta taberna portuaria, que entonces regentaba Sac, el tuerto. No eran
muchos los que le trataban, pero, desde luego, puedo asegurarte que a nadie le
gustaba ese ojo vidrioso ni la extraña forma en que hablaba entre susurros.
Malcom lo consideraba un ser repugnante.
En pocas horas la
flota estaba en alta mar. Cuatro balleneros zarparon aquella infausta mañana.
Las verdes aguas del Atlántico se extendían por todas partes hasta más allá de
donde el ojo humano puede contemplar. La embarcación de Malcom fue, según supe
después, la última en llegar al caladero.
Durante varias semanas la vida del pueblo siguió tan vacía como
siempre. Las mujeres aguardaban el regreso de sus esposos con su habitual
resignación.
Yo, por mi parte,
no había podido embarcar por primera vez en veinte años debido a una gripe que
debía haberse iniciado en el mismísimo infierno. Estaba, te lo puedes imaginar,
de un humor de perros. Pasé dos largas semanas en cama maldiciendo a todo aquél
que se acercaba a mí. No podía siquiera imaginar que esa enfermedad me había
salvado la vida.
Transcurrido un
mes desde su marcha, seguíamos sin noticias de nuestros muchachos. Era raro, ya
que, con frecuencia, algún mercante informaba de cómo iba la pesca a su paso
por el puerto. Pero esa vez no vino ningún barco.
Ya estaba
totalmente recuperado y la inactividad me producía un tremendo desasosiego.
Vagaba taciturno por desfiladero a fin de distraerme y encontrar un poco de
alivio ante mi penosa situación. ¡Ojalá hubiera continuado en aquella bendita
apatía!
II
En la noche del 14 de marzo, un
barco atracó en Fastum. Una ligera niebla cubría el negruzco litoral. Era el
primer navío que llegaba desde la partida de los pesqueros. Mi primera reacción
fue de intensa alegría, pero, al perfilarse la silueta de aquella embarcación,
un oscuro sentimiento invadió mi corazón. Aquella nave avanzaba en el más
absoluto silencio. Ningún hombre asomó en cubierta. Su casco era de un intenso
color verde aceituna. De los mástiles colgaban desgajados trozos de lo que, en
otro tiempo, fueron recias velas, asemejándose
a una espectral tela de araña. A medida que se aproximaba,
pude percibir un extraño hedor. El mar permanecía en una inquietante calma, sin
hacer el más leve susurro. La siniestra embarcación proseguía deslizándose
hacia tierra entre sombras fantasmales, y la pestilencia que desprendía a su
paso era cada vez mayor.
No sé cuánto tiempo permanecí
contemplando aquella espantosa visión. De pronto, un ruido hueco me sacó de mi
estupor. La nave había encallado a unos cincuenta metros de la costa,
deteniéndose por completo».
En este punto, el
viejo marinero dejó su pipa en la mesita y fue hasta la cocina. Llenó una jarra
de ponche; al cabo, volvió hasta la butaca, tomó asiento y, tras beber un buen
trago, prosiguió su relato.
»A esa distancia
ya no tuve duda: se trataba de uno de nuestros balleneros. En él se había
enrolado Malcom. En ese momento, dudé entre ir a avisar a alguien o acercarme
para comprobar si algún tripulante se encontraba a bordo. Pudo más mi
curiosidad y mi deseo de hacer algo útil después de tanta inactividad. Pese a
la creciente hediondez que inundaba la playa, me acerqué y logré arrastrar un
pequeño bote hasta las frías aguas que habrían de llevarme hasta aquel navío
decrépito.
El trayecto fue
penoso. Tenía la impresión de que miles de ojos vigilaban desde el fondo del
abismo marino. El viento comenzó a gemir a barlovento, trayendo consigo el
ulular de turbias algas. Cada vez se hacía más difícil respirar. Al fin alcancé
la proa, que estaba totalmente cubierta de moho húmedo. Con gran esfuerzo,
conseguí trepar por unos desgastados cabos hasta cubierta. El horror que
contemplé en los minutos siguientes me acompañará hasta la tumba.
La desolación más
absoluta se extendía por todas partes. Una nauseabunda alfombra de hongos
cubría la popa por entero. A proa, sin embargo, un asqueroso líquido violáceo
infestaba la superficie. Tuve que taparme la nariz con un
pañuelo para no vomitar. Avancé con cuidado, pues el limo
me hacía resbalar continuamente. Ni rastro de los
tripulantes. En ese instante no me atreví a plantearme qué había ocurrido y
cómo llegó el barco hasta la costa: mi único deseo era encontrar a alguien con
vida.
Haciendo acopio
de todo mi valor, llegué hasta la escotilla que conducía a los camarotes.
Conforme bajaba los oscuros peldaños, la presencia de aquella sustancia acuosa
se volvió más intensa y pegajosa. Proseguí, pese a la creciente dificultad. Y
al llegar ante el primero de los compartimentos y ver lo que albergaba en su
interior, mis nervios no pudieron más. Mi grito debió escucharse en todo el
litoral.
Lo siguiente que
recuerdo es mi mejilla pegada a la horrible inmundicia violeta, ahora más
espesa. Me incorporé, arrancando varias tiras pastosas adheridas a mi piel. Lo
que había sido mi pañuelo flotaba en aquel río de pesadilla atravesado por minúsculos agujeros.
Al contemplar de
nuevo el siniestro habitáculo, un escalofrío me recorrió la espalda. Mi cuerpo
se atenazó. En el fondo del cuartucho, yacía un cuerpo antropomorfo envuelto
por completo en un infecto líquido gelatinoso que yo bien conocía. Los rasgos
del pobre ser sufrían una desfiguración horrible. Bajo la gruesa capa de masa
violácea, se intuían unos ojos presa del mayor de los espantos. Pero lo más
terrible de todo es que aún respiraba.
Pese a la blasfemia que gemía enfrente, me acerqué para tratar de liberarle.
Saqué mi navaja y corté parte del macabro envoltorio. Ninguna persona hubiera
podido emitir el alarido que profirió el engendro acuoso. ¡Dios del cielo,
muchacho! ¡Aquello no podía ser de este mundo! ¿Qué clase de caos oceánico inundaba
esa nave?
Del interior del
viscoso caparazón, surgieron cientos de crustáceos más negros que la noche. Tenían
la cabeza en forma de hongo, plagada de ojillos amarillos, y diez patas
velludas rematadas en una especie de ventosas. El ser
encapsulado rompió para siempre mi equilibrio mental.
Recordaba a una
babosa marina. Tenía la piel cubierta de escamas verdosas; carecía por completo
de extremidades, aunque se apreciaban dos incipientes aletas en su largo
tronco. La boca era gigantesca, surcada por pequeños
dientes afilados como dagas. Más arriba, refulgían dos ojos vítreos y saltones.
En la parte lateral del grueso cuello asomaban dos
agallas. ¡Y por ellas continuaba jadeando roncamente aquella abominación!
El miedo se
apoderó de mí hasta las entrañas. Salí del repulsivo camarote y eché un vistazo
al fondo del pasillo. Cinco cuartos permanecían abiertos de par en par. La idea
de toparme con la misma aberración me llenaba de espanto, pero era preciso comprobar si aún
quedaba alguien con vida tal y como los mortales la conocemos.
Mientras
inspeccionaba el resto de estancias, los desquiciantes gemidos del monstruo acentuaron su
intensidad. Para mi asombro, las encontré vacías. Desalentado, traté de dar con
algún superviviente, pero fue en vano. ¿Qué
demonios habría ocurrido en alta mar? ¿Dónde estarían los demás marineros? Eran
demasiadas preguntas para una mente al borde de la locura.
Actué rápido. Busqué cerillas en la cocina y botellas de licor en
la despensa. Salpiqué el pasillo de
tablas con ron, subí hasta la cubierta y arrojé varios fósforos prendidos al interior. Luego salté al agua, presa del paroxismo, y
nadé hasta el bote. El hedor acre que emanó del
barco incendiado vino acompañado de un rugido tan horrible que creí perder la
razón.
Las olas me
arrastraron pesadamente hasta la playa. Una sombra humeante se hundía tras de
mí. Exhausto, me desplomé en la fría arena. Mi agotada mente cedió y quedé
medio inconsciente. Lejanos y confusos, seguían llegando hasta mí los crujidos
del detestable ballenero».
III
Unas gotas en la
cara sacudieron mi estupor. En pocos minutos se formó una tormenta como
nunca había visto Fastum en su historia: como no había vuelto a ver hasta esta
noche.
Me cubrí con el
abrigo y eché a correr en mitad del aguacero mientras, a ráfagas, el cielo se
tornaba de un blanco cegador. Al poco de iniciar mi frenética carrera divisé, a
través del velo de agua, un hombre tendido boca abajo cerca de la orilla, como
si el fuerte oleaje lo hubiera arrastrado hasta allí. Lo así con firmeza y lo
puse boca arriba: era Malcom
Shield. Al palparle la cabeza, advertí un
abultamiento en la parte izquierda de su nuca. Acto seguido comprobé que su
corazón seguía latiendo y, tras insuflarle aire en los pulmones, recobró el
conocimiento. Lo levanté con esfuerzo y, apoyándose en mi hombro, caminamos
trabajosamente hasta el pueblo.
La furia oceánica
alcanzaba dimensiones abismales. Ensordecedores truenos rasgaban la bóveda
celeste a una velocidad endiablada. Cuando llegamos a la casa de los Shield, el
alba intentaba desperezarse.
Mirella abrazó
largamente a su marido mientras daba gracias a Dios. Malcom no había dicho una
sola palabra desde que lo recogí. Decidimos acostarlo y llamar al médico para
que lo inspeccionara cuanto antes.
El doctor
recomendó que evitáramos alterar al paciente, ya que éste sufría una fuerte
conmoción nerviosa, y ordenó cambiar cada tres días unos apósitos puestos entre
el espinazo y la región occipital de su cabeza, a fin de reducir la
inflamación.
Transcurrieron las
semanas. Malcom iba mejorando, aunque aún se encontraba un poco débil. La única
alusión que hizo a lo ocurrido fue que, pasado un mes de su llegada al
caladero, una inmensa tempestad los había sorprendido; añadió que, tras
partirse el trinquete, sintió un dolor sordo en el cráneo. Nada más recordaba.
No sabía cómo había llegado hasta la costa.
Por una parte, me
alegré de su bendita amnesia, pero, por otro lado, su explicación me generaba
aún más interrogantes. Y esa extraña protuberancia en el lóbulo de mi amigo no
disminuía.
Paulatinamente
los Shield abandonaron la vida social. Mirella apenas salía una vez por semana
a comprar pescado, y Malcom se negaba a dar sus acostumbrados paseos matutinos.
Sólo a regañadientes consentía que fuera a verle de cuando en cuando. Fue en
una de esas visitas esporádicas cuando supe que Mirella estaba embarazada. Sin
embargo, el alborozo que yo esperaba ante la feliz noticia, sólo se tradujo en
una discreta alegría.
A medida que
pasaban los meses, el aislamiento y las extravagancias de la pareja se hicieron
cada vez mayores. Mirella únicamente dejaba su hogar los días de lluvia. Para
colmo, una noche salí a caminar por la playa y los sorprendí bañándose desnudos
y nadando mar adentro hasta perderlos de vista.
A mis preguntas
sonreían; decían que era bueno para el niño en camino.
Un sudor frío
roció mi cuerpo al ver cómo Mirella se cubría el cuello con una oscura
pañoleta. Quizá mis nervios me engañasen, pero daba la impresión de que su nuca
se había hinchado.
Yo parecía el
único ser humano al que no evitaban. Pero, a pesar de esta aparente calma, en
el fondo de mi mente seguía germinando un temor glacial. Continuaba haciéndome
preguntas y sufriendo pesadillas. No tardaría mucho en producirse el culmen de
todos mis espantos.
IV
Se acercaba la
hora en que Mirella Shield daría a luz a su hijo. Pedí a Malcom estar presente en el parto y éste
se negó en rotundo. El bulto en su nuca había aumentado. Me expusieron su
intención de trasladarse a una isla cercana después del alumbramiento aduciendo
que el bebé estaría mejor allí que en Fastum. Yo no me opuse, pero no entendía
el motivo y sus argumentos no me convencieron. Francamente, estaba
desconcertado. El secretismo con que manejaban todos los aspectos relacionados
con el embarazo me llenaba de inquietud. Contra toda lógica, ni una sola vez
acudió el doctor a ver a Mirella y al niño que gestaba en sus entrañas.
Faltaban pocos
días para que el retoño de los Shield viniera al mundo y, ante la insistente
negativa de mi amigo, tomé la decisión de estar presente en aquel parto a toda
costa. No podía soportar la tenebrosa incertidumbre, la duda terrible, las preguntas espantosas. Había
visto demasiadas cosas como para no intuir que una oscura amenaza se
cernía en nuestra costa.
Desde ese
momento, la vigilancia de su casa se convirtió en mi obsesión. Me oculté en lo
alto del cerro, a pocos metros de la casa, prestando oídos a cualquier sonido
que aflorara en su interior. Una tarde que llovía a cántaros, la solitaria
pareja salió de su hogar en dirección a la playa.
Tenía todo
preparado. Llevaba mi rifle, bien oculto, municiones, una cantimplora y una
bolsa de cuero con pan y algunas frutas. Aprovechando esta ocasión inmejorable,
forcé la vieja cerradura del portón trasero y trepé hasta la buhardilla para
esconderme allí hasta que se produjera el temido desenlace. Me sequé un poco e
hice unos pequeños agujeros en la trampilla de madera: quería observar todo lo
que sucediera en el piso de abajo.
Minutos más
tarde, Malcom y su esposa aparecieron empapados por completo. Nada más entrar, ambos se
despojaron de sus ropas, pero, en vez de mudarse, permanecieron desnudos. Y,
ante mi creciente asombro, vi cómo se sentaban a la mesa y devoraban un salmón
crudo.
Sus prominencias
habían desaparecido, pero ahora, en su lugar, aparecían dos ranuras escamosas a
cada lado del cuello. Tuve que taparme la boca para no dejar escapar un grito.
Al cabo de un
rato se fueron a acostar. Aunque no tenía hambre, comí una manzana y aguardé.
Cada minuto de angustiosa espera se me hizo eterno.
Entrada la madrugada, un jadeo lejano me sobresaltó: Mirella
estaba de parto. Desde mi posición no podía verlos, pero escuché con atención.
La sangre se me agolpaba en la cabeza, haciéndome consciente de una tensión
insoportable. No me gustó la forma en que brotaron unos extraños susurros
procedentes de su habitación. En ese instante recordé un detalle que me alarmó
aún más si cabe. Desde que llegaron, en ningún momento habían hablado.
El eco de aquel
siniestro gimoteo emitido por el ser baboso cruzó mi cerebro golpeando mis
sentidos como una maza ardiente. Había una similitud entre esos sonidos que
sugería horrores que una mente normal no debe admitir.
Mis ojos estaban fijos en la puerta que daba al cuarto de los
Shield. Cogí mi escopeta y la cargué, presa de un temor indescriptible. Los
jadeos proseguían; eran roncos y profundos, semejantes a un grave gorgoteo. Una
pálida luz asomó bajo la puerta. Y entonces apareció Malcom, desnudo y
chorreante, con un candil en la mano. Avanzó unos metros emitiendo un siniestro
chapoteo a cada paso, hasta quedar justo en mi campo visual, bajo los orificios
de la trampilla. Contuve la respiración. De pronto, alzó sus ojos hacia el
techo: sabía que había alguien en la buhardilla. No sé qué macabra
intuición le llevó a descubrirme. Tal fue la impresión que me tambaleé y rodé
por los tablones del altillo; como resultado, mi situación se hizo
insostenible.
Toda mi conducta
posterior fue producto del instinto, ya que mi razón quedó anulada por entero.
Abrí la trampilla y realicé dos disparos.
Entre el humo
levantado por la pólvora se oyó un grito espantoso seguido de un chapoteo
desquiciante. Poco a poco logré distinguir el cuarto de abajo otra vez. Estaba
vacío. Un denso líquido violeta se dispersaba por el suelo. El corazón me dio
un vuelco. Por unos instantes, respirar me costó un gran esfuerzo. El cúmulo de
pesadillas archivadas en mi alma maltrecha regresó con todo su vigor.
Acto seguido,
bajé por los peldaños desgastados y entré en el dormitorio del siniestro
matrimonio. Lo que vi me dejó estupefacto.
Ni cama ni
muebles. En su lugar, habían colocado unas bañeras alargadas de tono macilento.
Llenas de agua oscura, en ellas, decenas de anfibios se agitaban. Parecían
renacuajos, con la cabeza ovalada y anormalmente grande. Preso del horror, huí
de aquel lugar terrible y seguí el rastro violáceo. Conducía inequívocamente a
la playa. Era el único sitio al que podían haberse dirigido esos seres
detestables. Corrí, salvaje, hasta que divisé dos figuras humanas.
Malcom se
arrastraba dejando tras de sí un reguero acuoso. Mirella lo aferraba por la
cintura con una fuerza sorprendente para una mujer en su estado. Se hallaban a
escasa distancia del mar, y, de alguna manera, intuía que, si alcanzaban las
aguas, serían indestructibles. Me acerqué cuanto pude y volví a disparar.
Malcom se retorció y cayó sobre la arena. Mirella, en cambio, no se detuvo y
prosiguió su carrera.
Tuve que recargar
el rifle; perdí tanto tiempo que podría resultar nefasto. Apreté el gatillo dos
veces más… El pulso me tembló y fallé.
Llegué a la
altura del que una vez fuera mi amigo, y al observar los diminutos crustáceos
que asomaban bajo su piel escamosa, ya no pude más. Me lancé como un loco en
pos de su mujer, cuyos pies ya eran bañados por las olas moribundas. Me hallaba
apenas a dos metros. Entonces ella se volvió hacia mí. La furia que lanzaron
sus pupilas fue abismal. Apunté. La carga estalló con tal fuerza que me obligó
a retroceder.
Mirella se
desplomó en las frías aguas y el océano se la tragó junto a su vástago. Durante
unos segundos me quedé quieto, con el rifle entre las manos, contemplando las
inmensas olas en el horizonte azulado. Sentía mi respiración agitada y mi
cuerpo desfallecer. Me dejé caer en la arena y lloré amargamente. Luego quemé
el cadáver de Malcom y enterré sus huesos en un rincón apartado de la costa.
Por último, regresé a la casa de los Shield y arrojé ácido en las bañeras. Aún
tuve que escuchar los horribles chillidos que proferían los demoníacos
batracios mientras agonizaban.
V
Han pasado varios años desde que el
infortunado marino me contó la terrible historia de los Shield. Ahora vivo
lejos de los mares, pero sigo sufriendo malos sueños y una sombra de temor
recorre todos mis huesos cuando hay tormenta. Cada vez que leo alguna noticia
sobre naufragios en alta mar, padezco crisis de pánico que sólo controlo
gracias a fuertes fármacos.
Contar lo sucedido después no
resulta nada fácil, pero es preciso que explique qué fue lo que me condujo a
esta penosa situación.
Terminado su
relato, Garred se sirvió otra jarra de ponche y se la bebió de un trago. Se
quedó callado, contemplando la noche tenebrosa a través de la ventana. Una
pálida luna filtraba tenues haces de luz entre los arbustos. El temporal había
remitido, pero la fuerza de la lluvia seguía siendo aún intensa. Yo estaba
atónito ante aquella macabra revelación. De pronto, el viejo palideció y su
mirada se llenó de horror. Sus pupilas se quedaron inmóviles y su cuerpo se atenazó.
Por la boca abierta, escuché su respiración pesada y sibilante. Entonces, desde
el exterior de la cabaña se escuchó un gorjeo inhumano y atronador. La jarra se
escurrió entre sus dedos crispados y cayó al suelo hecha añicos. Fuera,
aquellos sonidos abominables continuaron. Rápidamente acudí en ayuda de Garred.
Mientras tomaba su pulso me dio un vuelco al estómago. Estaba muerto. Sus ojos
seguían completamente abiertos, mirando a la ventana, presos de un terror
espantoso.
Los médicos
dijeron que había sufrido un ataque al corazón, pero yo sé que lo que le mató
fue otra cosa. Al desviar la mirada hacia el cristal, distinguí, a través de
las sombras, una forma semihumana, asquerosa y repulsiva que, entre horribles
chillidos, repetía sin cesar:
—¡Tú mataste a
mis padres!
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