Dedico este artículo a mi amigo Juan Antonio Ramírez Ovelar, profesor de literatura en Torrejón de Ardoz, amigos sin presencia, pero con contenido en el corazón.
El mar, cuando lo vemos con calma y regocijo, puede ser una manifestación o una metáfora del tiempo, y por eso, es un símbolo de la vida del hombre y de su condición temporal y finita.
También cuando avizoramos el mar, nos acordamos del verano, en mi caso palpita el recuerdo nostálgico de mis veranos felices en las Rías Bajas, como entonces se las llamaba, desde que tenía cuatro años o vida consciente hasta mi vida adulta. Veía el mar y notaba su rumor incesante, el ritmo de la pleamar y de las mareas, y me sentía feliz de ser un niño acompañado por sus padres y por algún hermano, por eso Rilke afirma con mucho acierto que la Infancia es la patria del hombre, porque suele ser la edad de la dicha, aunque sea generalizar un poco.
Veía el mar con una alegría insólita, con la que ahora ya no lo puedo contemplar, porque el paso del tiempo y las diversas etapas de la vida y sus circunstancias nos van cambiando de una forma irrevocable, como el correr raudo de los años.
El verano es la estación en donde el tiempo se difumina, y en la que, cuando somos niños, disfrutamos con el juego, con los chapuzones( las aguadillas se decía en el lenguaje de mi niñez) en el mar y con las bromas y las peleas entonces tan inocentes en medio del baño , si nuestras circunstancias familiares son buenas y acogedoras. Asimismo es el periodo destinado para el solaz y para el cultivo de los primeros amigos, tal vez, los mejores de nuestra vida.
El mar puede simbolizar el miedo del hombre ante las fuerzas incoercibles de la naturaleza, porque el hombre no puede controlarla y ésta le es totalmente indómita. El hombre se asusta delante del mar porque es inmenso y es un elemento de la naturaleza que se escapa a su control y a veces tiene un poder furioso, y por eso, la historia de la literatura está poblada de novelas o relatos, que tienen como argumento olas, tempestades y naufragios.
Por otro lado, el mar es la imagen de los ritmos de la naturaleza, del eterno retorno, de lo que nace, muere y renace, y entonces la podemos comparar con los ritmos biológicos del ser humano y con sus hábitos cotidianos. El mar, símbolo de las fluencias biológicas y temporales, es como el agua, que no la podemos apresar, como el tiempo de nuestra vida es inasible, como dijo Ortega y Gasset, se nos escapa como el agua entre las manos o como decía San Agustín cuando un niño quería encerrar todo el mar de la playa en un agujero para manifestar que el hombre no puede llegar intelectualmente del todo a concebir la idea o la existencia de Dios.
También cuando miramos el mar, recordamos con un ánimo vehemente y casi enfebrecido la lectura de los clásicos greco-latinos , sobre todo de la Odisea de Homero, y de los trances amargos de Ulises en los episodios en los que se narran su odisea, cuando las sirenas lo aturden con su canto seductor y él no debe oírlo pues está emprendiendo su vuelta definitiva a Ítaca, tanto es así, que decide que los marineros que van embarcados con él lo aten al palo mayor de la nave para no soportar el canto sinuoso y tentador de las sirenas y el vuelo molesto y tenaz de las harpías que le roban la comida. Las sirenas le provocan una angustia indecible a Ulises.
Recuerdo, que cuando leí la Odisea, pese a que fue hace mucho tiempo, su lectura fue hedónica o placentera, porque las descripciones de Homero son casi visuales, es decir, describe tan bien los acontecimientos, que uno se siente como participante de los hechos o como espectador de la narración, y es como si el lector estuviese al lado de Ulises o lo que es lo mismo, uno está viviendo toda la acción del relato con sus ojos mortales.
El mar es incitante y nos invita a la aventura y al viaje, o sea, a salir de nuestro acomodo o por decirlo de una manera más evidente, el mar nos seduce con el eterno retorno de sus olas y nos conmina a salir de la monotonía aplastante, que muchas veces predomina en nuestras vidas.
Quiero terminar estas reflexiones livianas con la reproducción de un poema de Antonio Gala, que pertenece a su libro, Enemigo Íntimo, es el poema XIV, que fue escrito por este aclamado y famoso autor en el año 1959. Lo reproduzco, porque sé que cuento con el beneplácito de nuestra querida directora, Carmen Hernández Montalbán, que está tocada por la gracia de la poesía.
POEMA XIV
Hay tardes en que todo
Huele a enebro quemado
Y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca el mar y se oye
La voz que dice : Ven.
Pero algo nos retiene todavía
Junto a los otros : el amor, el verbo
Transitivo, con su pequeña garra
De lobezno o su esperanza apenas.
No ha llegado todavía el momento. La partida
No puede improvisarse, porque sólo
Al final de una savia prolongada,
De una pausada sangre,
Brota la espiga desde
La simiente enterrada.
En esas largas
Tardes en que casi se toca el mar
Y su música , un poco más
Y nos bastaría
Cerrar los ojos para morir. Viene
De abajo la llamada, del lugar
Donde se desmorona la apariencia
Del fruto y sólo queda su dulzor.
Pero hemos de aguardar
Un tiempo aún: más labios, más caricias,
El amor otra vez, la misma, porque
La vida y el amor transcurren juntos
O son quizá una sola
Enfermedad mortal.
Hay tardes de domingo en que se sabe
Que algo está consumándose entre el cálido
Alborozo del mundo,
Y en las que recostar sobre la hierba
La cabeza no es más que un tibio ensayo
De la muerte . Y está
Bien todo entonces, y se ordena todo,
Y una firme alegría nos inunda
De abril seguro. Vuelven
Las estrellas su rostro hacia nosotros
Para la despedida.
Dispone un hueco exacto
La tierra. Se percibe el pulso
Azul del mar.” Esto era aquello”
Con esmero el olvido ha principado
Su menuda tarea…
Y de repente
Busca una boca nuestra boca, y unas
Manos oprimen nuestras manos, y hay
Una amorosa voz
Que nos dice: “ Despierta.
Estoy yo aquí. Levántate”. Y vivimos.
ANTONIO GALA. ENEMIGO ÍNTIMO (1959).
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