Cementerio de Guadix (Archivo de los Hnos. Fossores de la Misericordia) |
Pasear por
el cementerio es una costumbre para mí desde que era una niña. Solía sentarme
sobre las lápidas en los días soleados y comentar con alguna amiga esta o
aquella tragedia de la familia de la foto ovalada, cuyos colores casi irreales
y descoloridos les da ese aspecto de fantasmas tan propio de estos lugares. O
mirar las viejas tumbas sin lápida, tan sólo cubiertas por un montón de tierra
encalada. Como esa que tiene una cruz de madera torcida, que en el Día
de Difuntos, los familiares remotos o un
alma caritativa endereza, dejando caer sobre ella la flor sobrante que más
tarde será arrastrada por un viento injusto. Estas tumbas anónimas son las que
más llaman mi atención.
Los Frailes
Fossores de la Misericordia conocían la
historia del muerto de esa tumba, porque el hermano Fray José María de Jesús la
contaba en numerosas ocasiones y fue pasando de una generación a otra: Esa que veis ahí, es la tumba de una niña.
Su familia vivía en una cueva de aquí al lado del cementerio. Eran tiempos
difíciles, donde vivir o morir era cuestión de suerte. Las tumbas de los
párvulos sembraban el camposanto y los padres tenían los ojos secos de tanto
llorar. El padre era de oficio enterrador, pues
los frailes aun no habían venido al pueblo, y él se ocupaba de dar
sepultura a los fallecidos. En el año 1918, hubo una epidemia de gripe
despiadada que se dejó sentir con mucha fuerza por aquí, llevándose la vida de
muchos niños, pues al igual que los ancianos, eran las presas más débiles. Los niños
de las familias ricas eran enterrados en suntuosas tumbas, adornadas con ángeles
tallados en mármol blanco, para que velaran por las almas de los infantes. Los más
pobres recibían un funeral de limosna y enterraba a sus hijos en la fosa donde
yacían sus familiares más o menos cercanos. A veces una misma familia se veía
en la necesidad de abrir la tumba a las pocas semanas de haber enterrado otro
hijo y el enterrador era testigo del dolor terrible de padres y madres, cuyas
caras de enajenados, quedaban grabadas en su retina. Incluso él, un hombre
fuerte de espíritu, en ocasiones se derrumbaba, y cuando el séquito resignado cruzaba las puertas del cementerio,
él se quitaba la gorra y de rodillas lloraba en silencio.
Una tarde Nazaria, su hija de 8 años,
se acercó hasta allí para llevarle la merienda a su padre y lo encontró con el
caldero de cal y la brocha, blanqueando el montículo de piedras y tierra de una tumba de niño recién cerrada.
- -- Dígame padre ¿por qué pinta de blanco
la tierra?
La pregunta cogió un poco
desprevenido al padre que permaneció unos minutos en silencio, pensando qué
respuesta dar a una niña que aun no conocía la crudeza de la muerte.
- -- Las pinto de blanco para que la gente
sepa que aquí duerme un alma pura y no puede pisarse por nada del mundo. Si no
la pintara, la gente olvidaría que duerme aquí y todos la pisarían.
La respuesta impresionó
a Nazaria que miró la fila interminable de tumbas que aun faltaban por pintar.
Después de compartir parte de la frugal merienda con su padre, le pidió una
brocha, y muy resueltamente se puso a blanquear sepulturas.
A
los pocos días, el enterrador y su familia fueron alcanzados por la epidemia.
Primero fueron dos niños de corta edad, menores que Nazaria, mas tarde murió la
madre. El día del entierro de su padre Nazaria lloraba desconsolada,
preguntándole a la gente quién pintaría su propia tumba, si ella llegaba a
morir. No trascurrió una semana cuando también la niña fue enterrada en la
misma fosa. Sus familiares y amigos, se ocupaban cada año de blanquear la tumba
de Nazaria en la víspera del Día de Difuntos, y más tarde los hermanos y yo nos
encargamos de ese menester.
Mi amiga se acercó a la tumba, que a pesar de haber transcurrido casi un siglo aparecía radiante como el primer día.
- -- Y
dime, ahora ¿quién pinta la tumba de Nazaria?
- -- ¡Ella
misma! – respondí- Mi amiga volvió el rostro sobrecogida, pero yo me había ya
marchado. Los vivos no están preparados para entender el lenguaje de los que
hace mucho tiempo que dejamos este mundo.
Me ha encantado, sobre todo ese inesperado final.
ResponderEliminarGracias.
Gracias Roberto!
EliminarMuy tierno y humano el cuentecillo. Nadie muere mientras alguien le encale la tumba.
ResponderEliminarGracias José Luís, verdad.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarPrecisamente hoy me he acordado en varias ocasiones de fray José María de Jesús Crucificado, y de las cosas que me contaba de él hace sólo unos años don Agustín Sánchez Díaz, q.e.p.d. ambos.
ResponderEliminarDon Agustín fue párroco en la Estación de Guadix y el primer Director Espiritual de los Hermanos Fossores de la Misericordia.