Desayunamos
un sábado más. El germen de la rabia crece dentro de mí y se va expandiendo
hasta salir por mi boca en forma de palabras airadas y dolidas: «tú trabajas,
tú creas, y otros viven de ti, y tú no puedes vivir de tu trabajo. No es justo.»
Yo
necesito alimento para no morir; pero también necesito alimento espiritual para
no morir; y vivir no es embrutecerse rodeado de bienes materiales, de falsos
dioses. Vivir no es matar el tiempo de aquí para allá en los centros comerciales,
comprando, poseyendo…
La
realidad es que por mucho que compremos sólo poseemos dos cosas: nuestro cuerpo
y nuestro espíritu.
Yo
necesito alimentar mi espíritu con la belleza y con la palabra. Y sólo unos
pocos de entre nosotros tienen ese don: el don de crear.
Tenemos
que cuidar a esos hombres y mujeres capaces de traspasar lo cotidiano y de
elevarnos a un plano superior, por encima del embrutecimiento.
Tenemos
que mimarlos como algo valioso, tremendamente valioso, y no dejarlos morir de
hambre y de impotencia. Esa es la revolución social de la que hablaba A. Miró.
La auténtica revolución social, la del espíritu.
Una
revolución social donde la masa (y no solo los “divergentes”) se preocupe por
el alimento espiritual. Por buscar ese algo que te eleve, que te haga
comprender quién eres y el lugar que ocupas. Que te sitúe, que te enamore, que
te haga cuidar de todo cuanto te rodea porque has aprendido que es importante.
Por rodearte de belleza, porque la belleza dignifica.
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