―¡Mamá!.¡Tengo
miedo!
―Nada tienes
que temer, mi pequeño ángel. No es más que el cárabo buscando compañía. Verás
como pronto cesa su canto y puedes volver a conciliar el sueño.
―¡Mamá!.
¡Tengo frío!
―Acurrúcate
aquí, junto a mí, y yo te daré calor. Es cierto que esta morada nuestra es algo
austera y fría, pero tendremos que acostumbrarnos a ella, mal que nos pese.
―Mamá, ¿por
qué lloras?
―Por nada,
hijo mío. Nuestra vida no fue fácil pero nunca faltó una reconfortante sonrisa
para empezar el día. Ahora las noches son largas, y a veces una sombría
tristeza se ceba con mi alma. Pero no tienes de que preocuparte. Yo estaré contigo por toda la eternidad.
―Y yo contigo,
mamá. Nunca me iré de tu lado.
―Hijo mío,
ven. Vamos a visitar a tus abuelos.
―¿Por qué están
tristes los abuelos, mamá?
―Porque
lamentan la situación en la que se encuentra nuestra familia.
―¿Puedo jugar
con ellos?. Al abuelo siempre le gustó ir al parque conmigo.
―Ahora no
puede acompañarte, mi amor, por más que él quisiera. Despídete ya, tenemos que
volver.
―¡Adiós
abuelos!. Pronto volveremos a encontrarnos.
―Mamá, ¿dónde
está papá?. ¡Por qué no está aquí, con nosotros?
―Mi retoño,
papá está lejos, muy lejos, no creo que volvamos a encontrarnos. A él le está
prohibido el acceso aquí. Por suerte tú no lo recuerdas, pero papá se portó muy
mal con los dos. Por eso tienes que olvidarte de él.
―Pero, ¿qué le
hicimos para que se portara mal con nosotros?. ¿Acaso no nos quería?
―Sí, nos
quería, pero a su manera. Nunca llegó a entender que una persona no es
propiedad de otra, que la libertad para adoptar decisiones debe prevalecer
sobre los egoísmos.
―¡Mamá, mira!.
Ha llegado la primavera. Hay flores por todas partes. ¡Y qué aroma!. Hace mucho tiempo que no olía algo
tan agradable.
―No es la
primavera, mi tesoro. Si te fijas, el día es plomizo y el viento arremolina la
ocre hojarasca por los rincones de este tétrico lugar.
―Entonces,
dime. ¿Qué hacen todas estas flores aquí?
―Son ofrendas,
cariño. Cada ramo es un sentimiento, cada flor, una lágrima que escapa de un
corazón roto por el dolor, por la ausencia.
―No lo
entiendo, mamá. Y tampoco entiendo por qué no hay flores en nuestra morada.
―Hijo mío,
somos los últimos de nuestra estirpe. Ya nadie vendrá a visitarnos, ya nadie
nos llorará, ni depositará una sola flor en nuestra memoria. Tu padre nos
condenó a este gélido sepulcro aquel día de locura. Duerme de nuevo, mi bien,
que yo velaré tu sueño.
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