La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 1 de noviembre de 2014

MALA CAÍDA, de Eduardo Moreno Alarcón.





La radio se apagó de golpe.
Ocurrió muy rápido. Instantes antes, la vida trascurría perezosa.
Ahora todo era distinto.
Una y otra vez su mente repetía lo ocurrido. «¿Cómo ha podido pasar esto, Dios mío? ¡Tengo que salir! ¡¡Tengo que salir de aquí!!».
La sangre comenzaba a agolparse en su cabeza. Costaba serenarse en aquella posición.
Trató de abrir la puerta. La manivela se había atascado. Golpeó con todas sus fuerzas hasta hincharse los nudillos. No cedía. La maldita puerta no cedía. Sintió un puñal hundiéndose en su estomago.
Empezaba a estar realmente asustado. Muerto de miedo.
Notaba un ejército de hormigas bajando por sus piernas. Si no se movía, pronto dejaría de sentirlas.
Trató de liberarse agitando furiosamente su cuerpo invertido.
Inútil. El peso en la caída había aplastado la vieja cabina.
Ahora estaba atrapado en aquella caja metálica.
Lanzó un alarido pidiendo socorro. Luego otro, y otro más. De nada servía desgañitarse.
Nadie podía oírlo.
Entonces recordó que aquel paraje no era visible desde la carretera comarcal.
Una horrible angustia se apoderó de su alma. Estaba al borde del pánico.
Intentó respirar.
Entre jadeos, pensó en la forma de quitarse el cinturón que lo ataba. Tanteó con los dedos hacia arriba en busca del enganche, cada vez más mareado. Al fin dio con el botón. Presionó repetidamente para soltarse: nada. También se había atrancado.
Esta vez el grito fue de impotencia. Le ardía la cara.
Por unos instantes, completamente exhausto, se desvaneció.
Cuando abrió los ojos comenzaba a anochecer. En la quietud del frío ocaso, ahora que sentía revolotear las alas de la muerte, pensó en todo lo que hubiera deseado hacer en la vida.
Entonces, surgiendo en el crepúsculo, percibió una sombra. La vaga silueta se hizo poco a poco más visible. Al fin, un rostro difuso apareció ante el cristal, velando la escasa luz que franqueaba la ventanilla.
—¡Gracias a Dios! ¡Ayúdeme, por favor! ¡Estoy atrapado y no puedo moverme!
La figura tiró de la puerta hasta arrancarla. Luego sacó una navaja de su vieja chaqueta y cortó el cinturón.
Notó como unas manos consumidas sujetaban sus axilas, arrastrándolo pesadamente al exterior.
El viento húmedo azotó su rostro congestionado. Tendido sobre el barro, aturdido e insensible, lloró como un niño indefenso. Bajo el peso de las lágrimas, reconoció las facciones del hombre que le había salvado la vida: era su padre.
Poco a poco fue recobrando la sensibilidad. Primero sintió el roce de la tierra, después el filo de las piedras, por último, pinchazos dolorosos en las piernas.
A pesar de la evidente mejoría el mareo no cesaba. Cuando tuvo fuerzas para hablar, estas fueron sus palabras:
—¡Ha sido un milagro que aparecieras! ¡Ahora volvamos a casa, papá!
Padre e hijo atravesaron los campos; abrazados, alcanzaron la vereda flanqueada por olmos añejos y enfilaron en dirección al pueblo, cuyas luces mortecinas brillaban en la distancia.
Tras recorrer a pie ocho kilómetros, llegaron hasta la encrucijada de caminos. Allí, recortado sobre el disco lunar, se alzaba el crucero de granito. En pocos minutos podrían descansar y olvidase del percance con una buena cena.

Entraron en la casa con paso vacilante. La lámpara del salón estaba encendida. A través de la puerta entreabierta se oía el sollozo apagado de varias mujeres. Al fondo del pasillo parpadeaba débilmente una vela. De pronto, alguien asomó en el corredor. Era su hermana.
—¡Elvira, soy yo! ¡Gracias a Dios! ¡Qué mal trago he pasado!
Ella se arrojó en los brazos de su hermano. Temblaba de pies a cabeza consumida por la angustia.
—No llores, mujer, ya ha pasado todo.
—¡Ay, Gabriel! ¡Qué desgracia!
—Estoy bien, de verdad, sólo ha sido un susto. Es muy tarde. Ya puedes decir a esas mujeres que se marchen.
—Pero ¿es que no has visto a los hombres? ¿No te han dicho nada? ¡Salieron a buscarte a mediodía!
—¿Decirme qué?
—¡Padre ha muerto! Esta mañana, al rato de marcharte, lo encontré tirado en el corral. Se empeñó en arreglar el tejado… resbaló y… ¡Ay, qué desgracia!
Gabriel se dio la vuelta. A su espalda, el recibidor estaba vacío.











1 comentario:

  1. Me ha puesto los pelos de punta!!!buen relato , manteniendo la tensión hasta el inesperado final.

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