Despacio,
suavemente
vuelvo a mis
manos frías
para recordar
cómo fue
la emboscada
más sublime del mundo,
al tender mis ojos
más allá de la
seguridad de la ventana
y poblar mi
pecho de aquel sonido
con toda la
compañía de los astros.
Esa noche de
invierno,
de partituras
centenarias
abrió la
muerte de las dictaduras
y levantó entre mi padre y yo
un templo inmaterial
al que vuelvo
cada vez
que de mi
cielo huyen los pájaros.
La avena del
cielo que creció en la montaña
esa noche acolchó
mi patio,
hizo de mis
tripas cónclave de cristales
con la
intención de ensanchar
la superficie
de mi cuerpo y compartir
el soplo de
vida que sólo da
la primera nevada.
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