Para mi Tía Rosita Ocampo, un
fragmento de ‘MI HISTORIA’
Las navidades eran extraordinarias. Cuando las
pasábamos en Bogotá, durante quince
días armábamos en el jardín un Pesebre enorme bajo un kiosco especialmente
construido por mi papá para la ocasión: cajas de madera y de cartón cubiertas
con un papel―cera verdoso repleto de pedacitos de aserrín marrón; le
distribuíamos musgo del bosque cercano traído por nosotros en costales
―arrancándole la piel vegetal a La Tierra― para volver el pesebre más real. Le
colocábamos paticos de plástico, espejos que simulaban lagos, cascadas de arena
amarilla, caminos de gravilla menuda, gansos, vacas, burros, leones y ovejas
todos de baquelita, casitas de cartón iluminadas por dentro cada una con un
bombillito, verde este, naranja aquel, rojo el de más acá, reyes magos,
iglesias, castillitos de cerámica, lucecitas de nochebuena, incluso mi hermano
y yo instalamos un pequeño aeródromo con nuestros diminutos aviones de latón y
plástico; María y José observando dentro de una cabañita con techo de paja al
niñito en pañales acostado que levantaba una piernecilla rosada, abría sus
brazos y sonreía. El rezo de la Novena*
debajo del árbol de eucalipto plateado (en ese precioso eucalipto de hojas parecidas
a monedas de plata habíamos construido, en sus ramas, una casa de madera, casa
en la que nos acostábamos a leer y a jugar). Navidades con pólvora, regalos por
montón ―no se me olvida el tren eléctrico, un tren con carrilera completa,
vagones para pasajeros y para carga, la máquina locomotora sólida, de hierro,
perfecta, una locomotora en miniatura que halaba, subía y bajaba pendientes, echaba
humo, hermosa, qué bello trencito―; comida, dulces, muchos niños, primos, amiguitos…
Las navidades en aquella finca ―La Ínsula― se colmaban de voladores,
castillos de colores lanzando pshuuuuupshuuu
sus luces con estrellitas al cielo, globos que elevábamos con su mecha
encendida y que veíamos subir, bambolearse, girar, achiquitarse, desaparecer; aguinaldos
del Niño Dios por docenas, rezos, piscina helada de concreto y agua corriente que
entraba por el frente y salía por un costado (salíamos tiritando pero no nos
importaba, era piscina); íbamos a ojear las decenas de marranas paridas con los
cochinillos pegados a sus tetas, incubadoras con miles de pollitos recién
nacidos, seres amarillos envueltos en una pelusita suave y que piaban buscando
a su mamá extrañados de haber sido paridos por una máquina metálica; centenares
de gallinas ponedoras, unas dedicadas a producir huevos para el mercado de
Chinchiná y Manizales, y otras con sus gallos ―uno por cada diez gallinas para
fertilizar los huevos―, una cantidad tal de gallos que con sus kikirikiiiis
alborotaban los galpones cada rato produciendo un bullicio increíble (un
veterinario amigo que manejó granjas avícolas, recientemente me contaba que al
anochecer las ‘esposas’ del gallo lo rodean en círculo protegiéndolo para que
al día siguiente continúe en su labor de ‘pisarlas’; me dijo también, que al
atardecer en un galpón de cinco mil gallinas y quinientos gallos hay quinientos
círculos perfectamente demarcados, y que cuando muere un gallo las gallinas
‘viudas’ se reparten entre los demás grupos); ayudábamos en la recolección de
huevos; montábamos en los caballos para dar vuelta y visitar la ramada donde se
fabricaba la panela, subíamos a las casas de los agregados (varias casas de
vivientes ubicadas estratégicamente por toda la geografía de esa propiedad
gigantesca).
En La Ínsula, mi papá junto a mi tío Hernán y Jorge
Ocampo mi tío abuelo, en las festividades de diciembre competían a lanzarse
voladores uno contra el otro, decenas de voladores, en una ociosa y riesgosa
batalla de pólvora. Todos aplaudíamos, reíamos, apostábamos en favor de tal o
cual campeón. ¡Qué bárbaros!
Otras nochebuenas en Bogotá, en nuestra casa, con
decenas de obsequios del Niño Dios; árbol relleno de bolitas de color, pino de
verdad, pues mi padre recorría cerros y fincas hasta encontrar uno bien hermoso
que colocaba en plena sala adornado con sus lucecillas y su escarcha navideña. Los
niñitos jugueteábamos en el prado y en los cuartos. Una noche de pólvora y
voladores, de papeletas, totes y volcanes luminosos que vomitaban sus colores y
luceros muy alto. Jesús Botero prendió una mecha y le estalló en sus dedos,
voló la sangre, se suspendió la fiesta transitoriamente, al hospital con Jesús,
pedazos de carne humana en el suelo, dolor en el gesto; se reanudó la bacanal
religiosa, no se podía aguar la celebración de los niños. Jesús Botero recuperó
su carne y su piel con el paso de los meses.
En Gavilanes,
la finca de café, caña y ganado de mis tíos, también transcurrieron
inolvidables navidades: de nuevo el pesebre edificado por todos nosotros, las
mamás y los niñitos, en una esquina del corredor trasero. Varios días dándole a
la tarea: un cerro escalonado en miniatura por el que ascendían jornaleros de
arcilla, bueyes de barro, reyes de cerámica, mujeres de porcelana, campesinos
de madera, animales de todas las especies y tamaños, recodos en el camino,
lagos construidos con un tazón de plástico y agua, casitas de cartón, abismos
difíciles, senderos empinados, hasta llegar a la cumbre donde los ángeles, los Reyes
Magos, los pastores, los padres del Niño Jesús, esperaban a que llegara el
Divino Niño. Transcurría la Novena. Rezábamos durante nueve días antes del
nacimiento, desesperados por que llegase el 24 de diciembre, orando con fe,
pero un poco aburridos de repetir y repetir los mismos estribillos, las mismas
letanías, y de oír la lectura de unos textos con un lenguaje extraño que no
entendíamos muy bien. Se cantaban villancicos, se comían extraordinarios y
deliciosos buñuelos parecidos a pequeños soles perfectos, redondos, regados con melado de panela, natilla caliente, chocolate
en leche.
Al fin llegaba el día. Habíamos dormido ansiosos,
intranquilos. Brincábamos de las camas como lagartijas, corríamos a ver el
pesebre, era aún de día, no había Niño, nadie había nacido aún. Habría que
esperar a la noche, a la larga noche que no llegaba, la jornada se nos antojaba
laaaarguiiisima, jugábamos, corríamos, reíamos, nos revolcábamos en el jardín,
pero sin que los grandes se diesen cuenta, nos asomábamos de vez en cuando al rincón del
pesebre:¿habría llegado ya?, pero nada.
Crepúsculo: un sol aperezado se acostaba, las nubes
le cubrían acobijándolo, los rayos de luz multicolor teñían de naranjas y
violetas, rojos y esmeraldas la tarde. Todo indicaba que llegaría, que vendría
el Niño; sin embargo, a esperar, a esperar. De nuevo la novena, el último día, ¡qué
emoción, cuánta espera, cuántos días!, ¿vendrá?:
“Pero ha llegado la media noche y de repente vemos dentro de ese pesebre
antes vacío, al Divino Niño esperado, vaticinado, deseado durante cuatro mil
años con tan inefables anhelos. A sus pies se postra su Santísima Madre en los transportes
de una adoración de la cual nada puede dar idea. José también se le acerca y le
rinde el homenaje con que inaugura su misterioso e imperturbable oficio de
padre putativo del redentor de los hombres.
“La multitud de ángeles que descienden del cielo a contemplar esa
maravilla sin par, deja estallar su alegría y hace vibrar en los aires las
armonías de esa "Gloria in Excelsis", que es el eco de adoración que
se produce en torno al trono del Altísimo hecha perceptible por un instante a los
oídos de la pobre tierra. Convocados por ellos, vienen en tropel los pastores
de la comarca a adorar al ‘recién nacido’ y a prestarle sus humildes ofrendas.
“Ya brilla en Oriente la misteriosa estrella de Jacob; y ya se pone en
marcha hacia Belén la caravana espléndida de los Reyes Magos, que dentro de
pocos días vendrán a depositar a los pies del Divino Niño el oro, el incienso y
la mirra, que son símbolos de la caridad, de la oración y de la mortificación. ¡Oh,
adorable Niño! Nosotros también los que hemos hecho esta novena para
prepararnos al día de vuestra Navidad, queremos ofreceros nuestra pobre
adoración; no la rechacéis: venid a nuestras almas, venid a nuestros corazones
llenos de amor.”
Este
rezo que transcribo, no era tan corto, sino laaaarguiiisimo. Ocho de la noche,
nueve, diez, nada de nada, empezábamos a cabecear, el sueño se estaba tomando
nuestro cuerpo, el cansancio nos dominaba, pero la incertidumbre y la
expectativa nos avispaba de nuevo. Los grandes nos entretenían, Raquel Arias
jugaba con nosotros y como siempre, durante años, caíamos en la trampa:
mientras jugábamos lejos del Pesebre llegaba el Niño y con él la locura: ¡vengan,
vengan, ya nació!
Los
regalos, regalos que se iban entregando uno por uno, con la mayor de las
agitaciones en nuestros corazones: ¿qué me traería el Niño Dios, qué maravilla
llegaría? Al fin, tras muchos días, rasgábamos el papel y desentrañábamos el
juguete, la ropa, el libro de cuentos, el muñeco, el artilugio. Nos mostrábamos
unos a otros lo que el Niño Dios nos había dado. ¡Qué felicidad! ¡Cuánta
alegría! Nuestros papás nos miraban con ojos de gozo, con el más grande de los
placeres: ¡dar, regalar, complacer al hijo!
Estas
eran nuestras navidades.
* La novena fue originalmente creada por Fray
Fernando de Jesús Larrea, franciscano nacido en Quito en 1700 quien después de
su ordenación en 1725 fue predicador en Ecuador y Colombia. Fray Fernando la
escribió por petición de la fundadora del Colegio de La Enseñanza en Bogotá
doña Clemencia de Jesús Caycedo Vélez y fue publicada originalmente en 1743.
Muchos años después una religiosa de La Enseñanza, la madre María Ignacia
(nacida Bertilda Samper Acosta) la modificó y agregó los gozos (canciones).
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