Me llamo Eugenio de la Rosa y, hasta el año pasado, era
una persona normal (si exceptuamos el hecho de que, como funcionario de
carrera, tenía y tengo un sueldo fijo). Hoy día, sin embargo, me debato entre
un pasado homínido y un presente que no pinta nada bueno.
Todo fue culpa de la luna. Mejor dicho de las lunas. Dos
lunas llenas en un mismo mes acarrean, para la Biosfera, una serie de disloques
retorcidos. Un enredo para el medio natural. La naturaleza también sufre, de
vez en cuando, su propia esquizofrenia. Tal fenómeno está descrito en los
trabajos de un equipo de biólogos americanos. Lo pueden consultar, sin coste
alguno, en internet; incluso en bibliotecas de Biológicas. La bibliografía
sobre casos más o menos semejantes es copiosa. Abundan las leyendas, sobre todo
por el norte. Si fuera un licántropo, todo sería más fácil. Pero no. Aquí, en
el sur, todo es más áspero y prosaico: don Samuel, mi médico de cabecera, no
tiene ni pajolera idea de tratar metamorfosis. Y no le culpo, pues bastante
tiene el pobre con las riadas de pacientes impacientes que berrean en su puerta.
Con ímprobo esfuerzo, y antes de que me sea de todo punto
imposible, quisiera dejar constancia de los cambios que he sufrido en este
último año y pico. Todo tiene un límite, y ya no me siento con fuerzas para
seguir viviendo como humano. Mi nueva biología tira, y mucho. Además, aunque en
el barrio aún me saludan —algunos con afecto—, noto que causo una creciente repulsión
entre la gente. Algunas vecinas (viudas y añosas, qué casualidad) me temen e inventan
historias disparatadas, dignas de Kafka; lo peor de lo peor. Con todo, también
hay excepciones: para Marcos, por ejemplo —un chaval gótico que vive en el sexto derecha—, soy poco menos que un
pariente de Dagón, un personaje de esos cuentos de terror que lee a todas
horas.
Anécdotas al margen, la enfermedad lunar ha ido a
peor. O a mejor, según se mire. En fin, el caso es que, siendo especialmente
gravoso —digno de un relato de Cortázar—, mi problema estético ocupa ahora un
segundo plano. Hoy la cuestión es, sobre todo, instintiva.
De natural comedido, hace días que mi cuerpo —el nuevo—
me exige sauna y baños, prole a mansalva, supervivencia de una especie
amenazada…
Cierto que no todo son problemas. También la alteración
tiene ventajas. Por ejemplo, no tengo que afeitarme, puedo saltar a la azotea
de mi casa desde el bajo, ya no uso gafas de lejos, y si, por un casual, me
asaltan en la plaza, yo mismo me fabrico (y escupo si hace falta) mi propio
veneno. Pero, en general, no estoy contento con el cambio.
Llevo gastado un dineral en humidificadores. Los tengo
por toda la casa. Imagínense las manchas de humedad en las paredes. Cada dos
por tres hay que pintar. Los del seguro están hasta el gorro de mí. Encima yo,
que soy de secano, me paso horas y horas a remojo. Yo, que antes adoraba las
lentejas, ahora me pirro por insectos. Yo, que antes hablaba por los codos, ya
ni siquiera soy capaz de articular correctamente los fonemas como antaño, ni en
inglés ni en español (tampoco en mi paupérrimo francés). ¿Cómo es posible?
Basten unas pinceladas. Mi actual aparato fono-articulatorio se compone de:
- Bultos en la boca.
- Membranas en garganta y
aledaños.
- Lengua pegajosa y bífida.
Como resultado —y, mucho me temo, sin remedio—, mi acento
es una mezcla ininteligible de croata y alemán. Con este panorama, como podrán
imaginar, no hay dios que me entienda, ni siquiera mis vecinos del tercero
izquierda, una pareja de políglotas rumanos.
Con esta alteración bucofaríngea, comprenderán que en
cualquier acto social acuda al refrán que mi abuelo decía siempre en las
comidas familiares: «A veces vale más callar y pasar por tonto, que abrir la
boca y demostrarlo». Hasta hace no mucho aún podía repetirlo, pero ahora sólo
empleo cartelitos, como en un juego de mesa.
Hace dos meses que don Samuel me dio la baja laboral.
Como he dicho anteriormente, soy funcionario de carrera (Ingeniero Técnico
Industrial, para más señas). De mis compañeros en el Ministerio, no tengo queja
alguna. Han sido mi apoyo permanente. Tan pronto me crecieron los globos
oculares, se volcaron para hacer más llevaderas mis jornadas de trabajo. Como
muestra, dos botones: Casilda Gómez, la aparejadora, me traía tarros repletos
de moscas y avispas que sus hijos capturaban para mí. Y Marcelino Benet, mi
jefe de Departamento —y, por increíble que parezca, una bellísima persona—,
movió hilos para trasladarme a un despacho más amplio donde ubicar una piscina
hinchable. Piscina que —según supe después— me compraron entre todos con fondos
públicos.
Apenas salgo de casa, y si salgo, es para ir a los
estanques o lagunas colindantes. Por supuesto, siempre de noche. Por suerte, a
unos 25 kilómetros hay un conjunto de humedales declarado «Reserva Natural de
la Biosfera», y aunque hay vertidos ilegales de una granja limítrofe, el agua
está pasable. El problema es conducir con esta pinta. Hace poco, sin ir más
lejos, dos agentes andaluces me pidieron el carné. «¡Que ze divierta uzté en er
carnavá!», corearon, entre risas, tan pronto me dejaron circular. Otro pequeño «problemilla»
es que me escurro en el asiento, las manos y las piernas se resbalan, y no
atino con las marchas ni el embrague. Algún día vamos a tener un disgusto. Si
no, al tiempo.
Por si acaso ya tengo hecho el testamento. Grosso modo, he
aquí mi voluntad: cuando muera o me capturen, bien los empleados de Medio
Ambiente, bien los de Servicios Sociales, quiero donar mi cuerpo a la Ciencia.
Quizá, si hay suerte y caigo en buenas manos, pueda ayudar a la Humanidad (las
toxinas que genero son mejor que un porro de hachís o de «maría», se lo puedo
asegurar). Por otra parte, cuando aparezca en los medios —porque seguro que
salgo en los programas de fenómenos extraños— es posible que inspire a algún
escritor, quién sabe si a algún cineasta de culto.
Es noche cerrada. Hay luna llena. Esta vez blanca, redonda,
normal. Casi me mato con el coche de camino a la laguna, pero al fin estoy
aquí. El notario tiene copia de mis voluntades, así que ya sabe que no voy a
volver. Oficialmente, ya no soy humano. Confío en que mi tamaño no asuste a las
hembras. Si son como las humanas, este aspecto jugará sin duda a mi favor.
Tengo que reproducirme, y pronto.
Dado el estado lamentable de los acuíferos, aquí en el
sur, no creo que sobreviva mucho tiempo. Para colmo, los batracios nos estamos
extinguiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario