El comandante de aquella nave interestelar hacía meses que no
permanecía tanto tiempo frente a aquel monitor. Llevaban vagando sin rumbo fijo
por el espacio treinta y cinco generaciones. Dentro de tan solo un mes sería
padre. Ser padre en aquellas circunstancias era de vital importancia. Era, en
realidad el único sentido y objetivo de su existencia. La primera generación de
la nave, la que inauguró aquella expedición, fue elegida mediante un riguroso
proceso de selección genética. Sólo los más fuertes y sanos y sobre todo los
más fértiles. Los que pudieran garantizar una herencia numerosa y sana a la
vez. Los ascendientes de Bob, que es como se llamaba el comandante, eran de los
más aptos, o por lo menos eso es lo que su abuelo le contaba con expresión de
orgullo. Pero lo cierto es que desde hacía dieciocho generaciones, los errores
genéticos acumulados hicieron mella en la escasa población de aquella nave. Fueron
las disfunciones físicas o psíquicas, las enfermedades de nueva aparición, los
defectos congénitos, las afecciones alérgicas, los tumores, las muertes
prematuras y los accidentes varios lo que menguaron la población de la nave. De
los tres mil quinientos miembros con que contaba la población inicial,
actualmente sólo quedaban doscientos diez, de los que apenas ciento setenta y
dos eran fértiles. Y a éstos últimos les correspondía hacer el esfuerzo de
tener la mayor descendencia posible para recuperar el índice de población.
Bob seguía atento a los datos que arrojaba el monitor. Una
emoción contenida y un gran escepticismo se mezclaban en su estado de ánimo. No
podía o no quería creer lo que se desprendía de aquella oleada de datos que a
ritmo frenético iban apareciendo en la pantalla. No podía creer que fuera él
precisamente, su generación y por descontado la generación de sus propios hijos
los que vieran alcanzado el mayor sueño que una especie pueda tener, el sueño
de su supervivencia. Recordaba la mirada
amarga de sus abuelos, de sus padres. Dos generaciones, que al igual que las
treinta y tres anteriores, sólo vivieron dentro de esos cuatro hierros que
formaban aquella ya vieja y cochambrosa nave interestelar.
Bob se acordó de pronto de aquella clase infantil que se
impartía al fondo de la nave, dos pisos más arriba de la bodega de carga.
“Historia para no olvidar” se llamaba la asignatura. La impartía un anciano
achacoso, resto de la 33ª generación. En ella se enseñaba hasta la saciedad,
con el viejo método pedagógico de la memoria a fuego, aquello que habría a su
vez que transmitir para hacer efectivo el título de la materia. Se enseñaba y
se recordaba cómo aquella especie que ahora vagaba por el espacio tenía un
bonito y acogedor planeta, que la vio nacer como especie y que la mantuvo
durante milenios. Se enseñaba, se recordaba y se grababa a fuego cómo las
últimas generaciones se volvieron locas invadidas por el virus de una voraz
ambición. Se enseñaba y recordaba cómo contaminaron sus aguas y envenenaron su aire. Se recordaba y se
grababa a fuego cómo cambiaron su régimen climático. Los millones de seres que se tuvieron que quedar
en el planeta, los que no tuvieron la inmensa fortuna de formar parte de
aquellos tres mil quinientos privilegiados, sobrevivieron tres o cuatro
generaciones a lo sumo, para después desaparecer definitivamente del tiempo y
del espacio.
Los últimos datos asomaron lentamente por el filo de la
pantalla y durante unos segundos permanecieron inmóviles en el monitor. En una
esquina de la pantalla comenzó a parpadear la señal que nos avisaba de que el sistema inteligente de la nave estaba
calculando, combinando y procesando los miles de datos que acababa de recibir
de los numerosos sensores, antenas, parábolas y mil cachivaches más que de
forma continua no dejaban de rastrear las inmediaciones del espacio exterior.
Bob no daba crédito. Ya lloraba, ya reía, ya saltaba, ya
gritaba. La señal de “procesando” de la pantalla se apagó y en su lugar
apareció grande, parpadeante, ilusionante, el signo tantas generaciones
esperado. El signo de “habitable”. Una pequeña estrella allí al frente, una
pequeña estrella de tipo espectral G2, a la que llevaban días escaneando y
explorando a distancia, albergaba en sus alrededores y bajo su influencia
gravitatoria un pequeño sistema de planetas. Uno de ellos, según las mediciones
tomadas era un auténtico “Rara avis”. Tan raro, extraordinario y cuánticamente
imposible como aquel que vio nacer a su especie y que tuvieron que abandonar
hace ya tanto tiempo. Todo un cúmulo de casualidades y condiciones
habitacionales prácticamente nula en la inmensidad del Universo conocido.
Durante días, por llamar de alguna manera al transcurrir de
horas sin días ni noches, propio del espacio interestelar, se acometieron los
preparativos para el envío de una sonda no tripulada. La expectación se adueñó
de los tripulantes y del pasaje de la nave. Algunos, dicen, embalaban a
escondidas sus pocas pertenencias dispuestos a abandonar definitivamente
aquella cárcel metálica. Aquella jaula en la que se hacinaban los restos de lo
que en su día fue una orgullosa especie inteligente.
Un mes después, o lo que es lo mismo para ser
interestelarmente más riguroso, treinta veces veinticuatro horas después de
haber enviado la sonda, Bob permanecía igual de expectante ante el monitor. La
sonda gravitaba alrededor de aquella idílica Ítaca en la que todos habían
depositado sus esperanzas y se disponía a ingresar en su atmósfera para acabar
posada sobre su superficie.
Todos los datos que la sonda fue enviando durante su órbita
alrededor de aquella grávida esperanza eran bastante prometedores. Se
encontraba a la distancia ideal de aquella estrella a la que orbitaba en una
traslación ni demasiado excéntrica ni demasiado regular. Su eje se hallaba
inclinado con respecto a la estrella lo que evitaría cambios de temperatura
demasiado extremos. Contaba con una atmósfera que lo protegería de las
radiaciones estelares. En definitiva, ni en sus mejores sueños.
La sonda fue penetrando lentamente en aquella atmósfera y
desplegó todo su instrumental. De nuevo los cachivaches captan todo lo captable
y graban todo lo grabable. Más de doscientas miradas hacían otro tanto ante los
numerosos monitores instalados a lo largo y ancho de la nave.
Poco a poco fueron apareciendo datos en pantalla, poco a poco
la sonda fue descendiendo camino a la superficie de lo que todo apuntaba a ser
el próximo hogar de esos náufragos del espacio. Los datos se fueron perfilando,
las miradas se fueron ensombreciendo. Primero fue la baja tasa de oxígeno,
después fue el elevado nivel de dióxido de carbono. Los elevados niveles de monóxidos,
tanto de carbono, nitrógeno y azufre no ayudaban. Por no hablar de la alta
concentración de Metano. La decepción se fue adueñando de todos los ocupantes
de la nave.
Estaba previsto que la sonda se posara sobre la playa de un
mar cuyo extraño color verde rojizo no auguraba tampoco nada bueno. Cuando la
sonda se encontraba a tan solo kilómetro y medio de la playa elegida, al fondo
de la misma, medio enterrada en la arena, pudieron ver lo que parecía una
escultura que representaba a un extraño ser con dos extremidades y una sola cabeza cubierta con una corona. Con
su extremidad derecha apuntando al cielo sujetaba lo que parecía una llama
mientras que con la izquierda plegada sujetaba lo que parecía un monitor
portátil de dos pantallas.
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