La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de febrero de 2016

El planeta de los humanos, por ÁNGEL MARTÍNEZ MÁRQUEZ



   El comandante de aquella nave interestelar hacía meses que no permanecía tanto tiempo frente a aquel monitor. Llevaban vagando sin rumbo fijo por el espacio treinta y cinco generaciones. Dentro de tan solo un mes sería padre. Ser padre en aquellas circunstancias era de vital importancia. Era, en realidad el único sentido y objetivo de su existencia.      La primera generación de la nave, la que inauguró aquella expedición, fue elegida mediante un riguroso proceso de selección genética. Sólo los más fuertes y sanos y sobre todo los más fértiles. Los que pudieran garantizar una herencia numerosa y sana a la vez. Los ascendientes de Bob, que es como se llamaba el comandante, eran de los más aptos, o por lo menos eso es lo que su abuelo le contaba con expresión de orgullo. Pero lo cierto es que desde hacía dieciocho generaciones, los errores genéticos acumulados hicieron mella en la escasa población de aquella nave. Fueron las disfunciones físicas o psíquicas, las enfermedades de nueva aparición, los defectos congénitos, las afecciones alérgicas, los tumores, las muertes prematuras y los accidentes varios lo que menguaron la población de la nave. De los tres mil quinientos miembros con que contaba la población inicial, actualmente sólo quedaban doscientos diez, de los que apenas ciento setenta y dos eran fértiles. Y a éstos últimos les correspondía hacer el esfuerzo de tener la mayor descendencia posible para recuperar el índice de población.
    Bob seguía atento a los datos que arrojaba el monitor. Una emoción contenida y un gran escepticismo se mezclaban en su estado de ánimo. No podía o no quería creer lo que se desprendía de aquella oleada de datos que a ritmo frenético iban apareciendo en la pantalla. No podía creer que fuera él precisamente, su generación y por descontado la generación de sus propios hijos los que vieran alcanzado el mayor sueño que una especie pueda tener, el sueño de su supervivencia.  Recordaba la mirada amarga de sus abuelos, de sus padres. Dos generaciones, que al igual que las treinta y tres anteriores, sólo vivieron dentro de esos cuatro hierros que formaban aquella ya vieja y cochambrosa nave interestelar.
Bob se acordó de pronto de aquella clase infantil que se impartía al fondo de la nave, dos pisos más arriba de la bodega de carga. “Historia para no olvidar” se llamaba la asignatura. La impartía un anciano achacoso, resto de la 33ª generación. En ella se enseñaba hasta la saciedad, con el viejo método pedagógico de la memoria a fuego, aquello que habría a su vez que transmitir para hacer efectivo el título de la materia. Se enseñaba y se recordaba cómo aquella especie que ahora vagaba por el espacio tenía un bonito y acogedor planeta, que la vio nacer como especie y que la mantuvo durante milenios. Se enseñaba, se recordaba y se grababa a fuego cómo las últimas generaciones se volvieron locas invadidas por el virus de una voraz ambición. Se enseñaba y recordaba cómo contaminaron sus aguas y  envenenaron su aire. Se recordaba y se grababa a fuego cómo cambiaron su régimen climático. Los  millones de seres que se tuvieron que quedar en el planeta, los que no tuvieron la inmensa fortuna de formar parte de aquellos tres mil quinientos privilegiados, sobrevivieron tres o cuatro generaciones a lo sumo, para después desaparecer definitivamente del tiempo y del espacio.
   Los últimos datos asomaron lentamente por el filo de la pantalla y durante unos segundos permanecieron inmóviles en el monitor. En una esquina de la pantalla comenzó a parpadear la señal que nos avisaba de que el  sistema inteligente de la nave estaba calculando, combinando y procesando los miles de datos que acababa de recibir de los numerosos sensores, antenas, parábolas y mil cachivaches más que de forma continua no dejaban de rastrear las inmediaciones del espacio exterior.
   Bob no daba crédito. Ya lloraba, ya reía, ya saltaba, ya gritaba. La señal de “procesando” de la pantalla se apagó y en su lugar apareció grande, parpadeante, ilusionante, el signo tantas generaciones esperado. El signo de “habitable”. Una pequeña estrella allí al frente, una pequeña estrella de tipo espectral G2, a la que llevaban días escaneando y explorando a distancia, albergaba en sus alrededores y bajo su influencia gravitatoria un pequeño sistema de planetas. Uno de ellos, según las mediciones tomadas era un auténtico “Rara avis”. Tan raro, extraordinario y cuánticamente imposible como aquel que vio nacer a su especie y que tuvieron que abandonar hace ya tanto tiempo. Todo un cúmulo de casualidades y condiciones habitacionales prácticamente nula en la inmensidad del Universo conocido.
    Durante días, por llamar de alguna manera al transcurrir de horas sin días ni noches, propio del espacio interestelar, se acometieron los preparativos para el envío de una sonda no tripulada. La expectación se adueñó de los tripulantes y del pasaje de la nave. Algunos, dicen, embalaban a escondidas sus pocas pertenencias dispuestos a abandonar definitivamente aquella cárcel metálica. Aquella jaula en la que se hacinaban los restos de lo que en su día fue una orgullosa especie inteligente.
  Un mes después, o lo que es lo mismo para ser interestelarmente más riguroso, treinta veces veinticuatro horas después de haber enviado la sonda, Bob permanecía igual de expectante ante el monitor. La sonda gravitaba alrededor de aquella idílica Ítaca en la que todos habían depositado sus esperanzas y se disponía a ingresar en su atmósfera para acabar posada sobre su superficie.
Todos los datos que la sonda fue enviando durante su órbita alrededor de aquella grávida esperanza eran bastante prometedores. Se encontraba a la distancia ideal de aquella estrella a la que orbitaba en una traslación ni demasiado excéntrica ni demasiado regular. Su eje se hallaba inclinado con respecto a la estrella lo que evitaría cambios de temperatura demasiado extremos. Contaba con una atmósfera que lo protegería de las radiaciones estelares. En definitiva, ni en sus mejores sueños.
    La sonda fue penetrando lentamente en aquella atmósfera y desplegó todo su instrumental. De nuevo los cachivaches captan todo lo captable y graban todo lo grabable. Más de doscientas miradas hacían otro tanto ante los numerosos monitores instalados a lo largo y ancho de la nave.
Poco a poco fueron apareciendo datos en pantalla, poco a poco la sonda fue descendiendo camino a la superficie de lo que todo apuntaba a ser el próximo hogar de esos náufragos del espacio. Los datos se fueron perfilando, las miradas se fueron ensombreciendo. Primero fue la baja tasa de oxígeno, después fue el elevado nivel de dióxido de carbono. Los elevados niveles de monóxidos, tanto de carbono, nitrógeno y azufre no ayudaban. Por no hablar de la alta concentración de Metano. La decepción se fue adueñando de todos los ocupantes de la nave.

    Estaba previsto que la sonda se posara sobre la playa de un mar cuyo extraño color verde rojizo no auguraba tampoco nada bueno. Cuando la sonda se encontraba a tan solo kilómetro y medio de la playa elegida, al fondo de la misma, medio enterrada en la arena, pudieron ver lo que parecía una escultura que representaba a un extraño ser con dos extremidades y  una sola cabeza cubierta con una corona. Con su extremidad derecha apuntando al cielo sujetaba lo que parecía una llama mientras que con la izquierda plegada sujetaba lo que parecía un monitor portátil de dos pantallas.

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